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Desde luego que sí, se dijo Dalgliesh. Algunas mujeres abandonaban a sus hijos, incluso los mataban. Aun así, el rechazo de esa mujer, a quien sin duda no le faltaban amigos ni dinero, había estado lleno de calculada brutalidad.

– Se marchó al extranjero poco después, y, según creo, durante los diez años siguientes viajó por Extremo Oriente y la India. La acompañaba una mujer, una médica que se suicidó poco antes de que Clara Arbuthnot regresase a Inglaterra. Clara murió de cáncer en Ashcombe House, una clínica para desahuciados situada en las afueras de Norwich, el 30 de abril de 1988.

– ¿Y nunca vio a su hijo?

– Ni lo vio ni se interesó por él. Claro que murió muy joven. Tal vez las cosas habrían cambiado. Su padre, que se casó después de cumplir los cincuenta, ya era un anciano cuando nació su nieto; no habría podido cuidar de él, aunque tampoco quiso hacerlo. Sin embargo, le dejó un pequeño legado en fideicomiso. El clérigo que entonces era rector de Saint Anselm se convirtió en tutor de Raphael. A todos los efectos, el seminario ha sido el único hogar del muchacho. En general, los sacerdotes han realizado un buen trabajo con él. Consideraron conveniente enviarlo a una escuela primaria para que entrase en contacto con otros chicos, y opino que fue una decisión acertada. Lo mandaron a una escuela privada, desde luego. El legado del abuelo apenas alcanzaba para pagarla. Pero ha pasado casi todas sus vacaciones en el seminario.

Sonó el teléfono que estaba sobre el escritorio. Después de contestar, Perronet dijo:

– Sally me avisa de que ha llegado mi próxima visita. ¿Necesita saber algo más, comisario?

– Nada, gracias. No sé hasta qué punto me será útil lo que hemos hablado, pero me alegro de haberme formado una idea general de la situación. Muchas gracias por dedicarme tanto tiempo.

– Me parece que nos hemos alejado mucho de la muerte de ese pobre chico -comentó Perronet-. Por supuesto, espero que me haga partícipe de los resultados de sus pesquisas. Como miembro del consejo de administración del seminario, me interesa mucho el asunto.

Dalgliesh le prometió que lo mantendría informado. Subió por la soleada calle en dirección a la majestuosa Saint Peter Mancroft. Al fin y al cabo, se suponía que estaba de vacaciones. Le asistía el derecho a dedicar al menos una hora a sus placeres personales.

Sopesó lo que había averiguado. Era una curiosa coincidencia que Clara Arbuthnot hubiera muerto en la misma clínica donde la señora Munroe había trabajado de enfermera. Por otro lado, quizá no lo fuese. Nada tenía de extraño que la señorita Arbuthnot deseara morir en el condado donde había nacido; la vacante en Saint Anselm se había anunciado en la prensa local y la señora Munroe estaba buscando empleo. No obstante, era imposible que las dos mujeres se hubieran conocido. Ya echaría un vistazo a sus notas, aunque en su mente estaba claro. La señorita Arbuthnot había muerto un mes antes de que Margaret Munroe entrara a trabajar en la clínica.

No obstante, el otro dato que había recabado implicaba una desagradable complicación. Fueran cuales fuesen las verdaderas causas de la muerte de Ronald Treeves, ese hecho precipitaría el cierre del seminario. Y cuando el seminario cerrase, cuatro miembros del personal serían muy ricos.

Si bien había supuesto que en Saint Anselm agradecerían su ausencia durante la mayor parte del día, le había avisado al padre Martin que estaría allí para la cena. Tras dos horas de satisfactorios paseos por la ciudad, encontró un restaurante donde ni la comida ni la decoración eran pretenciosas y tomó un almuerzo sencillo. Necesitaba hacer algo más antes de volver al seminario. Consultó la guía telefónica del restaurante y encontró la dirección de la Sole Bay Weekly Gazette. Sus instalaciones, donde se editaba una serie de periódicos y revistas locales, era un edificio bajo de ladrillo muy semejante a un garaje y situado junto a un cruce de carreteras en las afueras de la ciudad. No le resultó muy difícil comprar números atrasados. A Karen Surtees no le había fallado la memoria: en efecto, el ejemplar de la semana anterior a la muerte de la señora Munroe presentaba una fotografía de un novillo adornado con lazos junto a la tumba de su dueño.

