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Continuaron aguardando. Los segundos se convirtieron en minutos antes de que se oyesen pasos de nuevo. Se abrió la puerta y entró George Gregory, seguido de cerca por Clive Stannard. Éste último se había quedado dormido, o no había estimado necesario molestarse en cuidar su aspecto. Se había puesto los pantalones y una americana de pana encima del pijama, y la tela de algodón a rayas asomaba por el cuello y colgaba fruncida por encima de los zapatos. Gregory, por el contrario, llevaba una camisa y una corbata impecables.

– Lamento haberlos hecho esperar -se disculpó Gregory-. Detesto vestirme sin ducharme antes.

Se colocó detrás de Emma y apoyó la mano en el respaldo de la silla, pero enseguida la retiró, como si temiera que fuese un gesto inapropiado. Sus ojos, fijos en el padre Sebastian, reflejaban recelo, aunque Dalgliesh también detectó en ellos un destello de divertida curiosidad. Stannard estaba visiblemente asustado, y Dalgliesh se percató de que intentaba disimularlo con una actitud de indiferencia tan fingida como embarazosa.

– ¿No es un poco temprano para dramas? -soltó Stannard-. Es obvio que ha ocurrido algo. ¿Por qué no nos lo cuentan de una vez?

Nadie respondió. La puerta volvió a abrirse y aparecieron las dos personas que faltaban. Eric Surtees llevaba ropa de trabajo. Titubeó en la puerta y miró con asombro a Dalgliesh, como si le sorprendiera encontrarlo allí. Karen Surtees, que semejaba un loro con su largo jersey rojo sobre pantalones verdes, sólo se había tomado el tiempo necesario para aplicarse una brillante capa de carmín en los labios. Sus ojos sin maquillar se veían cansados y soñolientos. Tras un instante de vacilación, se sentó en la silla vacía. Su hermano se colocó detrás de ella. Ya estaban allí todas las personas convocadas. A Dalgliesh le recordaban un heterogéneo cortejo de boda, posando de mala gana para un fotógrafo demasiado entusiasta.

– Oremos -dijo el padre Sebastian.

La exhortación fue inesperada. Sólo los sacerdotes y los seminaristas respondieron automáticamente, inclinando la cabeza y enlazando las manos. Las mujeres no parecían saber qué se esperaba de ellas, aunque después de echar una breve ojeada al padre Martin, se pusieron de pie. Emma y la señora Pilbeam agacharon la cabeza, pero Karen Surtees lanzó a Dalgliesh una mirada de beligerante incredulidad, como si lo responsabilizara de ese embarazoso contratiempo. Gregory, risueño, fijó la vista al frente, mientras que Stannard frunció el entrecejo y se rebulló con evidente incomodidad. El padre Sebastian rezó los maitines. Luego hizo una pausa y repitió la oración que había pronunciado en las completas, unas diez horas antes:

– «Visita, te lo rogamos, Señor, esta morada y aparta de ella las asechanzas del enemigo; Tus santos Ángeles habiten en ella y nos guarden en paz, y Tu bendición sea sobre nosotros siempre. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.»

Tras un coro de amenes -quedos los de las mujeres; más confiados los de los seminaristas- un estremecimiento recorrió el grupo. No fue tanto un movimiento como un suspiro colectivo. «Ya lo saben -se dijo Dalgliesh-, claro que lo saben. Pero uno de ellos lo ha sabido desde el principio.» Las mujeres se sentaron de nuevo. Dalgliesh percibió la fuerza de las miradas clavadas en el rector. Cuando éste empezó a hablar, su voz sonó serena y casi monocorde:

