Выбрать главу

Ya habían servido el primer plato: berenjenas al horno y pimientos con aceite de oliva. Se oyó un amortiguado tintineo de cubiertos cuando comenzaron a comer, y entonces, como si hubiera estado esperando esta señal, Raphael comenzó a leer.

«Es el primer capítulo de Las torres de Barchester, de Anthony Trollope», dijo como si anunciara una lectura en la iglesia.

Emma conocía la obra, pues era aficionada a las novelas victorianas, pero se preguntó por qué la había elegido Raphael. Aunque ocasionalmente los seminaristas extraían pasajes de novelas, era más habitual que escogieran un texto breve completo. Raphael leía bien, tanto que Emma descubrió que comía con irritante lentitud mientras el argumento de la historia absorbía su mente. Saint Anselm era un entorno apropiado para leer a Trollope. Bajo el cavernoso techo abovedado no costaba imaginar el dormitorio del obispo en el palacio de Barchester ni al archidiácono Grantly velando junto al lecho de muerte de su padre, sabedor de que si el viejo vivía hasta la caída del gobierno -que se esperaba de un momento a otro-, él perdería toda esperanza de convertirse en su sucesor. Era un pasaje dramático: el altivo y orgulloso hijo de rodillas, rezando para que Dios le perdonase el pecado de desear la muerte de su padre.

El viento había arreciado progresivamente desde el atardecer. Ahora azotaba la casa con ráfagas semejantes a cañonazos. Durante las peores arremetidas, Raphael hacía una pausa en la lectura, como un profesor que aguardara a que se callaran sus indisciplinados alumnos. En los momentos de calma, su voz adquiría un tono extraordinariamente claro y solemne.

Emma se percató de que la oscura figura sentada a su lado se había quedado inmóvil. Se fijo en las manos del archidiácono y vio que apretaban el cuchillo y el tenedor. Peter Buckhurst circulaba en silencio con el vino y cuando fue a servirle a Crampton, éste cubrió su copa con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos y Emma temió que fuese a romper el cristal. En la imaginación de la joven, la mano se volvió amenazadora y casi monstruosa, con oscuros pelos erizados en el dorso de los dedos. También advirtió que el comisario Dalgliesh, sentado enfrente, había alzado los ojos de su plato y observaba al archidiácono con expresión inquisitiva. Emma no entendía que el resto de los comensales no percibiera la fuerte tensión que irradiaba su compañero de mesa; Dalgliesh era el único que había reparado en ella. Gregory comía en silencio, con evidente satisfacción. Prácticamente no había alzado la cabeza hasta que Raphael había empezado a leer. Ahora lo miraba de vez en cuando con un gesto entre perplejo y divertido.

Raphael prosiguió con la lectura mientras la señora Pilbeam y Peter Buckhurst recogían los platos y servían el segundo: estofado de carne con patatas, zanahorias y judías. El archidiácono hizo un esfuerzo para recuperarse, pero casi no probó bocado. Después de los dos primeros platos, que remataron con fruta, queso y galletas, Raphael cerró la novela, fue a buscar su comida al calientaplatos y se sentó a un extremo de la mesa. Fue entonces cuando Emma observó al padre Sebastian. Tenía la cara crispada y la vista fija en Raphael, quien, por lo que percibió Emma, trataba de eludir los ojos del rector.

Nadie demostró deseos de romper el silencio hasta que el archidiácono se volvió hacia Emma e inició una conversación poco espontánea sobre la relación de la joven con el seminario. ¿Cuándo la habían contratado? ¿Qué enseñaba exactamente? ¿Los estudiantes eran receptivos? ¿Qué podía aportar el estudio de la poesía religiosa inglesa a un programa de formación teológica? Aunque Emma sabía que Crampton intentaba tranquilizarla, o al menos darle conversación, aquello parecía un interrogatorio, y en medio del silencio general las preguntas y las respuestas sonaban anormalmente altas. Sus ojos se desviaban una y otra vez hacia Adam Dalgliesh, sentado a la derecha del rector. Al parecer, tenían mucho de que hablar, aunque no era probable que estuviesen comentando la muerte de Ronald, sobre todo a la mesa. De cuando en cuando el comisario la miraba. Sus ojos se encontraron durante un segundo y ella apartó rápidamente la vista; luego, enfadada consigo misma por su embarazosa torpeza, se volvió con determinación, dispuesta a seguir soportando la curiosidad del archidiácono.

