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El padre Sebastian se acercó y me posó una mano en el hombro.

– Ha sido muy valiente, Margaret, gracias. Ahora vaya con el señor Gregory. Yo pasaré a verla más tarde. El padre Martin y yo nos quedaremos aquí con Ronald.

Era la primera vez que mencionaba el nombre del joven muerto.

En el coche, el señor Gregory condujo en silencio durante unos minutos y luego comentó:

– Es una muerte extraña. Me pregunto qué conclusiones sacará el forense. O la policía, desde luego.

– Sin duda fue un accidente -dije yo.

– Curioso accidente, ¿no cree? -Aguardó a que respondiera y, ante mi silencio, añadió-: Naturalmente, éste no es el primer cadáver que ve usted. Ya estará familiarizada con la muerte.

– Soy enfermera, señor Gregory.

Me vino a la mente el primer cadáver que había visto años atrás, cuando era una estudiante de enfermería de dieciocho años; el primero que había amortajado. En aquellos tiempos la profesión era diferente. Nosotras mismas preparábamos a los muertos, y lo hacíamos con gran reverencia y en silencio detrás de un biombo. Mi primera jefa, una monja, solía reunirse con nosotros para rezar una oración antes de empezar. Nos decía que ése era el último servicio que ofreceríamos a nuestros pacientes. Pero yo no tenía ganas de contarle esas cosas al señor Gregory.

– La visión de un cuerpo muerto, de cualquier cuerpo, es un reconfortante recordatorio de que, aunque vivamos como hombres, morimos como animales -aseveró-. Para mí, personalmente, eso es un alivio. No consigo imaginar un suplicio más grande que la vida eterna.

Seguí callada. No es que el señor Gregory no me caiga bien; de hecho, apenas tengo trato con él. Ruby Pilbeam le limpia la casa una vez a la semana y le lava la ropa. Es un acuerdo privado. Sin embargo, él y yo nunca habíamos conversado mucho, y yo no estaba de humor para charlas.

El coche torció hacia el oeste entre las torres gemelas y entró en el patio. Mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad y me ayudaba con el mío, el señor Gregory dijo:

– La acompañaré a la casa de la señora Pilbeam. Aunque es probable que no esté allí. En tal caso, será mejor que venga a la mía. Lo que los dos necesitamos es una copa.

Pero la señora Pilbeam estaba en casa, y me alegré de ello después de todo. El señor Gregory expuso de manera concisa los hechos y añadió:

– El padre Sebastian y el padre Martin se han quedado con el cuerpo, y la policía llegará muy pronto. Por favor, no comente esto con nadie hasta que vuelva el padre Sebastian. Él informará a todo el seminario.

Cuando él se hubo marchado, Ruby preparó un té fuerte, caliente y reconfortante. Revoloteaba alrededor de mí, aunque no recuerdo sus palabras ni sus gestos. No le conté gran cosa, pero ella tampoco lo esperaba. Me trataba como si estuviese enferma: me indicó que me sentara en uno de los sillones que están frente a la chimenea, encendió dos barras de la estufa eléctrica por si me había enfriado a causa de la conmoción y por último echó las cortinas para que disfrutara de lo que describió como un «agradable y largo descanso».

Supongo que transcurrió una hora antes de que llegase la policía: un joven sargento con acento galés. Era un hombre amable y paciente, y yo respondí a sus preguntas con serenidad. Al fin y al cabo, no había mucho que decir. Me preguntó si conocía bien a Ronald, cuándo lo había visto por última vez y si recientemente parecía deprimido. Le dije que lo había visto la tarde anterior, caminando hacia la casa del señor Gregory, probablemente para recibir su clase de griego. El trimestre acababa de empezar, y no nos habíamos encontrado antes. Me dio la impresión de que el sargento de policía -creo que se llamaba Jones o Evans; un apellido galés- se arrepintió de haber preguntado si Ronald estaba deprimido. De todas maneras dijo que todo parecía bastante claro, le hizo algunas preguntas a Ruby y se marchó.

