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Atrapado entre un sueño y una pesadilla, se imaginó a sí mismo en una sala de interrogatorios moderna, funcional y vulgar. Entonces cayó en la cuenta de que se trataba del salón de su antigua vicaría. Estaba sentado en el sofá entre Dalgliesh y Yarwood. Aunque todavía no lo habían esposado, sabía que ya lo habían juzgado y declarado culpable, que disponían de todas las pruebas que necesitaban. Delante de él se proyectaba una borrosa película de sus faltas, filmada en secreto. De vez en cuando, Dalgliesh decía «paren aquí» y Yarwood alzaba una mano. Entonces la imagen quedaba congelada, y los policías la observaban en medio de un silencio acusador. Todas sus pequeñas transgresiones y crueldades, así como su principal delito, el desamor, desfilaron ante sus ojos. Y ahora, por fin, estaban viendo el último rollo, el corazón de la oscuridad.

Ya no estaba apretujado en el sofá entre sus dos acusadores. Se había trasladado a la pantalla para revivir cada movimiento y cada palabra, para experimentar cada emoción como si fuese la primera vez. Era el atardecer de un día sin sol de mediados de octubre; una llovizna fina como la bruma había estado cayendo del plomizo cielo durante los dos últimos días. Él acababa de regresar de una visita de dos horas a sus feligreses enfermos o confinados en casa. Como de costumbre, se había esforzado por satisfacer sus previsibles necesidades individuales: la señora Oliver, una ciega que esperaba que le leyera un pasaje de las Escrituras y rezara con ella; el viejo Sam Possinger, que siempre que Crampton iba a verlo volvía a pelear en la batalla de El-Alamein; la señora Poley, enjaulada en su andador, siempre ansiosa por oír los últimos cotilleos de la parroquia; Cari Lomas, que jamás había pisado la iglesia de Saint Botolph pero disfrutaba hablando de teología y criticando a la Iglesia anglicana. Con su ayuda, la señora Poley había entrado en la cocina para preparar el té y sacar del molde la tarta de jengibre que había preparado especialmente para él. Crampton había cometido el error de elogiarla durante su primera visita, cuatro años antes, y ahora estaba condenado a comerla todas las semanas, pues ya era demasiado tarde para confesar que no le gustaba el jengibre. Sin embargo, había tomado el té fuerte y caliente con placer, alegrándose de que así se ahorraría la molestia de preparárselo en casa.

Aparcó su Vauxhall Cavalier en la calle y se dirigió a la puerta principal por el camino de cemento que dividía en dos el mullido y empapado césped, donde podridos pétalos de rosa comenzaban a disolverse entre la hierba sin cortar. En la casa reinaba un silencio absoluto y, como de costumbre, él entró con aprensión. Barbara había estado enfurruñada y nerviosa durante el desayuno, y el hecho de que no se hubiera molestado en vestirse era siempre una mala señal. Mientras almorzaban sopa de lata y ensalada, ella había apartado el plato aduciendo que estaba demasiado cansada para comer; se metería en la cama y trataría de dormir. «Ya puedes ir a ver a esos vejestorios aburridos. Son lo único que te preocupa. No me molestes cuando vuelvas. No quiero que me cuentes nada de ellos. No quiero que me cuentes nada de nada.»

Él no había respondido, pero la había mirado con una mezcla de furia e impotencia mientras ella subía las escaleras con el cinturón de la bata colgando y la cabeza gacha, como Si la embargase una angustiosa desesperación.

Ahora regresaba a casa, lleno de reticencia, y cerró la puerta principal a su espalda. ¿Barbara estaría aún en la cama, o habría aguardado a que él se marchara para vestirse, salir y organizar uno de sus destructivos y humillantes escándalos en la parroquia? Necesitaba saberlo. Subió la escalera con sigilo; si estaba dormida, no quería despertarla.

