Al observar a la señorita Betterton, Dalgliesh se sorprendió de la curiosa disparidad producida por una caprichosa combinación de genes. A primera vista, costaba creer que los Betterton fueran parientes cercanos. El padre John, de baja estatura, tenía un cuerpo compacto y un rostro dulce contraído en un permanente gesto de ansiosa perplejidad. Su hermana le sacaba al menos doce centímetros y presentaba una figura angulosa y una mirada penetrante y recelosa. Sólo la semejanza de las orejas con lóbulos largos, los párpados caídos y las pequeñas bocas fruncidas revelaba un parecido familiar. Ella aparentaba mucha más edad que su hermano. Llevaba el cabello gris recogido en una trenza sujeta en la coronilla por una peineta, de cuyos dientes sobresalían las secas puntas del pelo formando una especie de greca decorativa. Llevaba una falda de tweed que prácticamente rozaba el suelo, una camisa a rayas que parecía de su hermano y una larga rebeca beige con las mangas apolilladas.
– Agatha, éste es el comisario Dalgliesh, de New Scotland Yard -dijo el padre John.
– ¿Un policía?
Dalgliesh le tendió la mano.
– Sí, señorita Betterton -respondió-. Soy policía.
Tras unos segundos de demora, Dalgliesh estrechó una mano fría y tan delgada que creyó notar cada uno de sus huesos.
La mujer habló con esa aristocrática tonada cantarina de cuya naturalidad dudan aquellos que no la poseen:
– Me temo que se ha equivocado de sitio, caballero. De momento no necesitamos medicinas.
– El señor Dalgliesh no tiene nada que ver con medicinas, Agatha.
– Acabas de decir que es boticario.
– No, he dicho que es comisario.
– ¿Un corsario? Qué curioso. -Se volvió hacia Dalgliesh-. Mi primo Raymond fue capitán de fragata en la última guerra. No en la armada propiamente dicha, sino en la reserva de voluntarios. Creo que la llamaban la Marina de las Olas, por los galones amarillos en forma de ola que llevaban en la manga. Da igual; de todas maneras lo mataron. Ya habrá visto sus palos de golf junto a la puerta. Un palo de golf con cabeza de hierro no despierta intensos sentimientos, pero me resisto a separarme de ellos. ¿Por qué no lleva uniforme, señor Dalgliesh? Me gusta ver hombres uniformados. Una sotana no es lo mismo.
– Soy comisario de la policía, señorita Betterton. Es un grado de la Policía Metropolitana y no guarda relación alguna con los piratas o la marina.
El padre John, aburrido de ese extraño diálogo, interrumpió con suavidad pero también con firmeza.
– Agatha, querida, ha ocurrido algo terrible. Quiero que escuches con atención y mantengas la calma. Han asesinado al archidiácono Crampton. Por eso el comisario Dalgliesh necesita hablar contigo; con todos nosotros. Debemos hacer todo lo posible para ayudarlo a encontrar al responsable de esa atrocidad.
La exhortación a que mantuviera la calma resultaba innecesaria. La señorita Betterton recibió la noticia sin demostrar un ápice de sorpresa o pesar. Se dirigió a Dalgliesh.
– Bueno, pues le vendría bien un perro rastreador. Es una pena que no haya traído uno consigo. ¿Dónde lo mataron? Me refiero al archidiácono.
– En la iglesia, señorita Betterton.
– El padre Sebastian se llevará un disgusto. ¿No deberían notificarlo?
– Ya lo han hecho, Agatha -dijo el padre John-. Se lo han notificado a todos.
– Pues en esta casa no lo echaremos de menos. Era un individuo sumamente desagradable, comisario. Me refiero al archidiácono, desde luego. Podría exponerle los motivos de mi punto de vista, pero es un asunto familiar y confidencial. Estoy segura de que usted lo entenderá. Parece un hombre inteligente y discreto. Supongo que esas virtudes son propias de un boticario. Algunas personas están mejor muertas. Aunque no le explicaré por qué pienso que el archidiácono es una de ellas, le aseguro que el mundo será un lugar mejor sin su presencia. Sin embargo, algo habrá que hacer con el cadáver. No lo deje en la iglesia; eso disgustaría mucho al padre Sebastian. ¿Y qué me dice de los oficios? ¿No estorbará ahí en medio? Yo no soy muy religiosa ni voy a la iglesia, pero mi hermano sí, y no creo que le guste ir tropezando con el cuerpo del archidiácono. Sea cual fuere nuestra opinión personal sobre ese hombre, no estaría bien dejarlo ahí.
