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– Ya se lo he dicho; estoy cansado de repetir siempre lo mismo. Creí que estaba dormida.

– ¿Vio la botella de vino y el bote de aspirinas sobre la mesilla?

– Vi la botella de vino. Supuse que había estado bebiendo.

– ¿Llevaba la botella cuando subió a su dormitorio?

– No. Debió de bajar a buscarla después de que yo me marchara.

– ¿Y se la llevó a la cama?

– Eso creo. No había nadie más en la casa. Claro que lo hizo. ¿De qué otra manera pudo llegar la botella a la mesilla?

– Bueno, ésa es la cuestión, ¿no, señor? Verá, no hemos encontrado huellas digitales en la botella. ¿Puede explicarlo?

– Por supuesto que no. Tal vez las limpiase. Había un pañuelo que asomaba por debajo de la almohada.

– ¿Y usted lo vio, a pesar de que no distinguió el bote de aspirinas?

– En ese momento no. Lo vi más tarde, cuando encontré el cuerpo.

El interrogatorio prosiguió de esta manera. Yarwood volvió a su casa una y otra vez, en ocasiones con el joven agente, otras veces solo. El pánico se apoderaba de Crampton cuando oía el timbre de la puerta y casi no se atrevía a mirar por la ventana, pues temía ver a la figura enfundada en un abrigo gris avanzando con resolución hacia la casa. Las preguntas eran siempre las mismas, y él tenía la impresión de que sus respuestas resultaban cada vez menos convincentes. La persecución continuó incluso después de la vista y del previsible veredicto de muerte por suicidio. El cuerpo de Barbara había sido incinerado varias semanas antes. Aunque lo único que quedaba de ella era un puñado de cenizas enterrado en un rincón del camposanto de la parroquia, Yarwood seguía adelante con sus investigaciones.

Némesis no habría podido encarnarse en una forma menos atractiva. Yarwood parecía un vendedor a domicilio: testarudo, perseverante, inmune al rechazo, marcado por el fracaso como si de una halitosis se tratara. Era más bien enclenque, apenas lo bastante alto para ingresar en la policía, con la piel cetrina, una frente huesuda y prominente y ojos oscuros e insondables. Rara vez miraba directamente a Crampton durante los interrogatorios; en cambio, fijaba la vista en un punto como si estuviera comunicándose con un superior interno. Su voz era monocorde, y el silencio que guardaba entre pregunta y pregunta estaba cargado de una amenaza que no parecía dirigida sólo a su víctima. Aunque rara vez anunciaba sus visitas, era como si supiera cuándo encontrar a Crampton en casa y aguardaba pacientemente hasta que éste le abría la puerta. Nunca se entretenía con preámbulos; se limitaba a repetir sus insistentes preguntas.

– ¿Usted diría que su matrimonio fue feliz, señor?

Crampton calló, escandalizado ante tamaña impertinencia, pero luego se sorprendió a sí mismo respondiendo con una voz tan crispada que le costó reconocerla:

– Supongo que la policía cree que es posible clasificar todas las relaciones, hasta las más sagradas. Para ahorrar tiempo, deberían entregar un cuestionario. Señale la respuesta apropiada con una cruz: Muy feliz. Feliz. Razonablemente feliz. Ligeramente infeliz. Infeliz. Muy infeliz. Mortal.

– ¿Y qué respuesta marcaría usted, señor? -inquirió Yarwood, después de una pausa.

Al final, Crampton presentó una queja formal ante el jefe de la policía, y las visitas cesaron. Dictaminaron que el sargento Yarwood se había excedido en el cumplimiento de sus funciones, sobre todo al presentarse solo y continuar con una investigación no autorizada. Yarwood permaneció en la memoria de Crampton como una siniestra figura acusadora. Ni el tiempo, ni su nueva parroquia, ni su nombramiento como archidiácono, ni su segundo matrimonio habían apaciguado la abrasadora ira que lo consumía cada vez que pensaba en Yarwood.

