Se produjo otro silencio hasta que Gregory habló.
– Una pregunta para el señor Dalgliesh. Aquí faltan tres personas, una de las cuales es un funcionario de la policía de Suffolk. ¿Ese hecho tiene algún significado, algo que ver con la investigación?
– De momento, no -contestó Dalgliesh.
La ruptura del silencio animó a Stannard a protestar.
– ¿Puedo preguntar por qué el comisario da por sentado que el delito fue cometido por alguien de dentro? Mientras nos examinan la ropa y nos toman las huellas digitales, es probable que el asesino esté a kilómetros de distancia. Al fin y al cabo, este sitio no es nada seguro. Yo no pienso dormir una sola noche más aquí sin un cerrojo en mi habitación.
– Su inquietud es muy natural -afirmó el padre Sebastian-. Mandaré instalar cerraduras en su habitación y en los cuatro apartamentos de huéspedes, y les entregaremos las llaves.
– ¿Y cómo responden a mi pregunta? ¿Por qué suponen que el asesino está entre nosotros?
Era la primera vez que esa posibilidad se expresaba en voz alta, y todos los presentes fijaron la vista al frente, temerosos, pensó Dalgliesh, de que cualquier mirada se interpretara como una acusación.
– Nadie supone nada -replicó el comisario.
El padre Sebastian dijo:
– Puesto que el claustro norte permanecerá cerrado, los estudiantes que ocupen las habitaciones de ese lado del edificio deberán trasladarse de manera provisional. Con tantos seminaristas ausentes, el único afectado serás tú, Raphael. Si haces el favor de entregar tus llaves, recibirás a cambio la de la habitación número tres y la del claustro sur.
– ¿Y mis cosas, padre? Mis libros, mi ropa… ¿Puedo ir a recogerlos?
– Tendrás que arreglártelas sin ellos por el momento. Tus compañeros te dejarán lo que necesites. Debo insistir en la importancia de que se mantengan alejados de las zonas donde la policía ha prohibido el acceso.
Sin rechistar, Raphael extrajo un llavero del bolsillo, desprendió dos llaves y se las tendió al padre Sebastian.
– Tengo entendido que todos los sacerdotes cuentan con llaves de la iglesia -dijo Dalgliesh-. ¿Podrían comprobar si continúan en su posesión?
El padre Betterton habló por primera vez:
– Me temo que no llevo las mías encima. Siempre las dejo en la mesilla de noche.
Dalgliesh, que conservaba las del padre Martin, se acercó a los otros dos sacerdotes y comprobó que las llaves de la iglesia siguieran en sus llaveros.
Luego se volvió hacia el padre Sebastian, que concluyó:
– Creo que esto es todo por el momento. Las tareas programadas para hoy se llevarán a cabo en la medida de lo posible. Anularemos la colecta matutina, pero oficiaré la misa en el oratorio al mediodía. Gracias.
Dio media vuelta y salió con paso firme de la biblioteca. Todos se levantaron y, después de cambiar algunas miradas, se dirigieron por separado hacia la puerta.
El teléfono móvil de Dalgliesh, que había estado apagado durante la reunión, sonó entonces. Era Stephen Morby.
– ¿Comisario Dalgliesh? Hemos encontrado al inspector Yarwood. Se había caído en una zanja de la carretera. He tratado de comunicarme antes, pero no lo he conseguido. Se hallaba tendido con medio cuerpo en el agua y todavía está inconsciente. Creemos que se ha roto una pierna. No queríamos moverlo porque temíamos agravar las lesiones, pero tampoco podíamos dejarlo donde estaba. Así que lo hemos sacado con mucho cuidado y hemos llamado a la ambulancia. En este momento lo están subiendo. Lo llevarán al hospital de Ipswich.
– Han hecho lo correcto -aseveró Dalgliesh-. ¿Cómo se encuentra?
– Los enfermeros creen que su estado no es grave, aunque todavía no ha recobrado el conocimiento. Yo iré con él en la ambulancia y seguramente podré decirle algo más cuando vuelva. El señor Pilbeam nos seguirá con el coche, de manera que regresaré con él.
