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Dalgliesh fue la única persona que asistió a las completas. Se sentó en el centro de la nave derecha y observó a Henry Bloxham, que llevaba un sobrepelliz sobre la sotana, mientras encendía las dos velas del altar y luego las que rodeaban el coro dentro de pantallas de cristal. Henry había descorrido los cerrojos de la imponente puerta sur antes de que llegara Dalgliesh, y éste, sentado en silencio, esperaba oír el chirrido que emitiría al abrirse. Sin embargo, no se presentó nadie: ni Emma, ni los miembros del personal ni los huéspedes. La iluminación de la iglesia era tenue, y el comisario permaneció solo en una calma tan absoluta que el fragor de la tormenta parecía formar parte de otra realidad. Por fin Henry encendió las luces del altar, y el Van der Weyden tiñó de luz el aire quieto. Henry hizo una genuflexión delante del altar y regresó a la sacristía. Dos minutos después entraron los cuatro sacerdotes, seguidos por los seminaristas y el archidiácono. Las figuras vestidas con sobrepellices blancos avanzaron en un silencio casi absoluto y ocuparon sus sitios con pausada dignidad. La voz del padre Sebastian rompió la quietud con la primera oración: «Que el Señor Todopoderoso nos conceda una noche tranquila y un final perfecto. Amén.»
El oficio consistió en una sucesión de cantos gregorianos, entonados con una excelencia que era fruto de la práctica y la familiaridad. Dalgliesh se arrodilló y se puso de pie en los momentos oportunos y participó en las respuestas; no estaba dispuesto a interpretar el papel de un simple espectador. Apartó de su mente todos los pensamientos sobre Ronald Treeves y la muerte. No estaba allí como funcionario de la policía: lo único que se le pedía era un corazón abierto.
Después de la colecta y antes de la bendición, el archidiácono se levantó de su asiento para pronunciar la homilía. Decidió ponerse delante del comulgatorio, en lugar de subir al púlpito o situarse detrás del atril. A Dalgliesh le pareció una medida inteligente, pues de lo contrario habría predicado para una congregación de una sola persona: casi con seguridad, la persona a quien menos le interesaba dirigirse. El sermón fue breve -duró menos de seis minutos-, pero el archidiácono lo pronunció con vehemencia y en voz queda como si supiera que las palabras poco gratas cobraban intensidad cuando se decían por lo bajo. Habló de pie ante el altar, moreno y barbado como un profeta del Antiguo Testamento, mientras las figuras con sobrepellices le rehuían la mirada y permanecían sentadas, inmóviles como estatuas de piedra.
La homilía trataba de la formación cristiana en el mundo moderno y arremetía contra todo lo que había representado Saint Anselm durante más de cien años y todo lo que defendía el padre Sebastian. El mensaje quedaba claro: la Iglesia no lograría sobrevivir y atender las necesidades de una era violenta, conflictiva y cada vez más incrédula a menos que abrazara de nuevo los principios esenciales de la fe. La doctrina moderna no debía recrearse en un lenguaje hermoso pero arcaico, en el que las palabras velaban la realidad de la fe en lugar de confirmarla. Cuando se sucumbía a la tentación de supervalorar la inteligencia y las conquistas intelectuales, la teología se convertía en un ejercicio filosófico que contribuía a justificar el escepticismo. También resultaba tentador conceder demasiada importancia a la ceremonia, las vestiduras y otros puntos polémicos del protocolo, como la obsesión por la excelencia musical que a menudo convertía un oficio religioso en un espectáculo público. La Iglesia no era una organización social en cuyo seno la burguesía adinerada pudiese saciar su apetito de belleza, orden, nostalgia y una ilusoria espiritualidad. Si la Iglesia no retornaba a la verdad de los evangelios, nunca le sería posible aspirar a satisfacer las necesidades del mundo moderno.
