– ¿Quién es? -preguntó.
– Lo siento. Creía que se lo habían dicho. Es el archidiácono Crampton. Hacía poco que era miembro del consejo de administración del seminario y llegó aquí el sábado por la mañana.
– Es obvio que alguien lo detestaba, o bien sorprendió a un ladrón. ¿Hay algo que merezca la pena robar aquí?
– El retablo del altar es muy valioso, aunque costaría mucho quitarlo de ahí. No hay indicios de que lo intentasen. También se guardan valiosos objetos de plata en la caja fuerte de la sacristía, pero nadie ha pretendido abrirla.
– Y los candeleros siguen aquí -observó Ayling-. Claro que son de bronce…, no tenía sentido que se los llevasen. El arma homicida y la causa de la muerte no plantean grandes dudas. Un golpe en el lado derecho del cráneo, por encima de la oreja, asestado con un objeto pesado de bordes afilados. No sé si lo mató el primer impacto, pero con seguridad lo dejó inconsciente. Luego el atacante arremetió otra vez. Yo diría que hubo ensañamiento.
Se puso de pie, alzando con la mano enguantada el candelero que no presentaba manchas de sangre.
– Es pesado. Se necesita fuerza para levantarlo. Una mujer o un anciano podrían haberlo hecho siempre que usaran las dos manos. Aunque también debía de tener buena vista, y no creo que él se quedara convenientemente quieto y de espaldas a un extraño…, o a cualquiera en quien no confiase. ¿Cómo entró? Me refiero a Crampton.
Dalgliesh se percató de que se hallaba ante un forense no muy consciente de los límites de sus responsabilidades.
– Que yo sepa, no tenía llave. O bien lo dejó entrar alguien, o encontró la puerta abierta. El juicio final fue profanado. Quizá lo hicieran para atraerlo hasta la iglesia.
– Entonces se trata de alguien de aquí. Eso reduciría ventajosamente el número de sospechosos. ¿Cuándo lo encontraron?
– A las cinco y media. Yo llegué cuatro minutos después. Por la apariencia de la sangre y los signos de rigor mortis en la cara, deduje que llevaba unas cinco horas muerto.
– Le tomaré la temperatura, aunque dudo que saque una conclusión más precisa. Murió alrededor de la medianoche, hora más, hora menos.
– ¿Qué me dice de la sangre? -preguntó Dalgliesh-. ¿Cree que salió con fuerza?
– Con el primer golpe, no. Ya sabe lo que sucede con las heridas en la cabeza. La hemorragia suele producirse dentro de la cavidad craneal. De todos modos, el asesino no se limitó a propinarle un golpe, ¿verdad? Con el segundo y los siguientes, sin duda salió más sangre. Es posible que sólo salpicase un poco al asesino. Todo depende de la distancia a la que se encontrase cuando descargó los demás golpes. Si el atacante era diestro, supongo que se habrá manchado el brazo derecho y quizá también el pecho -añadió-. Aunque debió de preverlo. Quizá se arremangase la camisa, llevara una camiseta o, mejor aún, viniera desnudo. No sería el primer caso.
Dalgliesh no había oído nada que no hubiera pensado antes.
– ¿Y eso no habría sorprendido a la víctima?
Ayling hizo caso omiso de la interrupción.
– Pero tuvo que actuar con rapidez. No podía confiar en que la víctima le diera la espalda durante más de un par de segundos. No es mucho tiempo para arremangarse y levantar un candelero de dondequiera que lo hubiese escondido.
– ¿Y dónde piensa que fue?
– ¿En un sitial? No, demasiado lejos. Le bastaba con dejarlo detrás de una columna. Sólo tuvo que ocultar uno, desde luego. Más tarde trajo el otro del altar para montar su pequeña escenografía. Me pregunto por qué se molestó en hacer algo así. No parece un acto de reverencia. -Al advertir que Dalgliesh no abría la boca, prosiguió-: Le tomaré la temperatura por si eso nos ayuda a fijar con mayor exactitud la hora de la muerte, pero dudo que pueda mejorar su cálculo. Le daré más datos cuando haya finalizado la autopsia.
Dalgliesh no se quedó a mirar la primera violación de la intimidad del cadáver. Se paseó de un extremo al otro de la nave central hasta que vio que Ayling había concluido el examen y se había erguido.