– Retiraremos el cadáver, señorita Betterton -aseveró Dalgliesh-, pero la iglesia permanecerá cerrada durante al menos dos días. Necesito hacerle algunas preguntas. ¿Usted o su hermano salieron de aquí anoche, después de las completas?
– ¿Por qué íbamos a hacerlo, comisario?
– Eso es lo que le estoy preguntando. ¿Alguno de los dos estuvo fuera del apartamento anoche? -preguntó, mirando primero a la mujer y luego a su hermano.
– Siempre nos acostamos a las once -contestó el padre John-. Yo no salí después de las completas ni más tarde. Y Agatha tampoco, estoy seguro. No había razón para ello.
– Si alguno de los dos hubiera salido, ¿el otro lo habría oído? -inquirió Dalgliesh.
Fue la señorita Betterton quien contestó:
– Claro que no -intervino la señorita Betterton-. No nos quedamos en vela, preguntándonos qué hace el otro. Mi hermano es libre de pasearse por la casa durante la noche, si así lo desea, aunque no veo con qué intención. Supongo que se pregunta si alguno de los dos mató al archidiácono, comisario. No soy tonta. Sé adónde quiere ir a parar. Pues bien, yo no lo hice y no creo que lo haya hecho mi hermano. No es un hombre de acción.
– Por supuesto que no lo maté, Agatha -dijo con vehemencia el padre John, visiblemente consternado-. ¿Cómo puedes pensar una cosa semejante?
– No soy yo quien lo piensa; es el comisario. -Se dirigió a Dalgliesh-. El archidiácono quería echarnos de aquí. Me lo dijo.
– Él nunca obraría así, Agatha -replicó el padre John-. Seguramente le entendiste mal.
– ¿Cuándo se lo dijo, señorita Betterton? -quiso saber Dalgliesh.
– La última vez que estuvo aquí, el lunes por la mañana. Yo había ido a ver si Surtees podía darme unas hortalizas. Es muy atento cuando nos quedamos sin verdura. Por el camino me topé con el archidiácono. Quizá también iba a buscar hortalizas, o a ver a los cerdos. Lo reconocí en el acto. No esperaba encontrármelo, y puede que me comportase con cierta brusquedad. No me gusta la hipocresía y detesto fingir que alguien me cae bien. Como no soy religiosa, no estoy obligada a practicar la caridad cristiana. Además, nadie me había informado de su presencia en el seminario. ¿Por qué no me cuentan esas cosas? De no ser por Raphael Arbuthnot, tampoco me habría enterado de que estaba aquí ahora. -Posó la vista en Dalgliesh-. Supongo que ya conocerá a Raphael. Es un muchacho encantador y muy listo. De vez en cuando viene a cenar con nosotros y leemos una obra de teatro. Si no hubiese caído en manos de los sacerdotes, no lo hubieran atrapado, ahora sería actor. Interpreta de maravilla cualquier papel y sabe imitar cualquier voz. Posee un don extraordinario.
– Mi hermana es una gran aficionada al teatro -explicó el padre John-. Ella y Raphael viajan a Londres una vez al trimestre para ir de compras, comer y asistir a una matinée.
– Creo que para él significa mucho salir de vez en cuando de este lugar -comentó la señorita Betterton-. Sin embargo, me temo que mi oído no es tan bueno como antes. A los actores ya no les enseñan a impostar la voz, sino sólo a mascullar. ¿Cree que en las escuelas de arte dramático imparten clases especiales para que aprendan a hablar entre dientes? ¿Se sientan en círculo y mascullan los unos con los otros? Aunque nos sentemos en la primera fila, me cuesta entenderlos. Aun así, nunca me quejo delante de Raphael. No quiero herir sus sentimientos.
Dalgliesh habló con suavidad:
– Pero ¿qué le dijo exactamente el archidiácono para que usted pensara que estaba amenazándolos con echarlos de su apartamento?