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Sonó un golpe a la puerta.

– Adelante -dijo, contento con la interrupción.

Y entró Raphael. El archidiácono le dirigió una breve mirada y se volvió hacia el padre Sebastian.

– Resolverá el problema, ¿verdad, Morell? -Y se marchó.

Aunque se alegraba de que el joven hubiese truncado su conversación con Crampton, el padre Sebastian no estaba de humor para gentilezas.

– ¿Qué pasa, Raphael? -preguntó con brusquedad.

– Se trata del inspector Yarwood, padre. No quiere cenar en el comedor. Ha preguntado si es posible que le lleven algo a su habitación.

– ¿Está enfermo?

– No tiene muy buen aspecto, pero no ha dicho que se encontrase mal. Ha visto al archidiácono a la hora del té, y creo que no quiere encontrarse de nuevo con él. No ha probado bocado, así que lo he seguido a su habitación para preguntarle si le ocurría algo.

– ¿Y te ha explicado por qué estaba disgustado?

– Sí, padre.

– No tenía derecho a hacerte confidencias. Ni a ti ni a nadie. Ha sido un acto poco profesional e imprudente, y tú deberías haberlo detenido.

– No me ha contado gran cosa, padre, aunque lo que ha dicho es muy interesante.

– Sea lo que fuere, no debes repetirlo. Ve a ver a la señora Pilbeam y pídele que le lleve la cena a su habitación. Sopa y ensalada, o algo por el estilo.

– Creo que es lo único que quiere, padre. Ha dicho que agradecería que no lo molestasen.

El padre Sebastian se preguntó si debía hablar con Yarwood, pero decidió no hacerlo. Quizá lo que deseaba -que lo dejaran solo- fuese lo mejor. El archidiácono se marcharía a la mañana siguiente, después de un desayuno temprano, ya que quería celebrar la Eucaristía de las diez y media en su parroquia. Había insinuado que en la congregación habría una persona importante. Con un poco de suerte, los dos hombres no volverían a verse.

Con paso cansino, el rector bajó la escalera y se dirigió a la sala de estudiantes para tomar un par de tazas de té.

22

El comedor daba al sur y, por lo que a sus dimensiones y estilo se refiere, era casi una réplica de la biblioteca: tenía el techo abovedado y el mismo número de ventanas altas y estrechas, aunque los cristales de éstas no eran coloridas vidrieras figurativas sino delicadas planchas de color verde pálido decoradas con uvas y sarmientos. Tres grandes cuadros prerrafaelistas, donados por la fundadora del seminario, alegraban las paredes entre ventana y ventana. En uno de ellos, pintado por Dante Gabriel Rosetti, una joven de llameante cabello rojo sentada junto a una ventana leía un libro que, con un poco de imaginación, podía pasar por un devocionario. El segundo era decididamente seglar: un Edward Burne-Jones de tres jóvenes morenas que bailaban bajo un naranjo, entre remolinos de seda dorada. En el tercero y más grande, obra de William Holman Hunt, un sacerdote bautizaba a un grupo de antiguos bretones junto a una capilla de adobe. Si bien no eran cuadros que Emma hubiera deseado para sí, le constaba que formaban parte del valioso legado de Saint Anselm. Saltaba a la vista que se había diseñado esa estancia como comedor familiar, aunque a ella le parecía más ostentosa que práctica o íntima. Hasta la familia numerosa victoriana se habría sentido aislada e incómoda ante este monumento a la opulencia paterna. Era evidente que las autoridades de Saint Anselm no se habían esforzado mucho en adaptar el comedor para su uso institucional. La ovalada mesa de roble tallado aún estaba en el centro de la estancia, aunque la habían alargado añadiendo en su parte media unos dos metros de madera sin barnizar. Las sillas, incluido el sillón colonial con brazos profusamente labrados, eran a todas luces los originales, y sin embargo la comida no se servía a través de la tradicional ventanilla que comunicaba con la cocina, sino sobre un largo aparador cubierto con un mantel blanco.