Regresaron juntos a la sacristía.
– ¿Le apetece un café? -preguntó Dalgliesh mientras el patólogo se quitaba la bata de trabajo y se embutía en el traje de cuero-. Puedo pedir que se lo preparen.
– No, gracias. Tengo prisa. Además, ellos no querrán verme. Practicaré la autopsia mañana por la mañana y le telefonearé de inmediato, aunque dudo que surja alguna sorpresa. El juez me pedirá el informe. Es muy meticuloso en estos asuntos. Supongo que usted también, claro. Si el laboratorio de Huntingdon está ocupado, me imagino que se me concederá autorización para usar el de la Policía Metropolitana. Sé que usted no querrá mover el cadáver hasta que el fotógrafo y los técnicos hayan realizado su trabajo, pero llámeme en cuanto terminen. Estoy seguro de que esta gente se alegrará de perder el cuerpo de vista.
Cuando Mark Ayling hubo salido, Dalgliesh activó la alarma y cerró con llave la puerta de la sacristía. Por una misteriosa razón, no le apetecía cruzar de nuevo la casa con su acompañante.
– Podemos salir por la verja que da al descampado -dijo-. Así evitará que lo entretengan.
Rodearon el patio por el sendero de hierba pisoteada. Dalgliesh vio luces encendidas en las tres casas ocupadas. Le recordaban los solitarios puestos de avanzada de un fuerte sitiado. También había luz en San Mateo, de lo que coligió que la señora Pilbeam, armada con la escoba y la aspiradora, acondicionaba el chalé para la policía. Pensó otra vez en Margaret Munroe, en su solitaria y oportuna muerte, y le asaltó una idea tan convincente como aparentemente irracionaclass="underline" que las tres muertes estaban relacionadas entre sí. El aparente suicidio, la muerte certificada como natural y el brutal asesinato estaban unidos por un hilo conductor. Quizá fuera endeble y retorcido, pero cuando siguiera su curso, lo llevaría al corazón del misterio.
En el patio delantero, aguardó a que Ayling montara en su moto y se marchara. Cuando se disponía a regresar a la casa, vislumbró las luces de un coche. Acababa de virar por la carretera y avanzaba a toda velocidad hacia el seminario. Unos segundos después identificó el Alfa Romeo de Piers Tarrant. Los dos primeros miembros de su equipo ya estaban allí.
8
El inspector Piers Tarrant recibió la llamada a las seis y cuarto. Diez minutos después, estaba listo para marcharse. Le habían ordenado que pasara a buscar a Kate Miskin de camino, y decidió que eso no supondría una demora; el piso de Kate estaba junto al Támesis, poco después de Wapping, en la ruta que había planeado tomar para salir de Londres. El sargento detective Robbins vivía en el límite con Essex y acudiría al lugar del crimen en su propio coche. Con un poco de suerte, llegaría antes que él, pensó Piers. Salió a la calle desierta y a la paz característica de las primeras horas de una mañana de domingo. Se dirigió hacia la plaza de garaje que pagaba la policía de Londres, dejó su maletín en el asiento trasero del coche y arrancó en dirección al este, siguiendo el mismo itinerario que había hecho Dalgliesh dos días antes.
Kate lo esperaba en la entrada del edificio donde se encontraba su apartamento con vistas al río. Nunca lo había invitado a entrar, y ella tampoco conocía el interior del piso que Piers ocupaba en la City. El río, con sus luces y matices siempre cambiantes, su bullicio y su agitada vida comercial, apasionaba a Kate tanto como la City a Piers. La casa de él tenía sólo tres habitaciones y estaba situada encima de una charcutería, en una callejuela cercana a la catedral de San Pablo. Sus amistades de la policía y su vida sexual no formaban parte de este mundo privado. En el interior de su casa no había un solo elemento superfluo; todo estaba cuidadosamente seleccionado y era de lo más caro que podía permitirse. La City, sus iglesias y callejuelas, sus pasajes adoquinados y sus poco frecuentados patios de manzana representaban para él un pasatiempo y una vía de escape de su vida profesional. Al igual que a Kate, le fascinaba el río, si bien sólo como parte de la vida y la historia de la City. Cada día iba al trabajo en bicicleta y, aunque sólo usaba el coche para salir de Londres, cuando conducía, tenía que ser al volante de un automóvil que lo enorgulleciera.