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– Algo así como que algunos vivían de los fondos de la Iglesia sin ofrecer nada a cambio.

El padre John interrumpió:

– Dudo que dijera algo semejante, Agatha -la cortó el padre John-. ¿Estás segura de que lo recuerdas bien?

– Quizá no empleara esas palabras, John, pero a eso se refirió. Y añadió que no diera por sentado que me dejarían permanecer aquí durante el resto de mi vida. Le entendí perfectamente. Estaba amenazando con echarnos.

– Pero no podía hacerlo, Agatha -insistió el padre John, afligido-. No tenía autoridad para ello.

– Raphael me dijo lo mismo cuando se lo conté. Hablamos de ello la última vez que vino a cenar. Y yo le contesté que si había logrado mandar a mi hermano a prisión, era capaz de todo. Pero Raphael repitió: «No, no puede. Yo se lo impediré.»

El padre John, desesperado por el curso que estaba tomando la entrevista, se había apartado para mirar por la ventana.

– Viene una moto por la carretera de la costa -señaló-. ¡Qué extraño! No esperábamos a nadie esta mañana. Tal vez vengan a verlo a usted, comisario.

Dalgliesh se acercó a él.

– He de marcharme, señorita Betterton -dijo-. Gracias por su cooperación. Es posible que tenga que hacerle algunas preguntas más; en tal caso, le consultaré antes cuál es la hora más conveniente para usted. Y ahora, padre, ¿sería tan amable de enseñarme sus llaves?

El padre John desapareció y regresó casi de inmediato con un llavero en la mano. Dalgliesh comparó las dos llaves de la iglesia con las del padre Martin.

– ¿Dónde las dejó anoche, padre? -preguntó.

– En el sitio de costumbre, sobre la mesilla de noche.

Antes de salir, Dalgliesh echó un vistazo a los palos de golf. Las cabezas estaban a la vista y el metal parecía limpio. Se formó una imagen mental desagradablemente clara y convincente. Para ello se requeriría buena vista, y también había que tener en cuenta la dificultad de esconder el palo hasta que llegase el momento de atacar, el momento en que los ojos del archidiácono estuvieran fijos en el retablo profanado. No obstante, ¿representaba eso un problema? Podrían haberlo dejado apoyado detrás de una columna. Y con un arma de esa longitud, el riesgo de mancharse con sangre era mínimo. Le vino a la mente una súbita y gráfica visión de un joven rubio, aguardando inmóvil entre las sombras con un palo de golf en la mano. El archidiácono no se habría levantado de la cama para ir a la iglesia si quien lo llamaba era Raphael, pero, según la señorita Betterton, el joven era capaz de imitar la voz de cualquiera.

7

La llegada del doctor Mark Ayling fue tan sorprendente como rápida. Dalgliesh estaba bajando por la escalera cuando oyó el rugido de la motocicleta en el patio. Pilbeam había abierto la puerta principal, como todas las mañanas, y Dalgliesh salió a la tenue luz de un día que olía a fresco y en el que, después del tumulto de la noche, reinaba un fatigado sosiego. Hasta el rumor del mar se oía amortiguado. La potente moto bordeó el patio y se detuvo en seco ante la entrada. El conductor se quitó el casco, sacó un maletín de debajo del asiento y, con el casco bajo el brazo izquierdo, subió los escalones con la actitud despreocupada de un mensajero que acude a entregar un paquete.

– Soy Mark Ayling -dijo-. El cadáver está en la iglesia, ¿no?

– Yo soy Adam Dalgliesh. Sí, por aquí. Cruzaremos el edificio y saldremos por la puerta sur. He clausurado el acceso por el claustro norte.

El vestíbulo estaba desierto, y Dalgliesh tuvo la impresión de que las pisadas del doctor Ayling resonaban con una fuerza poco natural sobre el suelo de mosaico. No esperaba que el forense entrase de manera furtiva, sin embargo su aparición no había sido precisamente discreta. El comisario se preguntó si debía ir en busca del padre Sebastian y hacer las presentaciones de rigor, pero decidió que no. Al fin y al cabo, no se trataba de una visita de cortesía y no había tiempo que perder. Aun así, estaba convencido de que todos se habían enterado ya de la llegada del patólogo, y mientras cruzaban el pasillo hacia la puerta del claustro sur le invadió la incómoda aunque irracional sensación de que estaba violando las normas de urbanidad. Llevar a cabo una investigación de asesinato en un ambiente de mal disimulada hostilidad y escasa cooperación resultaba menos complicado que lidiar con las posibles repercusiones sociales y teológicas de sus actos en esta escena del crimen.

