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– ¿Duerme bien, padre? -le había preguntado el padre Sebastian.

– Bastante bien, gracias.

– Si le molestan las pesadillas, tengo entendido que hay tratamientos eficaces. No me refiero a una terapia convencional, pero dicen que hablar del pasado con otros que han sufrido la misma experiencia en ocasiones resulta útil.

Ese intercambio había sorprendido al padre Martin. El padre Sebastian no ocultaba su desconfianza hacia los psiquiatras y aseveraba que estaría más dispuesto a respetarlos si ellos fueran capaces de explicar los fundamentos médicos y científicos de su disciplina o de aclararle cuál era la diferencia entre mente y cerebro. Aun así, el padre Martin nunca dejaba de maravillarse de lo mucho que sabía el rector acerca de lo que ocurría bajo el techo de Saint Anselm. Aquel comentario le había molestado, y no habían seguido hablando del tema. Sabía que no era el único superviviente de un campo de concentración japonés que vivía atormentado en la vejez por horrores que un cerebro más joven habría conseguido desterrar. No albergaba la menor intención de sentarse en círculo para compartir experiencias con sus compañeros de infortunio, aunque había leído que a algunos les hacía bien. Era un problema que debía resolver solo.

Y ahora el viento arreciaba otra vez, su rítmico gemido se convirtió en un bramido y luego en un aullido estridente, más semejante a una manifestación maligna que a una fuerza de la naturaleza. El padre Martin se obligó a bajar de la cama, enfundó los pies en las zapatillas y con las piernas agarrotadas fue a abrir la ventana que daba al este. La ráfaga fría fue como una bocanada curativa: limpió su boca y su nariz del fétido olor de la selva y ahogó la salvaje cacofonía de gimoteos y gritos humanos, borrando de su mente las peores imágenes.

La pesadilla era siempre la misma. La noche anterior habían arrastrado a Rupert de vuelta al campamento, y ahora los prisioneros estaban formados para contemplar su ejecución. Después de lo que le habían hecho, el chico llegó a duras penas al lugar señalado y cayó de rodillas con aparente alivio. No obstante, hizo un último esfuerzo y levantó los ojos para ver descender la espada. Durante un par de segundos la cabeza permaneció en su sitio, luego rodó lentamente mientras, como en una última celebración de la vida, brotaba un violento torrente rojo. Esa era la imagen que atormentaba noche tras noche al padre Martin.

Al despertar, lo torturaban siempre las mismas preguntas. ¿Por qué había intentado escapar Rupert si sabía que era un suicidio? ¿Por qué no le había contado a nadie sus planes? Peor aún, ¿por qué él, el padre Martin, no había dado un paso al frente antes de que cayera la espada para protestar, intentar con sus frágiles fuerzas arrebatársela al guardia y morir con su amigo? El amor que había profesado a Rupert, correspondido pero nunca consumado, había sido el único de su vida. A pesar de los momentos felices, algunos incluso de una extraordinaria dicha espiritual, siempre llevaba consigo la sombra de esa traición. No tenía derecho a estar vivo. A pesar de todo, había un lugar donde siempre hallaba la paz, y ahora lo buscó.

Recogió el llavero de la mesilla, se dirigió arrastrando los pies hasta el perchero de la puerta y descolgó el viejo cárdigan con coderas de piel que solía usar en invierno debajo de la sotana. Se puso ésta encima, abrió la puerta con sigilo y comenzó a bajar por la escalera.

No necesitaba una linterna; en cada descansillo había una bombilla, y la peligrosa escalera de caracol se mantenía bien iluminada mediante una serie de lámparas adosadas a la pared. La tormenta remitió por el momento. El silencio de la casa era absoluto, y el amortiguado gemido del viento acentuaba una calma interior más imponente que la mera ausencia de sonidos humanos. Costaba creer que hubiera gente durmiendo detrás de las puertas cerradas, que ese silencioso aire hubiese transportado alguna vez el ruido de pasos presurosos y potentes voces masculinas, o que la pesada puerta de entrada no hubiese permanecido cerrada a cal y canto durante generaciones.