– Anoche ocurrió una gran tragedia en nuestra comunidad. El archidiácono Crampton fue brutalmente asesinado en la iglesia. El padre Martin descubrió su cuerpo a las cinco y media de la mañana. El comisario Dalgliesh, que se encontraba aquí por otro asunto, sigue siendo nuestro invitado, pero ahora está entre nosotros también como policía, investigando un asesinato. Es nuestra obligación y nuestro deseo ayudarle en cuanto sea posible, respondiendo a sus preguntas en detalle y con veracidad y sin entorpecer la labor de la policía ni hacer o decir algo que induzca a pensar que no es bien recibida. He telefoneado a los estudiantes que debían regresar esta mañana y les he pedido que no vengan hasta la semana que viene. Los que estamos aquí debemos tratar de continuar con la vida y las obligaciones del seminario al tiempo que prestamos toda nuestra colaboración a la policía. He puesto la casa San Mateo a entera disposición del señor Dalgliesh, y la policía trabajará desde allí. A petición del comisario, la iglesia, la puerta del claustro norte y el propio claustro permanecerán cerrados. La misa y todos los demás oficios se celebrarán en el oratorio a las horas de costumbre hasta que resulte oportuno reabrir la iglesia y disponerla para la sagrada Eucaristía. La investigación sobre la muerte del archidiácono compete a la policía. Les ruego que no especulen ni chismorreen. Naturalmente, es imposible mantener en secreto un asesinato. La noticia se divulgará tanto en el seno de la Iglesia como en el resto del mundo. Sin embargo, les pido que no telefoneen a nadie ni hablen de este asunto con ninguna persona ajena a la comunidad. Si algo les preocupa, el padre Martin y yo estamos a su disposición. -Hizo una pausa y añadió-: Como siempre. Y ahora le cedo la palabra al señor Dalgliesh.

El público había escuchado al padre Sebastian en medio de un silencio casi absoluto. Sólo ante la sonora palabra «asesinado», Dalgliesh oyó una violenta inspiración y un débil grito, rápidamente reprimido, que a su juicio salió de labios de la señora Pilbeam. Raphael estaba pálido y tan rígido que el comisario temió que fuese a desmayarse. Eric Surtees miró a su hermana con expresión de pánico, pero sus ojos enseguida volvieron a posarse en el padre Sebastian. Gregory frunció el entrecejo en un gesto de profunda concentración. El frío y quieto aire estaba cargado de aprensión. Aparte de Surtees, nadie buscó los ojos de los demás. Quizá temieran lo que podían llegar a ver.

Si bien a Dalgliesh le llamó la atención que el padre Sebastian no hiciera comentario alguno sobre la ausencia de Yarwood, Pilbeam y Stephen Morby, agradeció en su fuero interno su discreción. Decidió que sería breve. No acostumbraba a disculparse por las molestias que ocasionaría al investigar un homicidio; dichas molestias representaban el menor de los males que acarreaba un asesinato.

– Se ha acordado que la Policía Metropolitana se ocupe de este caso. Un pequeño equipo de agentes y personal de apoyo llegará aquí esta misma mañana. Como ha dicho el padre Sebastian, la iglesia, el claustro norte y la puerta que comunica ese claustro con el seminario permanecerán cerrados. Yo mismo o uno de mis subalternos hablarán con cada uno de ustedes en algún momento del día. Sin embargo, ahorraríamos tiempo si aclarásemos un hecho de inmediato. ¿Alguno de los presentes salió de su habitación anoche, después de las completas? ¿Alguien se acercó a la iglesia, o vio u oyó algo que posiblemente guarde relación con el crimen?

Al cabo de un breve silencio, Henry dijo:

– Yo salí poco después de las diez y media para tomar el aire y hacer un poco de ejercicio. Di unas cinco vueltas rápidas alrededor de los claustros y volví a mi habitación. Estoy en la número 2, en el claustro sur. No vi ni oí nada raro. El viento soplaba con fuerza y arrastraba montones de hojas al claustro norte. Es todo lo que recuerdo.

– Usted encendió las velas de la iglesia antes de las completas y abrió la puerta sur -señaló Dalgliesh-. ¿Sacó las llaves del despacho de la señorita Ramsey?

– Sí. Las recogí poco antes del oficio y las devolví después. Había tres juegos cuando fui a buscarlas y también cuando las dejé.

– Repetiré la pregunta -dijo Dalgliesh-: ¿Alguien salió de su habitación después de las completas? -Aguardó un momento y, al no obtener respuesta, añadió-: Más tarde les pediré que me enseñen los zapatos y la ropa que llevaban anoche, y también será necesario que les tome las huellas a todos con el fin de descartar sospechosos. Creo que eso es todo por ahora.