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– ¿Y qué hacía allí?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? Rascarle el lomo a los cerdos, supongo. De hecho, me pareció que estaba deprimido; por un instante, pensé que lloraba. No creo que me viera. Pasó junto a mí como una exhalación.

– ¿Se lo contaste a la policía?

– No, no se lo dije a nadie. Lo único que me preguntó la policía, y en mi opinión con una sorprendente falta de tacto, fue si creía que Ronald tenía motivos para suicidarse. El hecho de que la noche anterior saliera de la pocilga en un estado de aparente angustia no justificaba que luego metiese la cabeza bajo una tonelada de arena. Pasó muy cerca de mí, casi rozándome, pero estaba oscuro. Quizá todo fuera producto de mi imaginación. Supongo que Eric tampoco aseguró nada; de lo contrario, lo habrían mencionado en la vista. De todas maneras, el señor Gregory lo vio más tarde, durante la clase de griego, y dijo que estaba bien.

– Pero es muy raro, ¿no? -señaló Stephen.

– A posteriori, me parece más raro que entonces. No logro quitármelo de la cabeza. Y es como si Ronald aún rondara por aquí, ¿no? A veces parece que estuviese más presente y que fuera más real que cuando estaba vivo.

Se quedaron en silencio. Emma no había abierto la boca. Contempló a Henry y deseó, como tantas otras veces, entender su carácter. Recordó una conversación que había mantenido con Raphael poco después de la llegada de Henry.

– Henry me desconcierta, ¿a ti no?

– A mí me desconcertáis todos -había respondido ella.

– Eso es bueno. No queremos ser transparentes. Además, tú también nos desconciertas a nosotros. Pero Henry… ¿qué hace aquí?

– Lo mismo que tú, supongo.

– Si yo ganara medio millón al año, con la perspectiva de recibir un premio de un millón por buena conducta todas las Navidades, dudo que quisiera cambiarlo por diecisiete mil al año, con suerte, y una vicaría que difícilmente valdrá la pena. Las han vendido todas a las familias de yuppies amantes de la arquitectura victoriana. Lo único que conseguiremos será una horrible casita adosada con espacio para aparcar un Ford Fiesta de segunda mano. ¿Recuerdas aquel incómodo pasaje del evangelio de san Lucas donde se habla de un joven rico que se marcha afligido por sus grandes posesiones? Pues yo me veo reflejado en él. Por suerte, soy un pobre bastardo. ¿Crees que Dios evita enviarnos tentaciones cuando sabe perfectamente que carecemos de la fuerza necesaria para resistirnos a ellas?

– La historia del siglo xx no confirma esa hipótesis -había respondido Emma.

– Tal vez le plantee la cuestión al padre Sebastian. Le sugeriré que prepare un sermón sobre el tema. Aunque, pensándolo mejor, no es buena idea.

La voz de Raphael devolvió a Emma al presente.

– Ronald era un poco pelmazo en tus clases, ¿no? Esa manía de prepararse con diligencia para formular preguntas inteligentes, y sus meticulosos apuntes… Sin duda buscaba citas útiles para sus futuros sermones. No hay nada como unos versos para poner a los mediocres a la altura de los memorables, sobre todo si los feligreses no caen en la cuenta de que estás citando a alguien.

– A veces me preguntaba por qué asistía a mis clases -admitió Emma-. Los seminarios son voluntarios, ¿no?

Raphael soltó una risa ronca, entre burlona y alegre, que la irritó.

– Sí, querida, del todo. Pero aquí la palabra «voluntario» no significa lo mismo que en el resto del mundo. Digamos que algunas conductas se consideran más aceptables que otras.

– Oh, vaya. Y yo que pensé que veníais porque os gustaba la poesía.

– Y nos gusta -afirmó Stephen-. El problema es que sólo somos veinte. Eso significa que estamos siempre vigilados. A los sacerdotes no les queda alternativa; es una cuestión de números. Por eso la Iglesia piensa que en los seminarios debería haber unos sesenta alumnos… Y tienen razón. El archidiácono no se equivoca cuando dice que nuestro grupo es demasiado pequeño.

– ¡Ah, el archidiácono! -espetó Raphael con disgusto-. ¿Es preciso que hablemos de él?

– De acuerdo, dejémoslo correr. Es un bicho raro, ¿no? En teoría, la Iglesia anglicana está compuesta por cuatro confesiones diferentes, pero ¿en cuál encaja él? Dice que debemos cambiar para adaptarnos al nuevo siglo, y él no es precisamente un representante de la teología liberal ni se ha pronunciado siquiera sobre los temas del divorcio y el aborto.

