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– Desde luego, padre. En el camino podríamos comprobar si los tres juegos de llaves están en el armario.

El padre Sebastian no respondió. Cuando atravesaron el despacho contiguo, se acercó a un estrecho armario situado a la izquierda de la chimenea. No estaba cerrado con llave. En el interior había dos hileras de llaves colgadas. En la primera fila, señalada con una etiqueta que decía «iglesia», había tres ganchos. Uno de ellos estaba vacío.

– ¿Recuerda cuándo vio por última vez las llaves de la iglesia, padre? -preguntó Dalgliesh.

El padre Sebastian reflexionó por un instante.

– Creo que fue ayer -respondió-, después de comer. Recibimos unas latas de pintura con las que Surtees va a pintar la sacristía. Yo estaba presente cuando Pilbeam vino a recoger las llaves y firmó en el registro. Y seguía aquí cuando las devolvió, unos cinco minutos después. -Abrió el cajón derecho del escritorio de la señorita Ramsey y extrajo un libro-. Creo que descubrirá que la última entrada del registro corresponde a su firma. Como ve, las llaves obraron en su poder durante unos cinco minutos. Sin embargo, la última persona en verlas debió de ser Henry Bloxham. Él se encargó de preparar la iglesia para las completas de anoche. Yo me encontraba aquí cuando vino a recoger las llaves, y al lado, en mi despacho, cuando las trajo de vuelta. Si hubiera faltado un juego, me habría comentado algo.

– ¿Usted lo vio dejar las llaves, padre?

– No, estaba en mi despacho, pero con la puerta abierta, y me saludó. No encontrará su firma en el registro. No se exige a los seminaristas que firmen cuando se llevan las llaves antes de un oficio. Y ahora, comisario, insisto en que vayamos a la iglesia.

El seminario continuaba en silencio. Cruzaron el suelo de mosaico del vestíbulo sin hablar. El padre Sebastian se encaminó hacia la puerta del vestuario, pero Dalgliesh lo detuvo.

– Si es posible -advirtió-, evitaremos pasar por el claustro norte. -No volvieron a dirigirse la palabra hasta que llegaron a la puerta de la sacristía. El padre Sebastian buscó las llaves en el bolsillo, pero Dalgliesh dijo-: Abriré yo, padre.

Una vez dentro, cerró con llave y los dos se dirigieron a la iglesia. Dalgliesh había dejado encendida la luz que iluminaba El juicio final, de modo que la trágica escena que se presentaba al pie del retablo se veía con absoluta claridad. El padre Sebastian caminó hacia allí con paso firme. Sin hablar, contempló primero la profanación del cuadro y luego el cadáver de su adversario. Mientras lo observaba, Dalgliesh se preguntó qué palabras emplearía para comunicarse con su Dios. Dudaba que estuviese rezando por el alma del archidiácono; eso habría sido un insulto al intransigente protestantismo de Crampton.

También se preguntó qué palabras usaría él mismo para orar en un momento como ése. «Ayúdame a resolver este caso sin causar sufrimiento a los inocentes y protege a mi equipo.» Que él recordase, la última vez que había rezado con pasión y con la seguridad de que valía la pena había sido durante la agonía de su esposa, pero sus plegarias no habían sido escuchadas, o al menos no habían obtenido respuesta. Reflexionó sobre el carácter irrevocable e ineludible de la muerte. ¿Constituía uno de los alicientes de su trabajo la fantasía de que la muerte era un misterio que tenía solución, y que dicha solución permitía doblar y guardar, como una prenda de vestir, todas las pasiones de la vida, todos los temores y las dudas?

Entonces oyó hablar al padre Sebastian; fue como si acabara de reparar en la silenciosa presencia de Dalgliesh y quisiera hacerlo partícipe, al menos como oyente, de su secreto ejercicio de expiación. En su hermosa voz, las familiares palabras sonaron más como una afirmación que como un rezo, y reflejaron tan misteriosamente los pensamientos de Dalgliesh que a éste le pareció oírlas por primera vez y se estremeció.

– «Oh, Señor, que en los comienzos pusiste los cimientos de la tierra y con Tus manos creaste los cielos; del mismo modo que ellos perecerán, Tú permanecerás; ellos envejecerán igual que un vestido, y como un vestido los plegarás y mudarás; pero Tú serás por siempre el mismo y los años no Te pesarán.»

