Tras un breve saludo, Kate se sentó junto a él y se abrochó el cinturón de seguridad. Aunque no hablaron hasta haber recorrido varios kilómetros, Piers notaba la excitación de la chica, como seguramente ella percibiría la suya. Kate le caía bien, y la respetaba, pero sus relaciones profesionales no estaban exentas de pequeños rencores, tensiones y rivalidades. Sin embargo, si algo tenían en común, era ese chorro de adrenalina que recorría a ambos al comienzo de una investigación de asesinato. Piers a menudo se preguntaba, no sin incomodidad, si esa emoción casi visceral no sería equiparable a una especie de sed de sangre; ciertamente, guardaba alguna semejanza con un deporte sangriento.
– Muy bien, instrúyeme -pidió Kate cuando dejaron atrás Docklands-. Tú estudiaste Teología en Oxford. Debes de saber algo sobre ese sitio.
El hecho de que Piers hubiese estudiado Teología era una de las pocas cosas que sabía de él, y siempre la había intrigado. Él a veces pensaba que Kate estaba convencida de que en sus años en Oxford había adquirido una suerte de sabiduría esotérica que le proporcionaba ventaja a la hora de desentrañar las motivaciones y las infinitas fluctuaciones del alma humana. De cuando en cuando decía: «¿De qué sirve la Teología? Explícamelo. Pasaste tres años estudiándola. Me refiero a que sin duda pensaste que le sacarías algún provecho; a que te pareció útil e importante.» Piers dudaba de que le hubiera creído cuando le había contestado que resultaba más fácil conseguir una plaza en la Facultad de Teología de Oxford que en la de Historia, su preferida. Tampoco le había confesado cuál era el mayor beneficio derivado de sus estudios: una fascinación por la complejidad de los baluartes intelectuales que los hombres construían para protegerse de las mareas del escepticismo. Su propio escepticismo había permanecido intacto, y no obstante jamás se había arrepentido de aquellos tres años de carrera.
– Sé algo sobre Saint Anselm, aunque no mucho -respondió-. Un amigo mío fue allí a continuar sus estudios, pero perdimos contacto. He visto fotografías del seminario. Es una gigantesca mansión victoriana situada en uno de los lugares más inhóspitos de la costa este. Hay varias leyendas sobre ese sitio. Como la mayor parte de las leyendas, es probable que haya algo de cierto en ellas. Pertenece al sector de la Iglesia anglicana más cercano al catolicismo; no estoy seguro, pero creo que siguen una liturgia tradicional con algunos matices de la doctrina papista. Hacen hincapié en la Teología, se oponen a prácticamente todo lo que ha sucedido en el anglicanismo en los últimos cincuenta años y es imposible ingresar allí sin un expediente académico de primera. Por otro lado, me han dicho que la comida es muy buena.
– Dudo que se nos presente la ocasión de probarla -repuso Kate-. De manera que es una facultad elitista, ¿no?
– Quizá sí, pero también el Manchester United.
– ¿Alguna vez pensaste en ingresar allí?
– No, porque yo no estudié Teología con vistas a ordenarme. Además, no me aceptarían. No sacaba notas lo bastante buenas. El rector es un tipo curioso. Una autoridad en Richard Hooker. Muy bien, no preguntes; fue un teólogo del siglo xvi. Créeme si te aseguro que cualquiera que haya escrito una obra importante sobre Hooker no es una nulidad intelectual. De hecho, tal vez tengamos problemas con el reverendo doctor Sebastian Morell.
– ¿Y la víctima? ¿Dalgliesh te comentó algo sobre él?
– Sólo que era archidiácono, un tal Crampton, y que lo encontraron muerto en la iglesia.
– ¿Y qué es un archidiácono?
– Una especie de perro guardián de la Iglesia. Un hombre, aunque también podría ser una mujer, que vela por las propiedades de la Iglesia y nombra a los párrocos. Los archidiáconos se encargan de cierto número de parroquias y las visitan una vez al año. Algo así como el jefe de la Inspección de Policía de su Majestad.
