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– ¿Qué pasó con Edwin? -quiso saber Dalgliesh.

– Era explorador. Salvo por Claude, a todos los hombres de la familia les apasionaban los viajes. De hecho, Edwin participó en unas importantes excavaciones arqueológicas en Oriente Medio. Rara vez venía a Inglaterra, y murió en El Cairo en 1890.

– ¿Fue él quien donó el papiro de san Anselmo al seminario?

Detrás de las gafas, los ojos de Perronet lo miraron con recelo. Tardó unos segundos en responder:

– De manera que sabe lo del papiro. El padre Sebastian no me avisó.

– Lo que sé es muy limitado. Mi padre estaba al tanto, y aunque siempre fue muy discreto, yo até algunos cabos cuando estuve en el seminario. Un chico de catorce años tiene el oído muy aguzado y es más perspicaz de lo que creen los adultos. Mi padre me reveló poca información y me hizo prometer que guardaría el secreto, aunque yo no albergaba la menor intención de divulgar la noticia.

– Bueno, el padre Sebastian me ordenó que respondiera a todas sus preguntas, pero poco puedo explicarle acerca del papiro -aseveró Perronet-. Sin duda sabe tanto al respecto como yo. En efecto, a la señorita Arbuthnot se lo regaló su hermano, que era perfectamente capaz de falsificarlo o mandarlo falsificar, pues era un hombre aficionado a las bromas y un ateo ferviente, si cabe calificar de fervoroso a un ateo.

– ¿Qué es exactamente el papiro?

– En teoría, es una comunicación que Poncio Pilatos envió a un oficial de la guardia, en la que se alude a la retirada de cierto cadáver. La señorita Arbuthnot estaba convencida de que se trataba de una falsificación, y la mayoría de los rectores que vieron la carta desde entonces opinó lo mismo. A mí no me la enseñaron, pero tengo entendido que mi padre y el viejo Stannard llegaron a echarle un vistazo. Aunque mi padre también estaba convencido de que no era auténtica, me aseguró que estaba hecha con gran habilidad.

– Resulta extraño que la señorita Arbuthnot no lo destruyese.

– No, a mí no me parece tan extraño. Hay una nota al respecto entre los papeles. Si no le molesta, le haré un resumen. Ella pensaba que si se deshacía del papiro, su hermano sacaría el asunto a la luz, de manera que su destrucción serviría para probar su autenticidad. Una vez destruido el documento, nadie podría demostrar que era una falsificación. Dejó instrucciones claras para que la conservara el rector, que tendría que legarla a su sucesor sólo después de su muerte.

– Lo que significa que ahora obra en poder del padre Martin -coligió Dalgliesh.

– Así es. Debe de estar entre las posesiones del padre Martin, y dudo que el padre Sebastian sepa dónde. Si desea más información sobre esa carta, tendrá que hablar con él. De todos modos, no veo qué relación puede guardar con la muerte de Ronald Treeves.

– Por el momento, yo tampoco -repuso Dalgliesh-. ¿Qué ocurrió con la familia después de la muerte de Edwin?

– Tenía un hijo, Hugh, que nació en 1880 y murió en la batalla del Somme, en 1916. Mi abuelo también perdió la vida allí. Los muertos de esa guerra todavía aparecen en los sueños de todos, ¿no? Dejó dos hijos. El mayor, Edwin, nació en 1903, nunca se casó y murió en Alejandría en 1979. El segundo, Claude, nació en 1905. Fue el abuelo de Raphael Arbuthnot, uno de los actuales seminaristas. Claro que ya lo conocerá. Raphael es el último miembro de la familia.

– Pero él no heredará nada, ¿no? -inquirió Dalgliesh.

– No. Por desgracia, es hijo ilegítimo. El testamento de la señorita Arbuthnot dejó instrucciones detalladas y precisas. No creo que nuestra querida dama imaginase que algún día cerrarían el seminario, pero mi predecesor, que en aquel entonces se encargaba de los asuntos de la familia, le aconsejó que tomase medidas con vistas a esa eventualidad. Y así lo hizo. El testamento dispone que la propiedad y todos los objetos donados por la señorita Arbuthnot a la escuela y la iglesia se dividan en partes iguales entre los descendientes directos de su padre, siempre y cuando dichos descendientes sean legítimos ante la ley de Inglaterra y anglicanos practicantes.