5

Dalgliesh se afeitó, se duchó y se vistió con una rapidez nacida de la práctica, y a las siete y veinticinco se reunió de nuevo con el rector en su despacho. El padre Sebastian consultó su reloj de pulsera.

– Es hora de ir a la biblioteca. Primero yo diré unas palabras y luego le cederé el turno. ¿Le parece bien?

– Perfectamente.

Era la primera vez en esta visita que Dalgliesh entraba en la biblioteca. En cuanto el padre Sebastian encendió las lámparas que se curvaban sobre las estanterías, al comisario le asaltó el recuerdo de las largas tardes estivales que había pasado allí, leyendo bajo la ciega mirada de los bustos dispuestos en línea sobre el estante superior, del sol del ocaso que bruñía los lomos de piel de los libros y teñía de rojo la madera pulida, de los atardeceres en que el bramido del mar parecía intensificarse a medida que caía la noche. Sin embargo, ahora el alto techo abovedado estaba en penumbra y, en las ventanas de arco ojival, las vidrieras eran un negro vacío en el que el plomo formaba un dibujo.

A lo largo de la pared norte, entre las ventanas, las estanterías dispuestas en ángulo recto delimitaban una serie de cubículos, en cada uno de los cuales había un pupitre doble y una silla. El padre Sebastian fue al más cercano y arrastró las dos sillas hasta el centro de la estancia.

– Necesitaremos cuatro sillas -anunció-. Tres para las mujeres y una para Peter Buckhurst. Todavía no está en condiciones de permanecer mucho tiempo de pie… Aunque no creo que esto dure mucho. No es preciso que contemos a la hermana del padre John. Es muy mayor y rara vez sale de su apartamento.

Sin responder, Dalgliesh acercó las dos sillas que faltaban. El padre Sebastian las colocó en fila y retrocedió unos pasos para cerciorarse de que estuvieran correctamente alineadas.

Se oyeron unas pisadas suaves en el vestíbulo, y los tres seminaristas, todos con sotana negra, entraron a la vez, como si se hubiesen puesto de acuerdo. Se situaron detrás de las sillas y permanecieron erguidos y muy quietos, con la cara pálida y seria, y los ojos fijos en el padre Sebastian. La tensión que trajeron consigo a la estancia era casi palpable.

Menos de un minuto después llegaron la señora Pilbeam y Emma. El padre Sebastian les señaló las sillas y las mujeres se sentaron en silencio, ligeramente inclinadas la una hacia la otra, como si esperasen encontrar sosiego en el leve roce de los hombros. La señora Pilbeam, consciente de la importancia de la reunión, se había quitado el delantal blanco y ofrecía un aspecto incongruentemente festivo con su falda de lana verde y una blusa celeste adornada con un broche en el cuello. Emma, aunque estaba muy pálida, se había arreglado con esmero, como si intentara imponer una semblanza de orden y normalidad a la confusión provocada por el asesinato. Había sacado brillo a sus zapatos marrones sin tacón y llevaba pantalones de pana beige, una camisa de color crema que parecía recién planchada y un chaleco de ante.

El padre Sebastian se dirigió a Buckhurst:

– ¿No te sientas, Peter?

– Prefiero quedarme de pie, padre.

– Yo prefiero que te sientes.

Sin más objeciones, Peter Buckhurst se acomodó junto a Emma.

A continuación llegaron los tres sacerdotes. El padre John y el padre Peregrine flanqueaban a los seminaristas. El padre Martin, como respondiendo a una muda invitación, se puso junto al rector.

– Me temo que mi hermana todavía duerme, y no he querido despertarla -se disculpó el padre John-. Si la necesitan, podrán hablar con ella más tarde, ¿no?

– Desde luego -murmuró Dalgliesh.

Vio que Emma miraba al padre Martin con tierna solicitud y se levantaba a medias de la silla a modo de saludo. «Además de hermosa e inteligente, es bondadosa -pensó, y el corazón le dio un vuelco, una sensación tan insólita como irritante-. Ay, Dios, se dijo, no quiero esa clase de complicación. Ahora no. Nunca.»