La puerta del dormitorio estaba cerrada, y él hizo girar el pomo con suavidad. En la habitación había poca luz: las cortinas cubrían casi por completo el ventanal con vistas al jardín -compuesto por un rectángulo de césped agreste como un campo y unos cuantos arriates triangulares- y a las hileras de bonitas casas idénticas. Se acercó a la cama y, cuando sus ojos se adaptaron a la penumbra, la distinguió con claridad. Estaba tendida de lado, con la mano derecha debajo de la mejilla y el brazo izquierdo extendido sobre las mantas. Él se inclinó y oyó la respiración ronca y trabajosa de su mujer, percibió un tufo a vino en su aliento y un olor más intenso y desagradable que identificó como el del vómito. Sobre la mesilla había una botella de Cabernet Sauvignon y junto a ésta, volcado y con la tapa a medio desenroscar, un bote vacío que reconoció de inmediato. Antes había en su interior aspirinas efervescentes.

Se dijo que estaba dormida y borracha, que necesitaba que la dejasen tranquila. De manera casi automática, levantó la botella para calcular cuánto había bebido, pero algo tan poderoso como una voz de advertencia lo instó a dejarla en su sitio. Vio que por debajo de la almohada asomaba un pañuelo. Lo usó para limpiar la botella y lo arrojó sobre la cama. Sus propias acciones se le antojaron tan involuntarias como absurdas. Luego salió, cerró la puerta del dormitorio y regresó a la planta baja. «Está dormida, borracha, no querrá que la molesten», se repitió. Media hora después, entró en su estudio, reunió con tranquilidad sus notas para la junta del consejo parroquial, programada para las seis, y se marchó de la casa.

No guardaba ninguna imagen mental, ningún recuerdo, de la reunión del consejo, pero sí recordaba que había vuelto a casa con Melvyn Hopkins, uno de los coadjutores de la parroquia. Le había sugerido a Melvyn que lo acompañara a la vicaría para enseñarle el último informe de la Comisión de Responsabilidades Sociales de la Iglesia. Ahora, la secuencia de imágenes volvía a ser clara: él disculpándose porque Barbara no estaba allí y explicándole a Melvyn que últimamente no se encontraba bien, subiendo otra vez la escalera y abriendo con sigilo la puerta del dormitorio, vislumbrando en la penumbra la figura inmóvil, la botella de vino, el bote de aspirinas. Se acercó a la cama. Esta vez no oyó una respiración ronca. Le posó la mano sobre la mejilla, la encontró fría y supo que estaba tocando un cuerpo sin vida. Entonces le asaltó un recuerdo, el de unas palabras leídas u oídas no sabía dónde y que ahora adquirían connotaciones aterradoras: «Siempre es conveniente que haya alguien más en el momento de encontrar el cadáver.»

Fue incapaz de revivir el oficio fúnebre y la cremación; no conseguía evocar detalles de ninguna de las ceremonias. En su lugar había una mezcolanza de caras -compasivas, preocupadas, francamente nerviosas- que emergían de la oscuridad y pasaban como una exhalación ante sus ojos, distorsionadas y grotescas. Y de repente quedó una única y temible cara. Otra vez estaba sentado en el sofá, pero en esta ocasión junto al sargento Yarwood y un joven uniformado que no parecía mayor que los chicos del coro de la parroquia y que permaneció callado durante todo el interrogatorio.

– Y cuando regresó de visitar a sus feligreses, según dice poco después de las cinco, ¿qué hizo exactamente, señor?

– Ya se lo he dicho, sargento. Subí al dormitorio para ver si mi esposa estaba dormida.

– Cuando abrió la puerta, ¿la lámpara de la mesilla de noche estaba encendida?

– No, no lo estaba. Las cortinas estaban echadas y no se veía prácticamente nada.

– ¿Se acercó al cuerpo?

– Como he dicho ya, abrí la puerta, vi que mi esposa seguía en la cama y di por sentado que estaba dormida.

– ¿A qué hora se había acostado?

– Alrededor de la hora de comer. Supongo que serían las doce y media. Dijo que no tenía hambre y que quería echar una siesta.

– ¿No le sorprendió que continuara dormida cinco horas después?

– No. Dijo que estaba cansada. A menudo dormía por las tardes.

– ¿No pensó que podía estar enferma? ¿No se le ocurrió acercarse a la cama para cerciorarse de que estuviera bien? ¿No advirtió que quizá necesitase un médico?