Al fin fueron a tomar el café en la sala, pero el cambio de lugar no sirvió para animar la conversación, que se convirtió en un desganado intercambio de lugares comunes. El grupo se dispersó mucho antes de la hora de las completas. Emma fue una de las primeras en marcharse. A pesar de la tormenta, necesitaba tomar aire fresco y hacer un poco de ejercicio antes de acostarse. Esa noche no asistiría a las completas. Era la primera vez que experimentaba un imperioso deseo de huir del seminario. No obstante, cuando salió por la puerta que conducía al claustro sur, la fuerza del viento la hizo retroceder como si le hubieran pegado un golpe. Pronto le resultaría difícil mantenerse en pie. No era una buena noche para dar un paseo por un lugar que de repente se había vuelto hostil. Se preguntó qué estaría haciendo Adam Dalgliesh. Probablemente asistiría a las completas por cortesía. Ella trabajaría -siempre tenía trabajo- y se iría a la cama temprano. Caminó por el oscuro claustro sur, hacia Ambrosio y la soledad.

23

A las nueve y veintinueve minutos, Raphael, que entró en la sacristía en último lugar, encontró al padre Sebastian a solas, cambiándose para el oficio. Raphael se disponía a abrir la puerta que conducía a la iglesia cuando el rector dijo:

– ¿Elegiste ese capítulo de Trollope con la deliberada intención de molestar al archidiácono?

– Es un capítulo que me gusta, padre. Ese joven altivo y ambicioso arrodillado junto a la cama de su padre, luchando con su deseo secreto de que el obispo muera a tiempo… Es uno de los pasajes más admirables de todos los que escribió Trollope. Pensé que todos sabríamos apreciarlo.

– No te he pedido una crítica literaria de Trollope. No has respondido a mi pregunta. ¿Lo escogiste para molestar al archidiácono?

– Sí, padre -contestó Raphael en voz baja.

– Deduzco que a raíz de lo que averiguaste de boca del inspector Yarwood antes de la cena.

– Estaba muy afectado. El archidiácono se metió prácticamente a la fuerza en su habitación y lo increpó. Roger me contó algo de lo que había sucedido, aunque luego me dijo que era confidencial y que debía olvidarlo.

– Y tu método para olvidar fue escoger con mala intención un pasaje literario que, además de disgustar a un huésped de esta casa, evidenciaría que el inspector Yarwood te había confiado su secreto, ¿no?

– El pasaje no resultaría ofensivo para el archidiácono a menos que lo que Roger me contó fuera verdad.

– Ya veo. Aplicabas la estrategia de Hamlet. Has ocasionado problemas y desobedecido mis instrucciones sobre la actitud que debías adoptar mientras el archidiácono fuese nuestro huésped. Ambos tenemos que reflexionar. Yo debo pensar si mi conciencia me permite recomendar tu ordenación. Tú debes preguntarte si de verdad estás capacitado para profesar el sacerdocio.

Era la primera vez que el padre Sebastian manifestaba abiertamente una duda que apenas se atrevía a reconocer en su fuero interno. Se obligó a mirar a Raphael a los ojos mientras aguardaba una respuesta.

– ¿Alguno de los dos tiene otra opción, padre? -preguntó Raphael en voz queda.

Lo que sorprendió al rector no fueron sus palabras, sino el tono. Oyó en la voz de Raphael lo mismo que veía en sus ojos, no un desafío a su autoridad ni bravuconería, ni siquiera la habitual expresión de indiferente ironía; se trataba de algo más turbador y doloroso: una triste resignación y, al mismo tiempo, un grito de socorro. El padre Sebastian terminó de vestirse en silencio, esperó a que Raphael le abriese la puerta de la sacristía y lo siguió a la penumbra de la iglesia iluminada con velas.