El sacerdote alzó la vista por primera vez y sus ojos se encontraron con los del comisario. La angustia y el horror reflejados en ellos sobrecogieron a Dalgliesh.
– Sí, sí. Estoy bien. Lo siento mucho, Adam. Me he comportado como un tonto. Ya estoy bien.
Estaba muy lejos de encontrarse bien, pero al menos entendía lo que se le decía.
– Debo pedirles algo. Discúlpenme si les parezco insensible e inoportuno, pero es importante. No le cuenten a nadie lo que han visto. A nadie. ¿Lo han entendido?
Ambos asintieron con un murmullo, y luego el padre Martin dijo con claridad:
– Lo entendemos.
Dalgliesh dio media vuelta para marcharse.
– No estará aquí, ¿verdad? -preguntó Emma-. ¿Es posible que continúe escondido en la iglesia?
– Seguro que no, pero de todas maneras echaré un vistazo.
No quería encender más luces. Por lo visto, los únicos que habían oído la campanada eran Emma y él. Lo último que necesitaba era que la iglesia se llenase de gente. Regresó a la puerta sur y corrió los pesados cerrojos de hierro. Con la linterna en la mano, hizo una breve pero exhaustiva inspección de la iglesia, tanto para la tranquilidad de Emma como para la suya propia. Sin embargo, su larga experiencia le había dictado de inmediato que la muerte no era reciente. Abrió las puertas de los dos sitiales e iluminó los asientos; luego se arrodilló y echó un vistazo debajo. Entonces descubrió algo: alguien había ocupado el segundo banco. Una parte del asiento estaba limpia de polvo, y cuando se agachó y alumbró con la linterna el profundo hueco que había debajo, supo que una persona se había ocultado allí.
Tras acabar con el rápido registro, regresó junto a Emma y el sacerdote.
– Ya está. Aquí no hay nadie más que nosotros -afirmó-. ¿La puerta de la sacristía está cerrada con llave, padre?
– Sí. Sí. La cerré después de entrar.
– ¿Me da las llaves, por favor?
El padre Martin rebuscó en el bolsillo de la sotana y sacó un llavero. Sus dedos temblorosos se demoraron unos instantes en encontrar las llaves indicadas.
– No tardaré -repitió Dalgliesh-. Cerraré la puerta al salir. ¿Estarán bien hasta que vuelva?
– No creo que el padre Martin deba permanecer mucho tiempo aquí -opinó Emma.
– No será necesario.
Dalgliesh calculó que tardaría sólo unos minutos en regresar con Yarwood. Con independencia de quién fuese a hacerse cargo de la investigación, en esos momentos necesitaba ayuda. Además, se trataba de una cuestión de protocolo. Yarwood era miembro de la policía de Suffolk. Por lo tanto, debía ponerse al frente hasta que el jefe del cuerpo local decidiera quiénes se ocuparían del caso. Dalgliesh se alegró de encontrar un pañuelo en el bolsillo de su bata y lo utilizó para abrir la puerta de la sacristía sin dejar huellas. Después de reprogramar la alarma y cerrar con llave, hundió los pies en la resbaladiza alfombra de hojas, que ahora tenía varios centímetros de espesor, y corrió por el claustro norte en dirección a los apartamentos de huéspedes. Sabía que Roger Yarwood se alojaba en Gregorio.
El apartamento estaba a oscuras. Dalgliesh alumbró la sala con la linterna y llamó desde el pie de la escalera. No hubo respuesta. Subió al dormitorio y encontró la puerta abierta. Aunque Yarwood había usado la cama, ahora estaba vacía y deshecha. El comisario abrió la puerta de la ducha. Allí no había nadie. Encendió la luz y registró rápidamente el armario. No había abrigos ni más calzado que las zapatillas de Yarwood, que descansaban junto a la cama. El policía debía de haber salido en plena tormenta.
No tenía sentido que fuese a buscarlo solo. Yarwood podía estar en cualquier lugar de los alrededores. Así pues, regresó de inmediato a la iglesia. Emma y el padre Martin se hallaban en el mismo sitio donde los había dejado.
– ¿Por qué no acompaña a la doctora Lavenham a su habitación, padre? -preguntó con suavidad-. Ella preparará té para los dos. Supongo que el padre Sebastian querrá hablar ante todo el seminario, pero por el momento más vale que espere allí y descanse un poco.
