Выбрать главу

– Todavía no. Cabe la posibilidad de que Yarwood saliese a dar un paseo. Hasta es probable que haya vuelto ya. Si no es así, enviaré a algunos estudiantes en su busca tan pronto como haya suficiente luz. Le informaré de cualquier novedad. Si no encontramos a Yarwood, sería conveniente que usted asumiera el mando.

– De acuerdo. Tendrá que esperar la confirmación de su departamento, pero creo que debería dar por sentado que el caso es suyo. Discutiré los detalles con la Policía Metropolitana, aunque supongo que querrá trabajar con su propio equipo.

– Eso simplificaría las cosas.

– Puedo asegurarle algo sobre Saint Anselm -dijo el jefe de la policía al cabo de un rato-. Todos los que viven allí son buena gente. Preséntele mis condolencias al padre Sebastian. Esto les afectará en muchos sentidos.

Al cabo de cinco minutos llamaron de Scotland Yard para informar del acuerdo al que habían llegado con la policía local. Dalgliesh se haría cargo del caso. Los detectives inspectores Kate Miskin y Piers Tarrant ya se dirigían hacia allí junto con el sargento Robbins, y un equipo de apoyo -un fotógrafo y tres técnicos especializados en la recogida de pruebas- los seguirían de inmediato. Puesto que Dalgliesh ya estaba en el lugar del crimen, no juzgaron necesario derrochar dinero en un helicóptero. Los miembros del equipo viajarían en tren hasta Ipswich y la policía de Suffolk los llevaría al seminario. El doctor Kynaston, el forense con quien solía colaborar Dalgliesh, estaba trabajando en otro caso que lo mantendría ocupado durante el resto del día. El patólogo local se encontraba en Nueva York, pero su sustituto, el doctor Mark Ayling, estaba libre. Lo más sensato sería recurrir a él. Si necesitaban analizar urgentemente algún material, lo enviarían al laboratorio de Huntingdon o al de Lambeth, el que estuviera menos ocupado.

El padre Sebastian había aguardado discretamente en la puerta mientras Dalgliesh hablaba por teléfono. Al oír que la conversación había terminado, entró.

– Ahora me gustaría ir a la iglesia -dijo-. Usted debe hacerse cargo de sus responsabilidades, comisario, y yo de las mías.

– Primero hay que mandar a alguien a buscar a Yarwood -repuso Dalgliesh-. ¿Quién sería el seminarista más idóneo para esta clase de misión?

– Stephen Morby. Sugiero que él y Pilbeam salgan con el Land Rover.

Se acercó al escritorio y levantó el auricular del teléfono. Le contestaron enseguida.

– Buenos días, Pilbeam. ¿Está vestido? Bien. Haga el favor de despertar al señor Morby y luego vengan los dos a mi despacho. De inmediato.

No fue preciso esperar mucho. Unos minutos después, Dalgliesh oyó pasos presurosos en la escalera. Tras una pequeña pausa en la puerta, entraron dos hombres.

Era la primera vez que veía a Pilbeam, un hombre alto -de más de un metro noventa de estatura- con hombros fornidos, cuello grueso y la tez bronceada y arrugada, característica de los campesinos, bajo una rala capa de pelo pajizo. Dalgliesh tuvo la impresión de que lo había visto antes; entonces cayó en la cuenta de que guardaba un notable parecido con un actor cuyo nombre no recordaba pero que siempre salía en películas de guerra, en el papel del parco aunque fiable suboficial que invariablemente moría en el último momento para mayor gloria del héroe.

Pilbeam aguardaba con total serenidad. A su lado, Stephen Morby -que no era ningún alfeñique- semejaba un niño. El padre Sebastian se dirigió al primero:

– El señor Yarwood ha desaparecido. Me temo que quizás haya salido a pasear otra vez.

– Ha sido una mala noche para paseos, padre.

– Exactamente. Es posible que vuelva en cualquier momento, pero creo que no deberíamos esperar. Quiero que usted y el señor Morby vayan a buscarlo en el Land Rover. ¿Funciona su teléfono móvil?

– Sí, padre.

