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– No debería estar aquí, desde luego. ¿Nunca ha pensado seriamente en trasladarlo?

– ¿Adónde, archidiácono? La señorita Arbuthnot lo donó al seminario con el deseo expreso de que se pusiera sobre el altar.

– Es un sitio poco seguro para un objeto de tanto valor. ¿Cuánto cree que vale? ¿Cinco millones? ¿Ocho? ¿Diez?

– No tengo idea. En cuanto a su seguridad, le diré que lleva aquí más de cien años. ¿Adónde propone que lo llevemos?

– A un lugar más seguro y donde lo admire más gente. Lo más sensato, y he discutido esta posibilidad con el obispo, sería venderlo a un museo para que lo expusieran ante el público. La Iglesia, o de hecho cualquier institución benéfica, sacaría buen provecho del dinero. Lo mismo puede decirse de los dos cálices más valiosos. No es apropiado conservar unos objetos de tanto valor con el único fin de que los disfruten veinte seminaristas.

El padre Sebastian estuvo tentado de citar un versículo de los evangelios -«Pues este perfume podría haberse vendido a mucho precio y habérselo dado a los pobres»-, pero se contuvo. Sin embargo, no logró reprimir un dejo de ira en su voz:

– El retablo pertenece a este seminario. No se venderá ni se moverá de aquí mientras yo sea rector. Los cálices de plata continuarán guardándose en la caja de seguridad del presbiterio y cumpliendo su función original.

– ¿Aunque su presencia obligue a impedir la entrada de los seminaristas en la iglesia?

– No está cerrada para ellos. Sólo tienen que pedir las llaves.

– La necesidad de rezar es demasiado espontánea para que uno tenga que acordarse de pedir unas llaves.

– Por eso disponemos de un oratorio.

El archidiácono dio media vuelta y el padre Sebastian apagó las luces.

– En cualquier caso -dijo Crampton-, cuando se cierre el seminario, habrá que retirar el retablo. No sé qué piensa hacer la diócesis con este sitio… Me refiero a la iglesia. Está demasiado alejada del mundo para volver a ser una parroquia, incluso como parte de un ministerio múltiple. ¿De dónde sacarían a los feligreses? Es improbable que quienquiera que compre la casa desee una capilla privada, pero nunca se sabe. Me cuesta imaginar que exista un posible comprador. Es un sitio aislado, de difícil acceso y sin comunicación directa con la playa. No resultaría apropiado para un hotel ni para una clínica de reposo. Además, debido a la erosión de la costa, ni siquiera es seguro que continúe en pie dentro de veinte años.

El padre Sebastian guardó silencio hasta que se sintió capaz de responder con serenidad.

– Habla como si ya hubieran tomado la decisión de cerrar Saint Anselm, archidiácono. Doy por sentado que me consultarán antes, habida cuenta de que soy el rector. Y de momento nadie me ha comunicado nada al respecto, ni verbalmente ni por escrito.

– Por supuesto que le consultarán. Se seguirán todos los tediosos y necesarios pasos del proceso. A pesar de todo, el final es inevitable, como usted bien sabe. La Iglesia anglicana está centralizando y racionalizando sus enseñanzas teológicas. Hace tiempo que se necesita una reforma. Saint Anselm es demasiado pequeño, remoto, caro y elitista.

– ¿Elitista, archidiácono?

– He empleado esa palabra a propósito. ¿Cuándo fue la última vez que aceptaron un estudiante procedente de una escuela pública?

– Stephen Morby se educó en escuelas públicas. Y es tal vez nuestro alumno más inteligente.

– El primero, supongo. Y sin duda llegó a través de la Universidad de Oxford y con las notas más altas. ¿Y cuándo aceptarán a una mujer como alumna, o a una mujer sacerdote en la plantilla?

– Ninguna ha presentado una solicitud de acceso.

– Desde luego. Las mujeres saben reconocer dónde no las quieren.

– Creo que la historia reciente desmiente esa afirmación, archidiácono. No tenemos prejuicios. La Iglesia, o más bien el sínodo, ha tomado su decisión. Pero este sitio es demasiado pequeño para recibir a alumnas mujeres. Hasta los seminarios más grandes lidian con ese problema. Los que sufren son los seminaristas. No presidiré una institución donde algunos miembros se nieguen a recibir el sacramento de manos de otros.

