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¿Y qué pensar de Raphael, criado sin madre en este mundo restringido del que sólo había conseguido escapar para llevar una vida igual de rígida en una escuela privada donde tampoco había mujeres? ¿De verdad seguía su vocación, o estaba pagando una antigua deuda del único modo que conocía? Por primera vez, Emma se sorprendió a sí misma criticando en su fuero interno a los sacerdotes. Sin duda les pasó por la cabeza que a Raphael le convenía educarse en otra clase de institución. Siempre había creído que los padres Sebastian y Martin poseían una sabiduría y una bondad apenas comprensibles para alguien como ella, que encontraba en la religión organizada una estructura para la lucha moral más que la fuente de las verdades reveladas. Una vez más la asaltó el mismo pensamiento incómodo: los sacerdotes no eran más que hombres.

El viento comenzaba a arreciar. Ahora lo oía como un suave e irregular rumor, apenas distinguible del rugido del mar.

– Se avecinan vientos fuertes -señaló la señora Pilbeam-, pero los peores llegarán por la mañana. A pesar de todo, pasaremos una noche bastante desapacible.

Bebieron el té en silencio, hasta que la señora Pilbeam dijo:

– Son buenos chicos, ¿sabe? Todos ellos.

– Sí -contestó Emma-, ya lo sé. -Y tuvo la impresión de que era ella quien estaba consolando a la otra mujer.

21

Al padre Sebastian no le gustaba merendar. Nunca comía pasteles y pensaba que los bollos y los bocadillos servían únicamente para estropear la cena. Se sentía obligado a presentarse en el comedor a las cuatro en punto cuando había invitados, y sólo permanecía allí el tiempo necesario para tomar un par de tazas de Earl Grey con limón y brindar la bienvenida a los recién llegados. Este sábado había dejado los saludos a cargo del padre Martin, pero a las cuatro y diez decidió que sería una muestra de cortesía hacer acto de presencia. Sin embargo, cuando iba por la mitad de la escalera, se topó con el archidiácono, que subía a toda prisa.

– Morell, necesito hablar con usted. En su despacho, por favor.

¿Y ahora qué?, se preguntó el padre Sebastian con desazón mientras seguía al archidiácono. Crampton subió los escalones de dos en dos y, una vez en la puerta, se precipitó al interior de manera poco ceremoniosa. El padre Sebastian, más tranquilo, lo invitó a sentarse en uno de los sillones situados junto a la chimenea, pero el archidiácono no le hizo caso y los dos permanecieron de pie, cara a cara, tan cerca que el padre Sebastian alcanzaba a oler el acre aliento de Crampton. No le quedó más remedio que sostener la mirada de los brillantes ojos, y de inmediato reparó con disgusto en todos los detalles de la cara de Crampton: los dos pelos negros que asomaban por la fosa nasal izquierda, las furiosas manchas rojas encima de los pómulos y una miga de lo que parecía un bollo con mantequilla en la comisura de la boca. No despegó la vista del archidiácono hasta que éste recuperó la compostura.

Cuando habló, estaba más sereno, si bien su voz reflejaba una amenaza inconfundible:

– ¿Qué hace aquí ese policía? ¿Quién lo invitó?

– ¿El comisario Dalgliesh? Creí que ya le había explicado…

– No me refiero a Dalgliesh sino a Yarwood. Roger Yarwood.

– El señor Yarwood es un invitado, como usted -respondió el padre Sebastian con calma-. Es detective inspector de la policía de Suffolk y se ha tomado una semana de excedencia.

– ¿Ha sido idea suya traerlo aquí?

– Es uno de nuestros visitantes habituales, y muy apreciado por cierto. En estos momentos está de baja por enfermedad. Nos escribió preguntando si podía pasar una semana aquí. Nos cae bien y nos alegra recibirlo.

– Yarwood estuvo a cargo de la investigación de la muerte de mi esposa. ¿No lo sabía?