– Si hay alguna novedad, llámeme de inmediato. Si no lo encuentran en el descampado o cerca de la laguna, no pierdan el tiempo. Tal vez deba intervenir la policía. Y Pilbeam…

– ¿Sí, padre?

– Cuando usted y el señor Morby regresen, tanto si traen al señor Yarwood como si no, venga a verme de inmediato, sin hablar con nadie más. Eso va también por ti, Stephen, ¿entendido?

– Sí, padre -respondió Morby y añadió-: Ha ocurrido algo, ¿verdad? Algo más que la desaparición de Yarwood.

– Te lo explicaré cuando vuelvas. Tal vez no puedan hacer nada hasta que haya más luz, pero quiero que emprendan la búsqueda de inmediato. Lleven linternas, mantas y café caliente Pilbeam, hablaré con toda la comunidad a las siete y media en la biblioteca. ¿Puede pedirle a su esposa que tenga la bondad de unirse a nosotros?

– Lo haré, padre.

– Los dos son listos -comentó el padre Sebastian cuando hubieron salido-. Si Yarwood está por los alrededores, lo encontrarán. Me ha parecido prudente posponer las explicaciones para cuando regresen.

– Sí, yo también creo que es lo más sensato.

Todo indicaba que el natural autoritarismo del padre Sebastian se estaba adaptando con rapidez a las inusitadas circunstancias. Pero Dalgliesh pensó que el hecho de que un sospechoso trabajara activamente en la investigación era una novedad de la que hubiera preferido prescindir. Habría que manejar la situación con tacto.

– Usted estaba en lo cierto, desde luego -reconoció el rector-. La búsqueda de Yarwood era una prioridad. Sin embargo, ahora me gustaría estar donde me corresponde: junto al archidiácono.

– Primero he de hacerle algunas preguntas, padre. ¿Cuántas llaves de la iglesia hay? ¿Y quién las tiene?

– ¿Es necesario que me interrogue ahora?

– Sí, padre. Como bien ha dicho, usted debe hacerse cargo de sus responsabilidades, y yo de las mías.

– ¿Y las suyas tienen preferencia?

– Por ahora, sí.

El padre Sebastian se esforzó para que su voz no evidenciara su impaciencia.

– Hay siete juegos de llaves que incluyen las dos de la sacristía: una de seguridad y otra normal. La puerta sur sólo cuenta con cerrojos. Los cuatro sacerdotes que vivimos aquí disponemos de un juego; los otros tres están aquí al lado, en el armario de las llaves del despacho de la señorita Ramsey. Es preciso mantener la iglesia cerrada debido al valor del retablo y los cálices de plata, pero cualquier seminarista que necesite entrar puede llevarse las llaves siempre que firme en un registro. Los encargados de la limpieza son los propios estudiantes, no el personal del seminario.

– ¿Y el personal y los huéspedes?

– Sólo tienen acceso a la iglesia si los acompaña alguien que posea una llave, excepto durante los oficios. Dudo que se sientan excluidos, ya que celebramos cuatro al día: los maitines, la Eucaristía, las vísperas y las completas. Si bien a mí no me gusta esta restricción, es el precio que pagamos por conservar un Van der Weyden encima del altar. El problema es que los jóvenes no siempre se acuerdan de reactivar la alarma antes de salir. Todo el personal y los huéspedes tienen llave de la verja de hierro que comunica el claustro oeste con el descampado.

– ¿Y qué miembros del seminario conocen el código de la alarma?

– Supongo que todos. Protegemos nuestros tesoros de posibles intrusos, no de las personas que viven aquí.

– ¿Qué llaves tienen los estudiantes?

– Dos por persona: la de la verja principal, que es por donde entran habitualmente, y una de la puerta del claustro norte o sur, según dónde estén sus habitaciones. Ninguno cuenta con la llave de la iglesia.

– ¿Y las llaves de Ronald Treeves aparecieron después de su muerte?

– Sí. Están en un cajón del despacho de la señorita Ramsey, aunque él tampoco disponía de la llave de la iglesia, naturalmente. Y ahora, si no le importa, me gustaría ir a ver al archidiácono.