– Bien. Vuelvan lo antes posible. Los necesitamos aquí a los dos.
Cuando le comunicó la noticia al padre Sebastian, éste comentó:
– Es lo que me temía. Su enfermedad ha seguido esa pauta. Al parecer padece una especie de claustrofobia; cuando sufre un ataque, le hace falta salir al aire libre y caminar. Después de que su esposa lo abandonara, llevándose a los niños, él solía desaparecer durante días enteros. En ocasiones caminaba hasta que caía rendido, y la policía lo traía de regreso. Gracias a Dios que, por lo visto, lo han encontrado a tiempo. Y ahora, si me acompaña a mi estudio, hablaremos de lo que usted y sus colegas necesitarán en San Mateo.
– Más tarde, padre. Primero es preciso que vea a los Betterton.
– Creo que el padre John ha regresado a su apartamento. Está en la tercera planta, del lado norte. Seguramente le espera.
El padre Sebastian era demasiado listo para mencionar la posibilidad de que Yarwood estuviera implicado en el asesinato. Aun así, la caridad cristiana tenía un límite. Sin duda le habría pasado por la cabeza que ésa era la hipótesis más conveniente: un asesinato cometido por alguien privado temporalmente de sus facultades. Y si Yarwood no sobrevivía, siempre quedaría como sospechoso. Su muerte sería providencial para alguien.
Antes de ir a ver a los Betterton, Dalgliesh pasó por su habitación y telefoneó al jefe de policía.
6
Dalgliesh no había terminado de pulsar el timbre situado junto a la estrecha puerta de roble del apartamento de los Betterton cuando el padre John salió y lo invitó a pasar.
– Si no le importa aguardar un momento, iré a avisar a mi hermana -dijo-. Creo que está en la cocina. Tenemos una pequeña cocina, y ella prefiere comer aquí a hacerlo con el resto de la comunidad. No tardaré.
La estancia en la que se encontraba Dalgliesh, aunque de techo bajo, era amplia y contaba con cuatro ventanas ojivales con vistas al mar. Estaba abarrotada de muebles que parecían reliquias de otras casas; mullidos sillones con botones en el respaldo, un sofá con el asiento hundido y cubierto con una tela india colocado enfrente de la chimenea, una mesa redonda de caoba rodeada por seis sillas de épocas y estilos diferentes, un escritorio con pie central entre dos ventanas y una variedad de mesitas auxiliares, todas cargadas con los recuerdos de dos largas vidas: fotografías con marcos plateados, figuras de porcelana, cajitas de madera y plata, y un bol con un popurrí de pétalos, cuyo rancio y polvoriento aroma se había desvanecido hacía tiempo en el viciado aire de la habitación.
A la izquierda de la puerta, una estantería cubría toda la pared. Pese a que era la biblioteca de los años de juventud, de estudiante y de sacerdocio del padre John, también había una fila de volúmenes encuadernados en piel negra, con la inscripción Obras dramáticas del año en el lomo, que sin duda databan de la década de los treinta o de los cuarenta del siglo xx. Junto a ellos había una serie de novelas policíacas en rústica. Dalgliesh comprobó que el padre John era un admirador de las escritoras de la época dorada del género: Dorothy L. Sayers, Margery Allingham y Ngaio Marsh. A la derecha de la puerta vio una bolsa de golf con media docena de palos. Le extrañó encontrar una cosa así en una estancia donde no había otro indicio de un posible interés por los deportes.
Los cuadros eran tan variados como el resto de los objetos: óleos Victorianos, sensibleros en su temática pero correctamente pintados; grabados de flores; un par de acuarelas, sin duda pintadas por algún antepasado del siglo xix: demasiado buenas para ser obra de un aficionado y no lo suficiente para atribuírselas a un profesional. A pesar de la penumbra, la habitación presentaba un aspecto demasiado acogedor, original y cómodo para resultar deprimente. Junto a cada uno de los dos sillones situados a ambos lados de la chimenea había una mesita con un flexo. Allí, los dos hermanos podían sentarse frente a frente y leer cómodamente.