– O sea que se trata de uno de esos casos en los que todos los sospechosos están bajo el mismo techo y que nos exigirá andarnos con cuidado para que el comisario no reciba llamadas de gente importante ni quejas del arzobispo de Canterbury. ¿Por qué hemos de intervenir nosotros?
– Dalgliesh no dijo gran cosa. Ya sabes cómo es. Quería que saliésemos lo antes posible. Por lo visto, un inspector de la policía de Suffolk estaba allí anoche, en calidad de huésped. El jefe de la policía local está de acuerdo en que no sería conveniente que ellos se ocuparan del caso.
Kate cesó en su interrogatorio, pero Piers tenía la impresión de que le molestaba que lo hubiesen llamado a él primero. De hecho, ella llevaba más tiempo de servicio, aunque nunca había hecho valer su antigüedad. Piers se preguntó si debía comentar que Dalgliesh había ahorrado tiempo telefoneándole en primer lugar, pues él disponía de un coche más rápido y sería el conductor. Resolvió no hacerlo.
Como esperaba, adelantó a Robbins en el cruce de Colchester. Piers sabía que, si hubiera conducido Kate, habrían reducido la velocidad para que todo el equipo llegase a la vez. Su reacción fue saludar con la mano a Robbins y pisar el acelerador.
Kate había reclinado la cabeza y parecía estar dormitando. Al observar su rostro anguloso y atractivo, Piers pensó en su relación con ella. Había cambiado en los dos últimos años, desde la publicación del Informe Macpherson. Aunque no poseía mucha información sobre su vida privada, sabía que era hija ilegítima y que la había criado su abuela en uno de los barrios más sórdidos de la ciudad, en el último piso de un bloque de apartamentos. La mayoría de sus vecinos y sus compañeros de colegio habían sido negros. Enterarse de que pertenecía a una fuerza en la que el racismo estaba institucionalizado la había llenado de un furioso rencor, que, en opinión de Piers, había cambiado su actitud ante el trabajo. Él, que profesaba ideas políticas más complejas y era más cínico que ella, se había esforzado por suavizar sus acaloradas discusiones.
– Después de leer este informe -había dicho ella-, ¿ingresarías en la Policía Metropolitana si fueses negro?
– No, pero tampoco lo haría siendo blanco. Sin embargo, ya estoy dentro y no voy a permitir que Macpherson me eche.
Él sabía hasta dónde quería que lo llevase su trabajo: a un puesto importante en la Brigada Antiterrorista. Allí estaban las grandes oportunidades. Entretanto, se contentaba con pertenecer a un equipo prestigioso, con un jefe exigente a quien respetaba y suficientes emociones para mantener a raya el aburrimiento.
– ¿Es eso lo que quieren? -había preguntado Kate-. ¿Desalentar el ingreso de los negros en el cuerpo para impedir que haya agentes decentes, sin ideas racistas?
– Por Dios, Kate. Déjalo ya. Te estás poniendo pesada.
– Según el informe, un acto es racista si la víctima lo percibe como tal. Yo percibo este informe como racista… Racista contra mí, como funcionaría blanca. Así que ¿a quién debo dirigir mis protestas?
– Podrías probar con los de Relaciones Interraciales, aunque dudo que te hagan caso. Habla con Dalgliesh.
Piers no sabía si había seguido sus indicaciones, pero al menos continuaba en su puesto. Sin embargo, no se le escapaba que ahora trabajaba con una Kate diferente. Todavía era concienzuda y diligente y se volcaba por entero en cada caso. Jamás defraudaría al equipo. No obstante, algo había desaparecido: la fe en que la actividad policial, además de un servicio público, constituía una vocación que requería algo más que esfuerzo y dedicación. A Piers, esa actitud de total entrega de Kate siempre le había parecido demasiado romántica e ingenua; ahora advertía lo mucho que la echaba en falta. Al menos, se dijo, el Informe Macpherson había acabado para siempre con el respeto exagerado de su compañera hacia el gobierno.