Al final del sermón, el archidiácono volvió a su asiento, y los seminaristas y sacerdotes se arrodillaron mientras el padre Sebastian pronunciaba la bendición final. Después de que la pequeña procesión saliera de la iglesia, Henry regresó para apagar las velas y la luz del altar. Luego se dirigió a la puerta sur para dar las buenas noches a Dalgliesh y cerrar la puerta tras él. Salvo por esas dos palabras, ninguno de los dos habló.
Al oír el ruido de los cerrojos de hierro, Dalgliesh tuvo la sensación de que lo estaban desterrando para siempre de un mundo que nunca había comprendido ni aceptado del todo y al que ahora, por fin, se le negaba el acceso. Resguardado de la ferocidad del viento por el claustro sur, recorrió los pocos metros que lo separaban de Jerónimo y de su cama.
Libro segundo . La muerte del archidiácono
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El archidiácono no se entretuvo después de las completas. El y el padre Sebastian se quitaron las vestiduras en la sacristía sin dirigirse la palabra; luego Crampton se despidió con sequedad y salió al claustro azotado por el viento.
El patio era un torbellino de sonidos y furia. Aunque había cesado de llover, el fuerte viento del sureste soplaba a ráfagas cada vez más violentas alrededor del castaño de Indias, siseando entre las altas hojas y doblando las grandes ramas, que subían y bajaban con el lento y majestuoso ritmo de una danza fúnebre. Las ramas más frágiles o pequeñas se partían y caían sobre los adoquines como bengalas consumidas. El claustro sur aún estaba despejado, pero las hojas que rodaban y se retorcían en el suelo del patio empezaban a formar húmedos montículos contra la puerta de la sacristía y el muro del claustro norte.
En la puerta del seminario, el archidiácono restregó las suelas de sus zapatos negros contra la piedra para deshacerse de las hojas pegadas y cruzó el guardarropa en dirección al vestíbulo. A pesar de la violencia de la tormenta, el edificio estaba extrañamente silencioso. Se preguntó si los cuatro sacerdotes seguirían en la iglesia o en la sacristía, quizá comentando su homilía con indignación. Daba por sentado que los seminaristas se habían retirado ya a sus habitaciones. Había algo raro, casi agorero, en el aire sereno y ligeramente acre.
Todavía no eran las diez y media. Inquieto y sin ganas de irse a dormir temprano, lo asaltó un súbito deseo de hacer un poco de ejercicio a la intemperie, idea que, dadas la oscuridad y la fuerza del viento, parecía poco sensata e incluso peligrosa. Sabía que en Saint Anselm respetaban la tradición de guardar silencio después de las completas, y aunque él no simpatizaba con esa regla, no quería que lo pillaran desobedeciéndola. Había un televisor en la sala de los seminaristas, pero los programas de los sábados rara vez eran buenos y él no quería turbar la paz. Sin embargo, era muy probable que allí encontrase un libro, y nadie le reprocharía que viera el último informativo de la noche.
Cuando abrió la puerta, vio que la estancia estaba ocupada. Clive Stannard, un individuo más bien joven que le habían presentado a la hora de comer, estaba viendo una película. Al oírlo llegar volvió la cabeza y lo miró como si le molestase la intrusión. El archidiácono permaneció allí unos instantes, dio las buenas noches, salió por la puerta situada junto a la escalera del sótano y cruzó con dificultad el patio hasta llegar a Agustín.
A las diez y cuarenta ya estaba en pijama y bata, listo para meterse en la cama. Había leído un capítulo del evangelio de san Marcos y rezado las oraciones de costumbre, pero esa noche ambas cosas habían representado poco más que un rutinario ejercicio de devoción convencional. Sabía de memoria las palabras de la escritura y las había recitado mentalmente, como si la lentitud y la atención extrema prestada a cada término le permitiesen hallar en ellos un nuevo significado. Después de quitarse la bata, se cercioró de que la ventana estuviese bien cerrada para que no la abriese el viento y se acostó.