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El subdirector y sir Alred estaban de pie junto al escritorio de Harkness, y ambos se volvieron para recibir a Dalgliesh. Como suele suceder con las personas que aparecen constantemente en los medios de comunicación, la primera impresión que Treeves causó en Dalgliesh fue desconcertante. Era más corpulento y menos apuesto de lo que parecía en televisión, con un contorno facial menos definido. En cambio, la sensación de que poseía un poder latente y se jactaba de él fue incluso más fuerte. Su punto débil consistía en vestir como un granjero próspero: sólo llevaba impecables trajes de tweed en las ocasiones más solemnes. Sin duda había algo de campesino en su aspecto: los hombros fornidos, el bronceado de las mejillas, la prominente nariz y el cabello rebelde que ningún barbero conseguía disciplinar. Era muy oscuro, casi negro, con un mechón cano peinado hacia atrás desde el centro de la frente. De hallarse ante un hombre más preocupado por su apariencia, Dalgliesh habría sospechado que ese mechón era teñido.

Cuando entró, Treeves le dirigió una mirada directa de genuino interés por debajo de sus pobladas cejas.

– Creo que ya se conocen -dijo Harkness.

Se estrecharon la mano. La de sir Alred era fría y fuerte, pero la retiró de inmediato como para dejar claro que se trataba de una mera formalidad.

– Nos conocimos en una reunión en el Ministerio del Interior a finales de la década de los ochenta, ¿no? -dijo-. Era sobre la política educativa en las zonas urbanas deprimidas. No sé por qué me metí en aquel asunto.

– Su empresa hizo una generosa donación a uno de los programas de enseñanza. Supongo que quería asegurarse de que su inversión resultaría útil.

– Dudo que eso sea posible. La gente joven quiere empleos bien remunerados por los que merezca la pena madrugar; no buscan formación para trabajos que no existen.

Dalgliesh recordó la ocasión. Había sido el habitual ejercicio de relaciones públicas, perfectamente organizado. Pocos de los altos funcionarios o ministros presentes esperaban gran cosa de la reunión y, en efecto, no habían sacado mucho en limpio. Treeves había formulado varias preguntas pertinentes y expresado su escepticismo ante las respuestas, sólo para marcharse antes de que el ministro expusiese las conclusiones. ¿Por qué había decidido asistir e incluso colaborar en el proyecto? Quizá también eso fuese un ejercicio de relaciones públicas.

Harkness hizo un vago ademán hacia las negras sillas giratorias alineadas junto a la ventana y murmuró algo sobre un café.

– No, gracias -respondió Treeves, cortante-, no quiero café. -Su tono daba a entender que acababan de ofrecerle una bebida exótica e inadecuada para las diez y cuarenta y cinco de la mañana.

Se sentaron con el aire ligeramente receloso de tres jefes de la mafia reunidos para delimitar territorios. Treeves consultó su reloj de pulsera. Sin lugar a dudas, la duración del encuentro estaba fijada de antemano. Él había aparecido cuando le convenía, sin previo aviso y sin aclarar lo que deseaba. Eso, naturalmente, le proporcionaba cierta ventaja. Se había presentado con la absoluta convicción de que un alto funcionario de la policía tendría tiempo para él, y no se había equivocado. Entonces dijo:

– Mi hijo mayor, Ronald, que dicho sea de paso era adoptado, murió hace diez días al caer de un acantilado en Suffolk. Sería más preciso describirlo como un alud de arena; el mar ha estado socavando esos acantilados del sur de Lowestoft desde el siglo xvii. Se asfixió. Ronald estudiaba en el seminario de Ballard’s Mere. Es una institución dedicada a la formación de sacerdotes anglicanos. Un antro de meapilas. -Se volvió hacia Dalgliesh-. Usted sabe algo de estas cosas, ¿no? Tengo entendido que su padre era sacerdote.

¿Cómo lo sabía?, se preguntó Dalgliesh. Probablemente se lo habían dicho en algún momento, recordaba vagamente el dato y le había pedido a uno de sus esbirros que lo confirmase antes de salir para la reunión. Conocía las ventajas de disponer de la máxima información posible sobre la gente con la que trataba. Si dicha información los desacreditaba, tanto mejor, pero cualquier detalle personal que la otra parte no supiese que estaba en su posesión era un recurso potencialmente útil.