El padre Sebastian comunicó la noticia a toda la facultad poco antes de las cinco, cuando se reunieron para cantar las vísperas. La mayoría de los seminaristas ya había adivinado que se había producido una tragedia; los coches de policía y el de la funeraria no aparecieron discretamente. No sé qué dijo el padre Sebastian, pues no fui a la biblioteca. Lo único que deseaba en esos momentos era estar sola. Sin embargo, más tarde, Raphael Arbuthnot, el delegado de los alumnos, me trajo una pequeña maceta con violetas africanas en nombre de todos los seminaristas. Uno de ellos debió de ir en coche a Pakefield o Lowestoft para comprarlas. Cuando me las dio, Raphael se inclinó y me besó en la mejilla.

«Lo lamento mucho, Margaret», dijo.

Era una frase típica en tales circunstancias, pero no sonó como un cliché. Más bien parecía una disculpa.

Dos noches después comenzaron las pesadillas. Jamás había tenido pesadillas, ni siquiera tras mis primeros contactos con la muerte como estudiante de enfermería. Los sueños son horribles, y ahora me quedo sentada frente al televisor hasta bien entrada la noche, temiendo el momento en que me venza el cansancio. Siempre sueño lo mismo. Ronald Treeves está de pie junto a la cama, desnudo y con el cuerpo recubierto de arena húmeda. La arena le cubre también el pelo rubio y la cara. Sólo sus ojos, libres de ella, me miran con reproche, como preguntándome por qué no hice algo para salvarlo. Sé que no podría haber hecho nada. Sé que había muerto mucho antes de que yo encontrase el cuerpo. Sin embargo, sigue apareciendo ante mí noche tras noche, con esa mirada rencorosa y acusadora y la arena húmeda que cae a terrones de su vulgar y regordeta cara.

Quizás ahora que he escrito esto me deje en paz. Aunque no me considero una mujer fantasiosa, hay algo extraño en su muerte, algo que debería recordar pero que yace enterrado en el fondo de mi mente, mortificándome. Intuyo que la muerte de Ronald Treeves no fue un final, sino un principio.

2

Dalgliesh recibió la llamada a las diez y cuarenta de la mañana, poco después de regresar a su despacho de una reunión con la Junta de Relaciones con la Comunidad. Se había alargado más de lo previsto -como ocurría siempre con esas reuniones- y faltaban sólo cincuenta minutos para su cita con el director general en las oficinas del ministro del Interior en la Cámara de los Comunes. Tiempo suficiente, pensó, para tomar un café y hacer un par de llamadas importantes. Sin embargo, no había llegado aún a su escritorio cuando la secretaria asomó la cabeza a la puerta del despacho.

«El señor Harkness le agradecería que pasara a verlo antes de marcharse. Sir Alred Treeves está con él.»

¿Y qué? Sir Alred quería algo, desde luego, como todos los que venían a ver a los altos cargos de Scotland Yard. Y sir Alred invariablemente conseguía lo que quería. Uno no llega a director de una de las multinacionales más prósperas sin saber controlar de modo intuitivo los delicados hilos del poder, tanto en las cuestiones pequeñas como en las grandes. Dalgliesh conocía su reputación; era prácticamente imposible ignorarla viviendo en el siglo xxi. Tenía fama de ser un jefe justo, incluso generoso, de un personal con éxito; un desprendido patrocinador de organizaciones benéficas; un respetado coleccionista de arte europeo del siglo xx. Para un cínico, todo eso podría significar que sir Alred era un implacable enemigo de los fracasados, un bien publicitado defensor de las causas de moda y un inversor con olfato para los beneficios a largo plazo. Hasta su fama de grosero era ambigua. Puesto que su descortesía era indiscriminada y la dirigía contra débiles y poderosos por igual, no había hecho más que forjarle una imagen de honrosa imparcialidad.

Dalgliesh tomó el ascensor hacia la séptima planta sin esperanzas de pasar un buen rato, pero con considerable curiosidad. Al menos la reunión sería breve; a las once y cuarto debía salir para recorrer aquel conveniente kilómetro que lo separaba del Ministerio del Interior. En el orden de prioridades, el ministro del Interior tenía precedencia incluso sobre sir Alred Treeves.