La señora Pilbeam atendía la mesa con la ayuda de dos seminaristas elegidos por turnos. Ella y su marido comían lo mismo que los demás, pero en la salita de la señora Pilbeam. En su primera visita, Emma se había sorprendido de lo bien que funcionaba ese excéntrico sistema. La señora Pilbeam parecía intuir el momento exacto en que terminaban cada plato y regresaba al comedor a tiempo para el siguiente. No necesitaban tocar una campanilla, y los dos primeros platos se ingerían en silencio mientras uno de los estudiantes leía en voz alta desde un atril situado a la izquierda de la puerta. Esta tarea también se asignaba por turnos.

La elección del tema se dejaba en manos del seminarista en cuestión, y las lecturas no eran obligatoriamente bíblicas o religiosas. Durante sus visitas, Emma había escuchado a Henry Bloxham leer versos de Tierra baldía y a Stephen Morby realizar una entusiasta interpretación de un pasaje de Mulliner, el cuento de P. G. Woodhouse. Peter Buckhurst había escogido El diario de un don nadie. En opinión de Emma, la principal ventaja de este sistema -además del interés de los textos y las revelaciones sobre el gusto personal de los alumnos- estriba en que le permitía disfrutar de la excelente comida de la señora Pilbeam sin verse obligada a entablar conversaciones intrascendentes con los comensales sentados a su lado.

Con el padre Sebastian en la cabecera de la mesa, la cena en Saint Anselm solía transcurrir en un ambiente algo formal, más propio de un hotel. No obstante, después de la lectura y los dos primeros platos, el silencio previo parecía facilitar la conversación, que por lo general continuaba alegremente mientras el lector de turno alcanzaba a los demás, dando buena cuenta de la comida que le aguardaba en el calientaplatos, y proseguía cuando todos se trasladaban a la sala de los estudiantes o al patio para tomar el café. Casi siempre la charla se prolongaba hasta la hora de las completas. Después de éstas, la costumbre dictaba que los seminaristas se retirasen a sus habitaciones y guardaran silencio.

Aunque la tradición mandaba que los estudiantes ocuparan cualquier silla vacía, el padre Sebastian determinaba la disposición de los invitados y el personal. Había situado al archidiácono Crampton a su izquierda y a Emma, entre éste y el padre Martin. A su derecha estaban, por orden, el comisario Dalgliesh, el padre Peregrine y Clive Stannard. Si bien George Gregory rara vez cenaba en el seminario, hoy se hallaba presente, sentado entre Stannard y Stephen Morby. Emma esperaba ver al inspector Yarwood, pero éste no apareció y nadie comentó su ausencia. El padre John tampoco se había presentado. Tres de los cuatro alumnos que no se habían marchado ese fin de semana ocuparon sus sitios y, al igual que el resto de los comensales, aguardaron de pie y detrás de las sillas el momento de bendecir la mesa. Sólo entonces entró Raphael, abotonándose la sotana. Murmuró una disculpa, abrió el libro que llevaba en la mano y se colocó ante el atril. Después de que el padre Sebastian rezara una breve oración en latín, todos retiraron las sillas de la mesa y se sentaron.

Al acomodarse junto al archidiácono, Emma estaba tan consciente de su proximidad física como suponía que lo estaba él. Su intuición le indicaba que era un hombre que reaccionaba ante las mujeres con un intenso aunque reprimido apetito sexual. Era tan alto como el padre Sebastian pero más corpulento, con hombros fornidos, cuello grueso y rasgos acentuados y atractivos. Tenía el cabello casi negro, la barba apenas salpicada de hebras grises y los ojos hundidos bajo unas cejas tan definidas que podrían haber estado depiladas y ponían una discordante nota femenina en su sombría y ceñuda masculinidad. El padre Sebastian se lo había presentado a Emma a su llegada al comedor, y él le había estrechado la mano con una fuerza carente de cordialidad mientras la miraba con asombro, como si ella fuese un enigma que debiera resolver antes de que terminara la cena.