Dalgliesh, que había aparcado en el patio delantero, regresó al coche y examinó el periódico. Era el típico semanario provinciano: la atención que prestaba a la vida local y las cuestiones rurales y pueblerinas constituía un refrescante descanso de los previsibles problemas que publicaba la prensa seria nacional. Había noticias sobre torneos de whist y de dardos, ofertas de trabajo, funerales, y reuniones de grupos y asociaciones locales. Destinaban una página entera a retratos de recién casados, que sonreían a la cámara con las cabezas juntas, y varias páginas a fotografías de casas, chalés y bungalós en venta. Cuatro estaban reservadas para la sección de contactos y otros anuncios. Sólo dos artículos recordaban las preocupaciones menos inocentes del resto del mundo. Habían descubierto a siete inmigrantes ilegales en un granero y sospechaban que habían llegado en un barco local. La policía había practicado dos arrestos relacionados con el hallazgo de un alijo de cocaína, lo que inducía a pensar que había un traficante en la zona.

Mientras doblaba el periódico, Dalgliesh se dijo que su pálpito había quedado en nada. Si la Gazette contenía algo que había despertado la memoria de Margaret Munroe, el secreto había muerto con ella.

18

El reverendo Matthew Crampton, archidiácono de Reydon, se dirigía a Saint Anselm por el camino más corto desde su vicaría, situada en Cressingfield, al sur de Ipswich. Tomó la A12 con la agradable sensación de que había dejado en orden todos los asuntos relacionados con la parroquia, su esposa y su despacho. Incluso en su juventud, siempre había salido de casa con la idea -nunca expresada en voz alta- de que quizá no volviera. Aunque no era una preocupación apremiante, siempre estaba allí, con otros temores inconscientes y agazapados, como una serpiente dormida, en el fondo de su mente. A veces le parecía que había pasado toda la vida aguardando su final. Los pequeños ritos diurnos que esto suponía no guardaban relación alguna con una morbosa preocupación por la mortalidad, ni con su fe; eran más bien, como reconocía él, el resultado de la insistencia de su madre en que se pusiera ropa interior limpia todas las mañanas, ya que ése podía ser el día en que lo atropellase un coche y apareciera ante la vista de las enfermeras, los médicos y el enterrador como una triste víctima de la negligencia materna. En su infancia solía imaginar la escena finaclass="underline" él tendido sobre la mesa de autopsias y su madre agradecida, hallando consuelo en el hecho de que al menos había muerto con los calzoncillos limpios.

Había despejado su mente de su primer matrimonio con la misma meticulosidad con que despejaba su escritorio. El silencioso fantasma que se le aparecía en un rincón de la escalera o al otro lado de la ventana de su despacho y la súbita conmoción que lo asaltaba al oír una risa familiar eran sensaciones misericordiosamente débiles, amortiguadas por las tareas de la parroquia, la rutina semanal y su segunda esposa. Había arrumbado su primer matrimonio en una oscura mazmorra de su mente y echado la llave, no sin antes dictar sentencia. Cuando una de sus feligresas, madre de una criatura disléxica y un poco sorda, le había contado que las autoridades locales habían «resolucionado» a su hija, él había entendido que las instituciones habían determinado las necesidades de la niña y tomado las medidas oportunas para satisfacerlas. Del mismo modo, en un contexto muy diferente pero con idéntica autoridad, él había «resolucionado» su matrimonio. Si bien nunca había pronunciado ni puesto por escrito las palabras de esa resolución, era capaz de recitarlas mentalmente como si hablara en tercera persona de una simple conocida y de sí mismo. Esa breve y definitiva liquidación de una vida conyugal estaba escrita en su mente, y siempre la imaginaba en cursivas: