La acción es la mejor manera de mantener los recuerdos a raya. Ahora, con el cuerpo rígido entre las tensas sábanas, oyendo el silbido del viento, supo que el sueño tardaría en llegar. El ajetreado y traumático día había exaltado su mente. Tal vez habría debido batallar con el viento y salir a dar un paseo. Pensó en la homilía, aunque con más satisfacción que arrepentimiento. La había preparado con esmero y pronunciado en voz baja pero intensa y firme. Había expresado lo que debía y, si con ello había irritado aún más al padre Sebastian, si el enojo y la antipatía se habían convertido en franca animadversión… Bueno, era inevitable. El no buscaba antagonismos, se dijo; sabía apreciar el afecto de las personas a quienes respetaba. Era ambicioso y consciente de que la mitra no se conquistaba enfrentándose con una importante rama de la Iglesia, aunque ésta tuviera menos poder que en el pasado. No obstante, Sebastian Morell ya no era tan influyente como él creía. El archidiácono no abrigaba dudas de que en esta batalla él luchaba en el bando ganador. Aun así, tendrían que librar otras batallas de principios, se recordó, si querían que la Iglesia anglicana sobreviviese para servir al nuevo milenio. Quizás el cierre de Saint Anselm fuera sólo una pequeña escaramuza en esa guerra, pero ganarla le llenaría de satisfacción.
Entonces ¿qué era lo que tanto le inquietaba de Saint Anselm? ¿Por qué sentía que aquí, en esta desierta costa azotada por el viento, la vida espiritual se vivía con mayor intensidad que en cualquier otra parte, y que él y todo su pasado estaban siendo juzgados? No era porque Saint Anselm tuviera una larga historia de culto y devoción. La iglesia era medieval, desde luego, y suponía que en su silencioso aire aún resonaba el eco de siglos de cantos gregorianos, aunque él nunca hubiera reparado en ello. Para él una iglesia era algo funcionaclass="underline" un edificio en el que se adoraba a Dios, no un objeto de adoración en sí. Saint Anselm no era más que la creación de una solterona victoriana con demasiado dinero, poca cabeza y una debilidad por las albas ribeteadas de encaje, las birretas y los sacerdotes solteros. Hasta cabía la posibilidad de que aquella mujer estuviera loca. Era absurdo que su perniciosa influencia siguiera gobernando un seminario del siglo xxi.
Sacudió las piernas con energía con la intención de aflojar las apretadas sábanas. De repente deseó que Muriel estuviera allí para volverse hacia su cómodo e impasible cuerpo y sus aquiescentes brazos en busca de la momentánea evasión del sexo. Sin embargo, cuando se tendió hacia ella en su imaginación, entre ellos surgió el recuerdo de otro cuerpo, como sucedía a menudo en la cama conyugal; un cuerpo con delicados brazos de niña, pechos tersos y una boca abierta que exploraba la carne masculina. «¿Te gusta esto?, ¿y esto?, ¿y esto?»
Su amor había sido un error desde el principio; poco aconsejable y tan previsiblemente desastroso que ahora se preguntaba cómo había podido engañarse a sí mismo. Había sido una aventura propia de una novela barata. Incluso había comenzado en un ambiente típico de la literatura romántica: un crucero por el Mediterráneo. Un clérigo conocido, contratado como profesor invitado en un viaje a lugares de interés histórico y arqueológico en Italia y Asia, había enfermado y lo había recomendado a él como sustituto. Sospechaba que los organizadores no le habrían aceptado si hubieran encontrado un candidato mejor preparado, y a pesar de todo había cosechado un éxito inesperado. Por suerte, no había ningún académico entre los pasajeros. Gracias a una concienzuda preparación y la ayuda de las mejores guías, había conseguido mantener su ascendiente.