– Y el elitismo no es el único problema de este seminario. La Iglesia morirá a menos que se adapte a las necesidades del siglo xxi. La vida que sus jóvenes seminaristas llevan aquí es absurdamente privilegiada, muy diferente de la de los hombres y mujeres a quienes deberán servir. El estudio del griego y el hebreo tiene su sitio, no lo niego, pero también conviene investigar lo que pueden ofrecernos las nuevas disciplinas. ¿Qué formación se imparte aquí en los campos de la sociología, las relaciones interraciales y la cooperación entre distintos cultos?

El padre Sebastian consiguió mantener firme su voz al replicar:

– La formación que impartimos aquí está entre las mejores del país. Los informes de la inspección dejan muy claro ese punto. Y es absurdo que afirme que nuestros alumnos no tienen contacto con el mundo real o que no los estamos preparando para servir a ese mundo. Varios sacerdotes ordenados en Saint Anselm trabajaron en las zonas más deprimidas del país y del extranjero. ¿Qué me dice del padre Donovan, que falleció de fiebre tifoidea en el East End porque se negaba a abandonar a sus feligreses? ¿O del padre Bruce, que murió como un mártir en África? Y hay muchos más. Saint Anselm ha educado a dos de los obispos más distinguidos de este siglo.

– Eran obispos de su época, no de la nuestra. Está hablando del pasado. A mí me preocupan las necesidades del presente. No atraeremos gente a nuestra fe con convenciones obsoletas, una liturgia arcaica y una Iglesia con una imagen pretenciosa, aburrida, burguesa e incluso racista. Saint Anselm ha quedado desfasado en esta nueva era.

– ¿Qué es lo que quiere? -preguntó el padre Sebastian-. ¿Una Iglesia sin enigmas, sin la erudición, la tolerancia y la dignidad que eran las virtudes características del anglicanismo? ¿Una Iglesia sin humildad ante el inefable misterio y el amor de Dios Todopoderoso? ¿Oficios con himnos banales, una liturgia modificada y una Eucaristía celebrada como una fiesta pagana? ¿Una Iglesia para la Gran Bretaña moderna? Pues yo no celebro esa clase de oficios en Saint Anselm. Lo lamento, reconozco que hay diferencias legítimas en nuestros puntos de vista sobre el sacerdocio. No lo tome como una ofensa personal.

– Pues yo creo que es una ofensa personal -replicó el archidiácono-. Permítame que le hable con franqueza, Morell.

– Ya lo ha hecho. ¿Y le parece que éste es el sitio más adecuado para ello?

– Pronto cerrarán Saint Anselm. Aunque no dudo que haya prestado un buen servicio en el pasado, en el presente resulta innecesario. La enseñanza es buena, pero ¿acaso le parece mejor que la de Chichester, Salisbury o Lincoln? Ellos aceptaron su fin.

– Nadie cerrará Saint Anselm, al menos mientras yo viva. Tengo influencias.

– Ah, ya lo sabemos. Precisamente me quejaba de eso: del poder de las influencias, de quien conoce a la gente adecuada, se mueve en los círculos adecuados y sabe decir lo más conveniente a los oídos apropiados. Esa visión de Inglaterra es tan obsoleta como Saint Anselm. El mundo de lady Veronica ha muerto.

Ahora, la ira apenas controlada del padre Sebastian halló una temblorosa salida. Era casi incapaz de hablar, y no obstante sus palabras, distorsionadas por el odio, prorrumpieron por fin en una voz que le costó reconocer:

– ¡Cómo se atreve! ¡Cómo se atreve a nombrar a mi esposa!

Se fulminaron con la mirada, como boxeadores. El archidiácono fue el primero en serenarse.

– Lo siento, he sido impulsivo y cruel. Me he expresado de forma inapropiada en el sitio menos indicado. ¿Nos vamos?

Se disponía a tenderle la mano, pero cambió de idea. Caminaron en silencio junto a la pared norte hasta la puerta de la sacristía. El padre Sebastian se detuvo de repente.