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Luego se dirigió hacia la puerta sur y, pese al temblor de sus manos, consiguió abrir los pesados cerrojos de hierro. El viento se precipitó al interior, trayendo consigo unas cuantas hojas rotas. El padre Martin dejó la puerta entornada y regresó junto al cadáver con actitud más firme y resuelta. Tenía algo que decir, y había hecho acopio de la fuerza necesaria para hacerlo.

Seguía de rodillas, con el borde de la sotana embebido en sangre, cuando oyó pasos y una voz de mujer. Emma se hincó a su lado y le rodeó los hombros con un brazo. El padre Martin notó el suave roce del cabello de la chica en la mejilla, y el delicado y dulzón aroma de la piel femenina comenzó a expulsar de su mente el metálico olor de la sangre. Advirtió que Emma temblaba, si bien su voz parecía serena.

– Vamos, padre, salga. Ya está bien.

Sin embargo, nada estaba bien. Nada volvería a estar bien.

Quiso mirarla, pero fue incapaz de levantar la cabeza. Sólo podía mover los labios.

– Ay, Dios, ¿qué hemos hecho? -murmuró-. ¿Qué hemos hecho?

Entonces sintió que los brazos de la chica se tensaban de miedo. A sus espaldas, la gran puerta sur se abría con un crujido.

3

Dalgliesh no solía tener dificultades para conciliar el sueño, ni siquiera en una cama desconocida. Después de trabajar durante tantos años como policía, su cuerpo se había habituado a las incomodidades de los más diversos lechos, y siempre que contara con una lámpara o una linterna para leer un rato antes de dormir, su mente olvidaba las vicisitudes del día con la misma facilidad que sus cansados miembros. No obstante, esa noche era diferente. La habitación invitaba al descanso; el colchón era cómodo sin ser demasiado blando, la lámpara de la mesilla estaba a la altura ideal para leer y tenía el número justo de mantas. Sin embargo, leyó las primeras cinco páginas de la traducción de Seamus Heaney de Beowulf con obstinada insistencia, como si más que un placer largamente esperado fuese un obligatorio rito nocturno. Al cabo de un rato, el poema lo atrapó por fin, y continuó leyendo hasta las once, cuando apagó la lámpara y se dispuso a dormir.

El sueño, sin embargo, se negaba a invadirlo. No conseguía llegar a ese agradable momento en que la mente se libera de las cargas de la conciencia y se abandona sin temor a su pequeña muerte cotidiana. Quizá debiera achacárselo a la furia del viento. Por lo general le gustaba quedarse dormido mientras oía los sonidos de la tormenta, pero esta tormenta era diferente. Había ocasionales pausas, un breve período de calma seguido por un grave gemido, que súbitamente se convertía en un bramido semejante al de un coro de demonios enloquecidos. Durante estos crescendos, oía los lamentos del gran castaño de Indias e imaginaba que las ramas se rompían y el tronco cubierto de arañazos se venía abajo, primero con renuencia y luego con un temible estrépito, atravesando con la copa el cristal de su ventana. También alcanzaba a oír el rugido del mar, un vibrante acompañamiento del ventarrón. Parecía imposible que cualquier ser vivo pudiese soportar este ataque de aire y agua.

En un momento de calma, Dalgliesh encendió la lámpara y consultó su reloj de pulsera. Le sorprendió comprobar que eran las cinco y treinta y cinco. Debía de haber dormido, o al menos dormitado, durante más de seis horas. Empezaba a preguntarse si la tormenta había amainado cuando el aullido se reanudó y comenzó a aumentar de intensidad otra vez. Cuando se produjo la primera pausa, percibió un sonido diferente, tan habitual en su infancia que lo reconoció de inmediato: era una campanada. Por un instante pensó que era el remanente de un sueño olvidado, mas la realidad se impuso de inmediato. Estaba despierto del todo. Sabía lo que había oído. Aguzó sus sentidos, pero no oyó más campanadas.

Actuó con rapidez. Nunca se acostaba sin dejar antes a mano los objetos que podía necesitar en una emergencia. Se puso la bata y los zapatos -tras descartar las zapatillas- y recogió de la mesilla una linterna pesada como un arma.