– Es un fósil Victoriano -agregó Henry-. Cuando está aquí me siento como en una novela de Trollope, aunque con los papeles invertidos. El padre Sebastian debería ser el archidiácono Grantly, y Crampton, Slope.

– No -repuso Stephen-. Slope era un hipócrita. Al menos el archidiácono es sincero.

– Claro que es sincero -señaló Raphael-. Igual que Hitler y Gengis Kan. Todos los tiranos son sinceros.

– No es un tirano en su parroquia -protestó con suavidad Stephen-. Es más, a mí me pareció un buen párroco. No olvides que pasé una semana allí durante la Pascua del año pasado. A la gente le cae bien. Hasta le gustan sus sermones. Uno de los coadjutores dijo: «Sabe cuáles son sus creencias y nos las transmite sin rodeos. No hay una sola persona necesitada de esta parroquia que no tenga algo que agradecerle.» Nosotros vemos su peor faceta; cuando está aquí, se comporta como una persona diferente.

– Acosó a otro sacerdote hasta conseguir que lo metieran en la cárcel -le recordó Raphael-. ¿Es eso caridad cristiana? Y odia al padre Sebastian, lo que constituye una buena muestra de amor fraternal. También detesta este sitio y todo lo que representa. Está haciendo todo lo posible para que cierren Saint Anselm.

– Y el padre Sebastian está haciendo lo posible para mantenerlo abierto -agregó Henry-. Sé por quién debo apostar.

– Yo no estoy seguro. La muerte de Ronald no nos ha favorecido.

– La Iglesia no va a cerrar un seminario porque muera uno de los seminaristas. De todas maneras, el archidiácono se marchará mañana después del desayuno. Por lo visto, lo necesitan en su parroquia. Sólo tendremos que compartir dos comidas más con él. Más vale que te portes bien, Raphael.

– Ya me lo advirtió el padre Sebastian. Procuraré demostrar un sorprendente dominio de mí mismo.

– Y si no lo consigues, ¿le pedirás disculpas al archidiácono por la mañana, antes de que se marche?

– Ah, no -respondió Raphael-. Tengo la sensación de que nadie le pedirá disculpas por la mañana.

Diez minutos después, los seminaristas se marcharon a tomar el té a la sala de los estudiantes.

– Parece cansada, señorita -comentó la señora Pilbeam-. Quédese a tomar una taza de té conmigo, si quiere. Estará más tranquila aquí.

– Lo haré encantada, señora P, gracias.

La señora Pilbeam colocó una mesa pequeña junto a Emma y le sirvió un tazón de té y un bollo con mantequilla y mermelada. Qué agradable era disfrutar de un rato de paz en compañía de otra mujer, pensó la joven, oír los crujidos de la silla de mimbre cuando la señora Pilbeam se sentaba, oler los templados bollos con mantequilla y contemplar las llamas azules de la estufa.

Ojalá no hubiera dicho nada sobre Ronald Treeves. No era consciente de hasta qué punto esa muerte, todavía misteriosa, se cernía como una sombra sobre el seminario. Y no sólo esa muerte. La señora Munroe había fallecido por causas naturales, pacíficamente, quizá con ganas de dejar este mundo, y sin embargo su pérdida representaba una carga más en una pequeña comunidad donde los estragos de la muerte jamás pasaban inadvertidos. Henry estaba en lo cierto: uno siempre se sentía culpable. Ahora deseaba haberse mostrado más amable y paciente con Ronald. La imagen del joven saliendo con paso tambaleante del jardín de Surtees era como un abrojo difícil de arrancar de su mente.

Y también estaba el archidiácono. La antipatía que Raphael le había tomado estaba convirtiéndose en una obsesión. Era algo más que antipatía. Su voz había reflejado odio, una emoción que ella no esperaba encontrar en Saint Anselm. Se percató de lo importantes que habían llegado a ser para ella estas visitas al seminario. Unas palabras del devocionario anglicano acudieron a su memoria: «Aquella paz que el mundo no puede proporcionar.» No obstante, la paz se había turbado ante la imagen de un joven boqueando en su intento por respirar aire puro y hallando sólo una arena asesina. Saint Anselm formaba parte del mundo. Aunque los estudiantes fuesen seminaristas, y sus profesores sacerdotes, todos seguían siendo hombres. El seminario se alzaba en desafiante y simbólico aislamiento entre el mar y hectáreas enteras de tierras sin cultivar, pero la vida entre sus paredes era intensa, estrechamente vigilada, asfixiante. ¿Cómo no iba a florecer todo tipo de emociones en esa atmósfera propia de un invernadero?