– ¿Cómo iba a saberlo, archidiácono? ¿Cómo iba a saberlo cualquiera de nosotros? El no hablaría de un asunto así. Viene aquí para alejarse de su trabajo. Veo que le ha afectado mucho encontrarse con él, y lo lamento. Es obvio que su presencia le trae recuerdos tristes. Sin embargo, es una coincidencia, nada más. Estas cosas ocurren todos los días. Según creo, trasladaron al inspector Yarwood a Suffolk desde la Policía Metropolitana hace cinco años, poco después de la muerte de su esposa, calculo.

El padre Sebastian eludió la palabra «suicidio», pero ésta flotaba en el aire. Como era inevitable, en los círculos eclesiásticos todos conocían la tragedia de la primera esposa del archidiácono.

– Deberá marcharse, desde luego -exigió el archidiácono-. No estoy dispuesto a sentarme a la mesa con él.

El padre Sebastian se debatía entre una compasión sincera, aunque no lo bastante fuerte para angustiarlo, y un sentimiento más personal.

– Y yo no estoy dispuesto a pedirle que se vaya -replicó-. Como ya le he dicho, es un huésped. No sé qué clase de recuerdos despierta en usted, pero estoy seguro de que dos hombres adultos son capaces de compartir la mesa sin que eso provoque la ira de uno de ellos.

– ¿Ira?

– Me parece el término más apropiado. ¿Por qué está tan furioso, archidiácono? Yarwood hacía su trabajo. No fue un asunto personal.

– Él lo convirtió en personal desde el mismo momento en que pisó la vicaría. Ese hombre prácticamente me acusó de asesinato. Iba a verme todos los días, incluso cuando yo estaba más triste y vulnerable, y me asediaba a preguntas: quería conocer los detalles más nimios de mi matrimonio, cosas íntimas que no eran de su incumbencia. Después de la vista y el veredicto, me quejé a la policía. Habría ido al Departamento de Reclamaciones Policiales, pero no esperaba que me tomaran en serio y en esos momentos lo único que quería era dejar atrás lo sucedido. Pese a todo, la Policía Metropolitana llevó a cabo una investigación y admitió que Yarwood se había excedido en su celo profesional.

– ¿Excedido? -El padre Sebastian recurrió a una frase manida-: Supongo que pensaba que cumplía con su deber.

– ¿Su deber? ¡Aquello no tuvo nada que ver con su deber! Lo que creyó es que descubriría algo turbio y se convertiría en una celebridad. Habría sido un golpe maestro para él, ¿no? Vicario acusado de asesinar a su esposa. ¿Tiene idea del daño que podría acarrear semejante alegación a la diócesis y la parroquia? Me atormentaba, y disfrutaba con ello.

Al padre Sebastian le costaba conciliar estas acusaciones con el Yarwood que conocía. Era consciente de sus sentimientos encontrados: la compasión por el archidiácono, el deseo de no preocupar innecesariamente a un hombre que aún parecía estar psíquica y físicamente débil y la necesidad de sobrellevar el fin de semana sin buscarse más problemas con Crampton. Todas estas preocupaciones se sumarían de manera ridícula e incongruente a la hora de decidir dónde sentar a cada comensal para la cena. Prefería no poner juntos a dos funcionarios de la policía; sin duda no les apetecería entablar una charla profesional, y él tampoco quería que la mantuvieran en torno a su mesa. (Para el padre Sebastian, el comedor de Saint Anselm era «su» comedor, y la mesa era «su» mesa.) Por razones obvias, tampoco convenía situar a Raphael y al padre John al lado o enfrente del archidiácono. Clive Stannard era un pesado, y no podía endosárselo a Dalgliesh ni a Crampton. Habría deseado que su mujer estuviese allí. Nada de esto habría sucedido si Veronica siguiera viva. Sintió una punzada de rencor hacia ella por haberlo dejado en el momento menos oportuno.