– «Legítimos ante la ley de Inglaterra» -repitió Dalgliesh-. Curiosa expresión.

– No lo crea. La señorita Arbuthnot era un exponente de su época y su clase social. Cuando había propiedades en juego, los Victorianos siempre temían que apareciese un descendiente extranjero de dudosa legitimidad, nacido de un matrimonio celebrado irregularmente fuera del país. Hay algunos casos famosos. A falta de un heredero legítimo, la propiedad y su contenido se dividirán por partes iguales entre los sacerdotes que residan en el seminario en el momento de su cierre.

– Así que, en otras palabras, los beneficiarios serían los padres Sebastian Morell, Martin Petrie, Peregrine Glover y John Betterton. Ha de ser duro para Raphael, ¿no? Supongo que no hay dudas sobre su ilegitimidad.

– En el primer punto, coincido con usted. Desde luego, al padre Sebastian no se le escapa que sería una injusticia. La posibilidad de cerrar el seminario se planteó por primera vez hace dos años, y entonces él habló conmigo. Como es lógico, no está conforme con los términos del testamento y sugirió que, cuando llegue el momento del cierre, los beneficiarios se pongan de acuerdo para que Raphael reciba una parte de la herencia. En circunstancias normales, es posible redistribuir un legado si existe el consentimiento de todos los herederos, pero en este caso el asunto resulta más complicado. Le contesté que no podía darle una respuesta sencilla y rápida a las preguntas sobre la cesión de las propiedades. Pongamos por ejemplo el valioso retablo que está en la iglesia. La señorita Arbuthnot lo donó para que se colocara sobre el altar. Si la iglesia sigue estando consagrada, ¿retirarán el cuadro, o habrán de decidir entre todos si desean venderlo a quienquiera que se haga cargo de la parroquia? El nuevo miembro del consejo de administración, el archidiácono Crampton, aboga por sacarlo de allí ahora mismo, bien para depositarlo en un sitio más seguro, bien para venderlo en beneficio de la diócesis. Si de él dependiera, mandaría retirar todos los objetos valiosos. Yo le he advertido que lamentaría una acción tan prematura como ésa, pero es posible que se salga con la suya. Tiene muchas influencias, y una medida semejante favorecería a la Iglesia en general más que a unos individuos.

»Los edificios suponen otro problema. Le confieso que no sé qué utilidad podrían sacarles; de hecho, es probable que ni siquiera sigan en pie dentro de veinte años. El mar avanza rápidamente en esas costas. Como es natural, la erosión afectará al valor de las propiedades. Incluso sin contar con el retablo, es probable que valga más el contenido, sobre todo los cálices de plata, los libros y los muebles.

– También está el papiro de san Anselmo -añadió Dalgliesh.

Una vez más, tuvo la sensación de que su comentario no era bien recibido.

– También quedaría en manos de los beneficiarios -dijo Perronet-, lo que acarrearía una dificultad especial. Si el seminario cierra, y en consecuencia no hay más rectores, el papiro pasará a formar parte del patrimonio.

– Supongo que es un objeto valioso, incluso en el caso de que se trate de una falsificación.

– Tendría un valor considerable para cualquier persona interesada en el dinero o en el poder.

Como sir Alred Treeves, pensó Dalgliesh. Por otro lado, costaba imaginar que sir Alred hubiera introducido de forma deliberada a su hijo adoptivo en el seminario con el fin de apoderarse del papiro.

– No existe la menor duda sobre la ilegitimidad de Raphael, ¿verdad? -inquirió.

– Oh, claro que no, comisario, ninguna en absoluto. Su madre no ocultó el hecho de que no estaba casada ni deseaba estarlo. Jamás reveló el nombre del padre, aunque expresó abiertamente su desprecio por el niño. Después de que éste naciera, lo dejó dentro de un cesto en el seminario con una nota que decía: «Ya que predican la caridad cristiana, practíquenla con este bastardo. Si quieren dinero, pídanselo a mi padre.» La nota está aquí, entre los papeles de la familia Arbuthnot. Fue un acto totalmente impropio de una madre.