Barbara iba a bordo, con motivo de un viaje educativo que hacía en compañía de su madre y su padrastro. Era la pasajera más joven, y él no era el único hombre fascinado por ella. A él le había parecido más una niña que una joven de diecinueve años, y una niña nacida fuera de su tiempo. La melena de color negro azabache con flequillo largo, los enormes ojos azules, el rostro en forma de corazón, los pequeños y carnosos labios y la figura de chico acentuada por los vestidos holgados le conferían un aire más propio de los años veinte. Los pasajeros mayores, que habían vivido los treinta y atesoraban un recuerdo folclórico de la frenética década previa, suspiraban con nostalgia y murmuraban que ella les recordaba a la joven Claudette Colbert. Para él, esa imagen era falsa. Barbara no poseía la sofisticación de una estrella de cine, sólo una inocencia infantil, un carácter alegre y una fragilidad que le movieron a interpretar el deseo sexual como una necesidad de amar y proteger. No daba crédito a su suerte cuando ella lo distinguió con sus atenciones y luego comenzó a frecuentar su trato con posesiva dedicación. Tres meses después estaban casados. Él contaba treinta y nueve años, y ella sólo veinte.
Educada en una serie de escuelas consagradas a la religión del pluralismo cultural y la ortodoxia liberal, Barbara lo ignoraba todo sobre la Iglesia, aunque estaba ávida de formación. Hubo de transcurrir un tiempo antes de que él se enterase de que ella encontraba profundamente erótica la relación entre maestro y alumna. Le gustaba que la dominaran, y no sólo desde el punto de vista físico. Por desgracia su entusiasmo nunca duraba, y el que sentía por su matrimonio no fue una excepción. La parroquia de la que se encargaba Crampton había vendido la amplia vicaría victoriana para reemplazarla por una moderna casa de dos plantas, un edificio sin el menor atractivo arquitectónico, pero más fácil de mantener. No era la casa que ella esperaba.
Derrochadora, voluble y caprichosa, Barbara era la antítesis de la esposa apropiada para un ambicioso clérigo de la Iglesia anglicana, y él se percató de ello enseguida. Hasta sus relaciones sexuales se llenaron de ansiedad. Barbara le exigía más que nunca cuando él estaba agotado, o en las raras ocasiones en que algún visitante pasaba la noche allí y él se incomodaba al pensar en la delgadez de las paredes mientras ella le susurraba ternezas que con gran facilidad se convertían en órdenes o insultos estridentes. A la mañana siguiente, durante el desayuno, ella aparecía en bata y coqueteaba abiertamente, soñolienta y triunfante, levantando los brazos para que la fina seda se le deslizara por los hombros.
¿Por qué se había casado con él? ¿Por seguridad? ¿Para huir de su madre y de un padrastro al que odiaba? ¿Para que la mimaran, la cuidaran y consintieran? ¿Para sentirse a salvo? ¿Para que la amaran? Él llegó a temer sus imprevisibles cambios de humor, sus arrebatos de furia. Aunque trató de evitar que llegasen a oídos de sus feligreses, pronto comenzó a oír rumores. Recordaba con vergüenza y resentimiento la visita de una de las coadjutores de la iglesia, que también era médico. «Su esposa no es paciente mía, vicario, y no quiero entrometerme, pero no se encuentra bien. Creo que necesita ayuda profesional.» Sin embargo, cuando él le sugirió que acudiese a un psiquiatra, o incluso a un médico de cabecera, ella prorrumpió en sollozos y lo acusó de querer que la encerraran.
El viento, que había amainado durante unos minutos, ahora volvió a arreciar en un huracanado crescendo. Por lo general, a Crampton le reconfortaba oír sus rugidos desde la seguridad de la cama, pero esa habitación pequeña y funcional le parecía más una prisión que un refugio. Desde la muerte de Barbara, había rezado muchas veces pidiendo perdón por haberse casado con ella y por haberle negado el amor y la comprensión que necesitaba; nunca había pedido perdón por haberle deseado la muerte. Ahora, tendido en esa estrecha cama, afrontó con dolor su pasado. No fue un acto voluntario el que abrió los cerrojos de la oscura mazmorra donde había encerrado su matrimonio. Las imágenes que pasaron por su cabeza no llegaron allí porque él las escogiese. Las circunstancias -el traumático encuentro con Yarwood, ese lugar, Saint Anselm- conspiraron para asegurarse de que no le quedara alternativa.