En la oscuridad, guiado únicamente por la luz de la linterna, salió de su apartamento, cerró la puerta con sigilo y se topó con una ráfaga de viento y un chaparrón de hojas que giraban alrededor de su cabeza como una bandada de furiosos pájaros. Las débiles lámparas de los claustros norte y sur apenas permitían vislumbrar los contornos de las delgadas columnas y proyectaban un fantasmagórico resplandor sobre el suelo de piedra. El edificio del seminario estaba oscuro, y no vio luz en ninguna ventana salvo en la de Ambrosio, el apartamento contiguo al suyo, donde dormía Emma. Presa de un súbito temor, pasó de largo corriendo, sin detenerse para llamar a la joven. Una rendija de claridad indicaba que la puerta de la iglesia estaba entornada. El armazón de roble chirrió contra las bisagras cuando abrió y cerró la puerta.

Durante unos segundos, no más, permaneció paralizado ante la escena que se ofrecía a sus ojos. No había obstáculos entre él y El juicio final, flanqueado por dos columnas de piedra, tan brillantemente iluminado que los desvaídos colores parecían resplandecer con una nueva e inesperada intensidad. La conmoción que le causaron los garabatos de la pintura palideció ante la magnitud de lo que había a sus pies. El archidiácono yacía boca abajo junto al retablo, como en una exagerada demostración de reverencia. A cada lado de su cabeza había un pesado candelero de bronce. La sangre del charco era sin duda más roja que la de cualquier otro ser humano. Incluso las otras dos figuras humanas presentaban un aspecto irreaclass="underline" el sacerdote de pelo cano con su ancha sotana, arrodillado y prácticamente abrazado al cadáver, y la joven acuclillada junto a él, rodeándole los hombros con un brazo. En el primer instante de confusión casi imaginó que los negros demonios habían saltado de El juicio final y bailaban en torno a la cabeza de la mujer.

Al oír la puerta, ella volvió la cabeza, se levantó de un salto y corrió hacia él.

– Gracias a Dios que ha venido.

Se echó a sus brazos, y al sentir el tembloroso cuerpo contra el suyo, Dalgliesh supo que lo había hecho movida por el impulso natural de una persona que busca consuelo. La chica se separó enseguida.

– Es el padre Martin -señaló-. No puedo moverlo de ahí.

El sacerdote tenía el brazo extendido por encima del cadáver y la mano sumergida en el charco de sangre. Dalgliesh dejó la linterna y le tocó el hombro.

– Soy Adam, padre -susurró-. Levántese. Está bien.

Pero nada estaba bien, desde luego. Incluso mientras pronunciaba esas palabras anodinas, se percató de su irritante falsedad.

El padre Martin no se movió; bajo la mano de Dalgliesh, su hombro parecía paralizado por el rigor mortis.

– Suéltelo, padre -insistió Dalgliesh, ahora con mayor firmeza-. Tiene que levantarse. Ya no puede hacer nada.

Esta vez, como si las palabras surtiesen efecto por fin, el padre Martin permitió que lo ayudaran a ponerse de pie. Contempló su mano ensangrentada con una suerte de asombro infantil y luego se la limpió en la sotana. Eso complicaría el análisis de la sangre, pensó Dalgliesh. La compasión hacia sus acompañantes enseguida cedió el paso a otras preocupaciones más urgentes: la obligación de mantener intacto el escenario del crimen y la necesidad de evitar que se divulgase el método del homicida. Si la puerta sur había estado cerrada, como de costumbre, el asesino debía de haber entrado por la sacristía y a través del claustro norte. Mientras Emma sujetaba al sacerdote por el lado derecho, él lo condujo con suavidad hacia los bancos más cercanos a la puerta, donde los hizo sentar.

– Espéreme un momento aquí -le indicó a Emma-. No tardaré. Voy a echar los cerrojos de la puerta sur y saldré por la sacristía. Cerraré con llave. No deje entrar a nadie. -Luego se volvió hacia el padre Martin-. ¿Me oye, padre?