Y hoy aquel hombre se había cruzado de nuevo en su camino. No recordaba con exactitud qué se habían dicho. Sólo sabía que todo su odio y su resentimiento había salido en un torrente de furiosos vituperios.

Desde la muerte de Barbara había rezado muchas veces -al principio con regularidad, luego intermitentemente- pidiendo perdón por los pecados que había cometido contra ella: impaciencia, intolerancia, falta de amor, incapacidad para entenderla o perdonarla. No obstante, jamás había permitido que el pecado de haberle deseado la muerte arraigase en su mente. Ya había recibido la absolución por una falta más leve: la negligencia. Estaba implícita en las palabras del médico de Barbara, con quien se había encontrado poco después de la vista.

– No puedo quitarme de la cabeza una cosa: si al llegar a casa me hubiese percatado de que Barbara no estaba dormida, sino en coma, y hubiera llamado a una ambulancia, ¿habría habido alguna posibilidad de que se recuperara?

Entonces había oído la respuesta absolutoria:

– Dada la cantidad que había tomado, ninguna en absoluto.

¿Qué había en ese sitio que lo obligaba a afrontar la gran mentira junto con las pequeñas? Él había tomado conciencia de que Barbara se hallaba al borde de la muerte. Había deseado que muriera. A los ojos de Dios, era sin duda tan culpable como si hubiera disuelto las tabletas y la hubiese obligado a tragarlas, como si le hubiese acercado el vaso de vino a la boca. ¿Cómo podía seguir ocupándose del alma de otros y predicando el perdón de los pecados cuando no había reconocido aún el peor de los suyos? ¿Cómo había osado pronunciar una homilía esa misma noche con esa sombra en su alma?

Extendió el brazo y encendió la lámpara de la mesilla. La habitación se inundó de una luz que se le antojó mucho más intensa que hacía un rato, cuando había leído un pasaje de las Escrituras. Se arrodilló junto a la cama y se cubrió la cara con las manos. No le hizo falta buscar las palabras apropiadas; llegaron a él con naturalidad, junto con la promesa del perdón y la paz.

«Señor, ten compasión de mí, un pecador.»

Entonces sonó la musiquilla incongruentemente alegre del timbre de su teléfono móvil. El sonido fue tan inesperado, tan disonante, que tardó unos cinco segundos en reconocerlo. Se puso de pie con dificultad y extendió la mano para responder a la llamada.

2

El padre Martin despertó poco después de las cinco y media, alarmado por su propio grito de terror. Se incorporó de golpe y se quedó rígido como un muñeco, contemplando la oscuridad con los ojos desorbitados, irritados por las gotas de sudor que le caían de la frente. Al enjugarlas, sintió la piel tensa y helada, como si el rigor mortis ya se hubiera apoderado de él. Poco a poco, a medida que se recuperaba de la impresión de la pesadilla, la habitación cobró forma alrededor de él. Más que ver imaginó las siluetas grises que emergían de la oscuridad y se volvían reconfortantemente familiares: una silla, la cómoda, los pies de la cama, el marco de un cuadro. Aunque las cortinas de las cuatro ventanas circulares estaban corridas, vislumbró al este el fino hilo de luz que flotaba encima del mar incluso en las noches más oscuras. Sabía que había tormenta. El viento había estado arreciando durante toda la tarde, y mientras el padre Martin se preparaba para dormir lo había oído gemir como un alma en pena alrededor de la torre. Sin embargo, ahora reinaba una quietud más agorera que dulce y, rígidamente sentado, aguzó el oído. No oyó pasos en la escalera ni voces llamándolo.

Hacía dos años, cuando habían empezado las pesadillas, había pedido que le trasladasen a este pequeño cuarto circular en la torre sur, alegando que le gustaba la extensa vista del mar y la costa, y que le atraían el silencio y la soledad. Las escaleras comenzaban a agobiarlo, pero al menos estaba seguro de que nadie oiría sus gritos nocturnos. De todas maneras, el padre Sebastian había adivinado la verdad, o al menos parte de ella. El padre Martin recordó la conversación que habían mantenido un domingo después de misa.