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El archidiácono Crampton se casó con su primera esposa poco después de que lo nombrasen vicario de la parroquia de un barrio pobre de su ciudad. Barbara Hampton era diez años menor que él, hermosa, terca y desequilibrada, detalle que su familia nunca había revelado. En un principio fueron felices. El se consideraba afortunado de ser el marido de una mujer excepcional sin merecerlo. El sentimentalismo de Barbara pasaba por bondad; su cordialidad con los extraños, su belleza y su generosidad le granjearon el afecto de todo el mundo. Durante meses no advirtieron los problemas o no hablaron de ellos. Con el tiempo, los coadjutores y los feligreses comenzaron a presentarse en la vicaría cuando ella estaba ausente para contar embarazosas historias. Los arrebatos de ira, los gritos, los insultos, todos los incidentes que Crampton suponía que sólo se producían en su presencia, se habían extendido al resto de la parroquia. Ella se negó a someterse a terapia, y afirmaba que era él quien estaba loco. Luego comenzó a beber sin medida y de manera sistemática.

Una tarde, cuatro años después de su boda, él tenía que visitara unos enfermos, pero antes pasó a ver a su esposa, que había dicho que estaba cansada y se había acostado. Al abrir la puerta de la habitación, la vio plácidamente dormida y se marchó sin molestarla. Cuando regresó por la noche la encontró muerta. Había tomado una sobredosis de aspirina. La vista dictaminó «muerte por suicidio». El se culpó a sí mismo por haberse casado con una mujer demasiado joven e indigna de vivir con un vicario. Si bien encontró la felicidad en su segundo y más apropiado matrimonio, nunca dejó de lamentar la muerte de su primera mujer.

Ésa era la historia que recitaba mentalmente, aunque cada vez con menor frecuencia. Se había vuelto a casar dieciocho meses después de quedar viudo. Un vicario sin esposa, y sobre todo uno que ha enviudado en circunstancias trágicas, cae víctima inevitablemente de los casamenteros de la parroquia. Tenía la impresión de que a su segunda esposa la habían elegido otros, aunque él había aceptado de buen grado el arreglo.

Hoy debía ocuparse de un asunto que le satisfacía sobremanera, por más que intentara persuadirse de que no era más que una obligación: debía convencer al padre Sebastian Morell de que era preciso cerrar Saint Anselm y buscar pruebas adicionales que convirtieran dicho cierre en algo tan rápido como inevitable. Se dijo (y con absoluta convicción) que Saint Anselm -demasiado oneroso, aislado, privilegiado, elitista y con sólo veinte seminaristas cuidadosamente seleccionados- representaba todo lo que iba mal en la Iglesia anglicana. Congratulándose de su honestidad, admitió que su desprecio por la institución se extendía también al director -¿por qué demonios había que llamarlo «rector»?- y que su antipatía era en gran medida personal, pues iba más allá de cualquier diferencia en cuestiones teológicas o de política eclesiástica. En parte, se trataba de un resentimiento de clase. Se veía a sí mismo como un hombre que había tenido que luchar para ordenarse sacerdote y ascender. En realidad, no había necesitado luchar demasiado: en sus tiempos de universitario le habían allanado el camino con becas bastante generosas, y su madre siempre había consentido a su único hijo. En cambio, Morell, hijo y nieto de obispos, descendía de uno de los grandes príncipes de la Iglesia del siglo xviii. Los Morell siempre habían frecuentado los palacios, y el archidiácono sabía que su adversario tendería sus tentáculos para conseguir el apoyo del gobierno, las universidades y la Iglesia, además de no ceder un ápice en la pugna por conservar su feudo.

¡Y aquella esposa suya con cara de caballo! Sólo Dios sabía por qué se había casado con ella. Lady Veronica vivía en Saint Anselm cuando el archidiácono había visitado el lugar por primera vez, mucho antes de que lo nombrasen miembro del consejo de administración, y se había sentado a su izquierda en la cena. La ocasión no había sido agradable para ninguno de los dos. Bueno, ahora estaba muerta. Al menos se ahorraría el disgusto de oír esa voz estridente y con un acento ofensivamente aristocrático, fruto de siglos de arrogancia e insensibilidad. ¿Qué sabían ella y su marido de la pobreza y sus humillantes privaciones, si nunca se habían visto obligados a convivir con la violencia y los irresolubles problemas de una decadente parroquia de barrio? Morell ni siquiera había sido párroco, salvo durante los dos años que había pasado en un próspero pueblo del interior. El hecho de que un hombre con su capacidad intelectual y su reputación se contentara con el cargo de director de un seminario pequeño y aislado constituía un misterio para el archidiácono, y, según sospechaba, también para otras personas.

Debía de existir una explicación, desde luego, y seguramente había que buscarla en el deplorable testamento de la señorita Arbuthnot. ¿Cómo era posible que sus consejeros legales le hubieran permitido redactarlo en esos términos? Claro que era posible que ella no imaginase que el valor de los cuadros y la plata que había donado a Saint Anselm se incrementaría tanto en el siguiente siglo y medio. Durante los últimos años, el seminario se había financiado con dinero de la Iglesia. Sería moralmente justo que, cuando cerraran el seminario, los bienes pasaran a manos de la Iglesia o de instituciones benéficas. Resultaba inconcebible que la señorita Arbuthnot pretendiera convertir en multimillonarios a los cuatro sacerdotes que casualmente vivieran en Saint Anselm en el momento del cierre. Para colmo, uno de ellos tenía ochenta años y a otro lo habían condenado por abusos a menores. El se ocuparía de que todos los objetos de valor fueran retirados del seminario antes de la clausura oficial. Sebastian Morell no podía oponerse a esta medida sin arriesgarse a que lo acusaran de egoísmo y avaricia. Su turbia campaña para mantener abierto el seminario era, con toda probabilidad, una estratagema para ocultar su interés por los tesoros de Saint Anselm.

Los territorios estaban formalmente delimitados, y el archidiácono marchaba con confianza hacia lo que esperaba que fuese una batalla decisiva.

19

El padre Sebastian sabía que acabaría por enfrentarse al archidiácono antes de que terminase el fin de semana, pero no quería que la discusión se produjese en la iglesia. Estaba preparado para defender su posición -de hecho, deseaba hacerlo-, mas no delante del altar. Sin embargo, cuando el archidiácono manifestó su deseo de ver la obra de Rogier van der Weyden, el padre Sebastian no tenía excusa para no acompañarlo y, consciente de que limitarse a entregarle las llaves supondría una descortesía, se consoló pensando que quizá la visita fuera breve. Al fin y al cabo, ¿de qué podía quejarse el archidiácono en la iglesia, aparte del olor a incienso? Tomó la decisión de mantener la calma y, en la medida de lo posible, hablar sólo de trivialidades. Cabía esperar que dos sacerdotes fuesen capaces de conversar sin hostilidad en una iglesia.

Recorrieron el claustro norte y llegaron a la puerta de la sacristía sin decir una palabra. Ninguno de los dos soltó prenda hasta que el padre Sebastian hubo encendido las luces que iluminaban el retablo. Se situaron lado a lado y contemplaron la obra en silencio.

El padre Sebastian nunca había encontrado las palabras apropiadas para describir el efecto que producía esa súbita revelación de una imagen, y tampoco se esforzó por buscarlas ahora. Transcurrió medio minuto antes de que el archidiácono hablara. Su voz sonó extraordinariamente alta en la quietud del templo.