En el vestíbulo, la luz roja situada a los pies de la imagen de la Virgen y el Niño iluminaba la risueña cara de la Madre y salpicaba de rosa los regordetes brazos extendidos del Hijo. La madera se había convertido en carne. Con pasos silenciosos, amortiguados por las zapatillas, cruzó el vestíbulo y entró en el guardarropa. La hilera de capas marrones fue el primer indicio de que la casa estaba habitada; allí colgadas, semejaban tristes reliquias de una generación extinta. Ahora oía con claridad el viento, que, al abrir la puerta del claustro norte, sopló con renovada fuerza.

Para su sorpresa, tanto la luz de la puerta trasera como las débiles lámparas del muro del claustro estaban apagadas. Pero cuando pulsó el interruptor, se encendieron, permitiéndole ver el suelo alfombrado de hojas. Mientras cerraba la puerta a su espalda, una nueva ráfaga sacudió el gigantesco árbol, y las hojas caídas junto al tronco volaron hacia sus pies. Como una bandada de pájaros marrones, se arremolinaban en torno a él, le picoteaban suavemente las mejillas y se depositaban, ligeras como plumas, sobre los hombros de la sotana.

Caminó con esfuerzo hasta la puerta de la sacristía. Se detuvo por un instante junto a la última lámpara para buscar las dos llaves apropiadas y abrió. Oprimió el interruptor situado junto a la puerta, introdujo el código de seguridad para silenciar el insistente pitido de la alarma y se dirigió a la iglesia. El interruptor de las dos hileras de luces del techo de la nave estaba a su derecha, y cuando estiró el brazo para apretarlo, vio con sobresalto pero sin nerviosismo que el foco que iluminaba El juicio final estaba colocado de tal manera que bañaba con su resplandor el extremo occidental de la iglesia. Sin encender las luces de la nave, avanzó junto a la pared norte, seguido por su propia sombra proyectada en el suelo de piedra.

Al llegar junto al retablo, se detuvo en seco, paralizado por una pavorosa visión. La sangre no había desaparecido. Estaba ahí, precisamente en el sitio adonde había acudido en busca de refugio, igual de roja que en su pesadilla, aunque no manaba como el deshilachado chorro de una fuente, sino que cubría el suelo de piedra en forma de manchas y regueros. Si bien el riachuelo ya no se movía, parecía estremecerse y coagularse ante sus ojos. La pesadilla no había terminado; seguía atrapado en un lugar infernal, y esta vez no le bastaría con despertar para escapar de él. O eso, o estaba loco. Cerró los ojos y rezó: «Ayúdame, Señor.» Entonces su mente consciente se hizo cargo de la situación y lo obligó a abrir los ojos.

Incapaces de abarcar la escena entera, con toda la magnitud de su horror, sus sentidos la asimilaron poco a poco, detalle a detalle. El cráneo aplastado; las gafas del archidiácono, caídas a cierta distancia pero intactas; los dos candeleros dorados, dispuestos a ambos lados del cuerpo en un acto de sacrílego desprecio; las manos abiertas y con las palmas hacia abajo, como si quisieran aferrarse a la piedra, más blancas y delicadas que en vida; la acolchada bata púrpura, que comenzaba a endurecerse por efecto de la sangre. Por último, el padre Martin alzó la vista hacia El juicio final. El diablo bailarín, situado en primer plano, ahora llevaba gafas, bigote y perilla, y su brazo derecho se había alargado en un ademán de grosero desafío. A los pies del retablo había una lata pequeña de pintura negra, con un pincel sobre la tapa.

El padre Martin se acercó con paso vacilante y se dejó caer de rodillas junto a la cabeza del archidiácono. Se esforzó por rezar, pero las palabras no acudieron a su mente. Sintió la súbita necesidad de ver a otros seres humanos, de oír pasos y otros sonidos humanos, de contar con el consuelo de una compañía humana. Sin detenerse a pensar, caminó hacia el muro oeste y dio un fuerte tirón a la cuerda de la campana. Aunque el sonido sonó tan melodioso como de costumbre, a él se le antojó pavorosamente estruendoso.