Cruzaron el patio, bajo las casi desnudas ramas del gran castaño de Indias, y llegaron a la sacristía sin pronunciar palabra.

– ¿Dónde puedo cambiarme? -preguntó Ayling mientras Dalgliesh abría la puerta.

– Aquí. Es a la vez sacristía y despacho.

Por lo visto, «cambiarse» significaba despojarse del traje de cuero, ponerse una bata marrón que le llegaba hasta la rodilla y reemplazar las botas por unas zapatillas finas que enfundó en unos calcetines de algodón blanco.

Dalgliesh cerró la puerta a su espalda.

– Es muy probable que el asesino entrara por esta puerta -señaló-. He prohibido el acceso a la iglesia hasta que lleguen los técnicos.

Ayling colocó su traje de cuero doblado con todo cuidado sobre la silla giratoria del escritorio. Luego dejó las botas perfectamente alineadas en el suelo.

– ¿Por qué la Policía Metropolitana? -inquirió-. Es un caso de Suffolk.

– En estos momentos hay un huésped de la policía de Suffolk en el seminario. Eso complica las cosas. Yo me encontraba aquí por otro asunto, y consideraron razonable que me ocupara del caso.

La explicación pareció satisfacer a Ayling.

Se adentraron en la iglesia. Las luces de la nave central, aunque tenues, debían de bastar para una feligresía que conocía la liturgia de memoria. Se acercaron a El juicio final. Dalgliesh encendió la lámpara direccional. En la circundante penumbra impregnada de incienso, que parecía extenderse más allá de los muros de la iglesia y fundirse con una oscuridad infinita, el foco resplandeció con un brillo sobrecogedor, más potente de lo que recordaba Dalgliesh. Quizá, pensó, fuese la presencia de otra persona lo que transformaba la escena en un acto de gran guiñoclass="underline" el actor tendido aún en el suelo con la inmovilidad de un experto, el ingenioso golpe de efecto de los candeleros dispuestos junto a su cabeza y él mismo en el papel de observador silencioso, esperando a la sombra de la columna, una señal para empezar a recitar su parte.

Ayling, momentáneamente paralizado por el inesperado fulgor, bien podría haber estado evaluando la eficacia del cuadro teatral. Cuando comenzó su silencioso paseo alrededor del cuerpo, semejaba un director que buscara el mejor ángulo para la cámara, cerciorándose de que la postura del muerto fuese a la vez realista y artística. Dalgliesh observó los detalles con mayor claridad: un arañazo en la punta de la negra zapatilla de piel de Crampton, a cierta distancia de su pie derecho, que, así desnudo, ofrecía un aspecto desproporcionado y extraño con su antiestético y largo dedo gordo. Puesto que sólo se le veía parte de la cara, ese pie, ahora inmóvil para siempre, adquiría un protagonismo mucho mayor que si el cuerpo hubiese estado desprovisto de ropa, provocando una mezcla de compasión y escándalo.

Dalgliesh había tratado poco a Crampton y al verlo sólo había experimentado un ligero resentimiento ante un invitado inesperado y no particularmente agradable. No obstante, ahora le invadió una furia que jamás había experimentado en otro escenario de un crimen. De repente evocó unas palabras familiares cuyo origen no recordaba: «¿Quién ha perpetrado este acto?» Descubriría la respuesta y, cuando lo hiciera, encontraría pruebas; no volvería a cerrar un caso porque le impidiesen practicar un arresto pese a conocer la identidad del culpable, el móvil y los medios. Aún pesaba sobre sus hombros la carga del último fracaso, mas esta vez se libraría de ella.

Ayling continuaba caminando con cautela alrededor del cadáver, sin apartar los ojos de él, como si hubiese descubierto un fenómeno interesante pero insólito y no supiera cómo iba a reaccionar ante su escrutinio. Por fin se acuclilló junto a la cabeza y olisqueó con delicadeza la herida.