El padre Martin alzó la vista. Su mirada traslucía una mezcla de tristeza y asombro infantil.
– Pero el padre Sebastian querrá hablar conmigo -protestó.
– Por supuesto que sí -replicó Emma-, pero ¿no cree que será mejor que aguardemos a que el comisario Dalgliesh le cuente lo sucedido? Lo mejor es que venga a mi apartamento. Allí tengo todo lo necesario para hacer té. A mí me vendría bien una taza.
El padre Martin asintió y se levantó.
– Antes de que se marche, debemos comprobar si han forzado la caja fuerte, padre -dijo Dalgliesh.
Entraron en el presbiterio y Dalgliesh le pidió el número de la combinación. Luego, cubriéndose los dedos con un pañuelo para preservar cualquier huella que hubiese en la manija o en la cerradura de seguridad, hizo girar con cuidado la rueda y abrió la puerta. En el interior, encima de una pila de documentos, había una bolsa de piel cerrada con un cordón. La llevó al escritorio y la abrió: bajo un envoltorio de seda blanca, había dos magníficos cálices anteriores a la Reforma, decorados con piedras preciosas, y una patena, todo obsequio de la fundadora de Saint Anselm.
– No falta nada -observó el padre Martin en voz baja.
Dalgliesh dejó la bolsa en la caja fuerte y cerró la puerta. Estaba claro que el móvil del asesinato no era el robo, aunque él no había considerado esa posibilidad ni por un instante.
Esperó a que Emma y el padre Martin salieran por la puerta sur, echó los cerrojos y cruzó la sacristía en dirección al claustro cubierto de hojas.
La tormenta comenzaba a amainar, y el ventarrón había quedado reducido a unas pocas ráfagas intensas, aunque las ramas y hojas caídas testimoniaban sus estragos. Dalgliesh entró en el seminario y subió los dos tramos de escalera que lo separaban de las habitaciones del rector.
El padre Sebastian respondió de inmediato a su llamada. Aunque llevaba una anticuada bata de lana a cuadros, su pelo enmarañado le daba un aire curiosamente juvenil. Los dos hombres se miraron. Antes de abrir la boca, Dalgliesh intuyó que el rector había adivinado las palabras que se disponía a pronunciar. Aunque eran brutales, no había una forma sencilla ni suave de comunicarle la noticia.
– El archidiácono Crampton ha sido asesinado -dijo-. El padre Martin ha encontrado el cadáver en la iglesia poco después de las cinco y media.
El rector se llevó la mano al bolsillo y extrajo un reloj de pulsera.
– Ya son más de las seis -señaló-. ¿Por qué no me han avisado antes?
– El padre Martin ha tocado la campana para dar la alarma y yo la he oído, al igual que la doctora Lavenham, la primera en llegar allí. Yo tenía que hacer algunas cosas antes de avisarle. Y ahora debo telefonear a la policía de Suffolk.
– Pero ¿no cree que es el inspector Yarwood quien debe llevar este asunto?
– Así es, pero Yarwood ha desaparecido. ¿Me permite usar su despacho, padre?
– Desde luego. Me reuniré con usted de inmediato, en cuanto me vista. ¿Alguien más está al corriente de lo sucedido?
– Todavía no, padre.
– Entonces debo ser yo quien les participe la noticia.
Cerró la puerta y Dalgliesh bajó al despacho.
4
Si bien el número que necesitaba Dalgliesh estaba en su cartera, en la habitación, logró recordarlo después de un par de segundos. En cuanto se identificó, le facilitaron el teléfono particular del jefe de la policía local. A partir de ese momento, todo fue muy sencillo. Trataba con hombres acostumbrados a que los despertaran con la exigencia de que tomaran decisiones y actuaran con rapidez. Pasó un informe breve pero completo y no le hizo falta repetir un solo dato.
El jefe de la policía tardó cinco segundos en hablar: -La desaparición de Yarwood es un problema. Alred Treeves es otro, aunque menos importante. Sea como fuere, no podemos perder tiempo. Los primeros días siempre son cruciales. Hablaré con el director general. Pero supongo que usted querrá organizar una partida de búsqueda, ¿no?