– Sí, era párroco en Norfolk -respondió Dalgliesh.

– ¿Su hijo estudiaba para ser sacerdote? -preguntó Harkness.

– Dudo que lo que le enseñaban en Saint Anselm le sirviera para otro empleo.

– La noticia apareció en los periódicos -comentó Dalgliesh-, pero no recuerdo haber leído nada sobre la investigación posterior.

– Desde luego. Se mantuvo en silencio. Muerte accidental. Si el director de la escuela y la mayoría del personal no hubiesen estado allí, como un grupo de vigilantes parapoliciales con sotana, es posible que el juez se hubiera armado de valor para emitir un fallo apropiado.

– ¿Usted estaba allí, sir Alred?

– No. Envié a un representante, ya que me encontraba en China. Debía negociar un contrato difícil en Pekín. Volví para la incineración. Trajimos el cadáver a Londres. En Saint Anselm celebraron una especie de ceremonia fúnebre, creo que lo llaman réquiem, pero ni mi esposa ni yo asistimos. Es un sitio donde jamás me sentiré cómodo. Inmediatamente después de la investigación, envié a mi chófer y a otro conductor a recoger el Porsche de Ronald, y las autoridades de la escuela les entregaron su ropa, su cartera y su reloj. Norris, mi chófer, me trajo el paquete. No contenía gran cosa, pues piden a los alumnos que lleven el menor número posible de prendas. Un traje, dos pares de tejanos con los correspondientes jerséis y camisas, zapatos y la sotana negra que les exigen usar. Tenía algunos libros, desde luego, pero les dije que se quedaran con ellos para la biblioteca. Resulta curiosa la rapidez con que se puede empaquetar una vida. Y entonces, hace dos días, recibí esto.

Sacó con parsimonia la cartera del bolsillo, desplegó un papel y se lo pasó a Dalgliesh. Éste le echó un vistazo y se lo entregó al subdirector. Harkness lo leyó en voz alta:

«¿Por qué no investiga la muerte de su hijo? Nadie cree que fuera un accidente. Esos curas son capaces de encubrir cualquier chanchullo con tal de proteger su reputación. En el seminario suceden muchas cosas que deberían salir a la luz. ¿Piensa dejar que se salgan con la suya?»

– En mi opinión, esto es prácticamente una acusación de asesinato -señaló Treeves.

Harkness le tendió el papel a Dalgliesh.

– Sin embargo -dijo-, en vista de que no proporciona pruebas ni menciona el móvil o el nombre de un sospechoso, ¿no es más probable que se trate de la obra de un bromista, quizá de alguien que quiere causar problemas al seminario?

Dalgliesh le devolvió el papel a Treeves, pero éste lo rechazó con un gesto de impaciencia.

– Es una de tantas posibilidades, evidentemente. Supongo que no la descartarán. Yo, personalmente, prefiero adoptar una actitud más seria. Quien escribió la carta utilizó un ordenador, desde luego, de manera que no encontrarán la «e» desalineada que suele aparecer en las novelas policiacas. Tampoco necesitan tomarse la molestia de buscar huellas digitales. Ya lo mandé hacer. En secreto, por supuesto. No hubo resultados, pero tampoco los esperaba. Y yo diría que la escribió una persona educada. Él, o ella, puntúa bien las frases. En esta era de deficiente formación académica, yo diría que eso apunta a alguien de mediana edad; no a un joven.

– También está escrita de la forma más adecuada para incitarle a la acción -observó Dalgliesh.

– ¿Por qué lo dice?

– Usted está aquí, señor, ¿no es cierto?

– Ha comentado que su hijo era adoptado -terció Harkness-. ¿Cuáles eran sus antecedentes familiares?

– Ninguno. Cuando nació, su madre contaba catorce años, y su padre sólo un año más. Lo engendraron contra la columna de cemento del paso subterráneo de Westway. Era blanco, saludable y recién nacido, todas ventajas considerables en el mercado de la adopción. Por decirlo sin tapujos, tuvimos suerte de conseguirlo. ¿Por qué me lo pregunta?