Выбрать главу

A las ocho y media pasaron por el pueblo de Wrentham, todavía envuelto en la calma matutina, acentuada por los árboles y setos que mostraban los estragos de una tormenta nocturna que prácticamente no había afectado a Londres. Kate espabiló y buscó en el mapa la carretera de Ballard’s Mere. Piers redujo la velocidad.

– Dalgliesh me avisó que era fácil pasarse de largo -dijo-. Busca un fresno grande y añoso a la derecha y un par de casas de piedra enfrente.

Con su grueso revestimiento de hiedra, el fresno resultaba inconfundible, pero, cuando enfilaron una carretera apenas más ancha que una calle, vieron de inmediato lo que había ocurrido. Junto al borde de la hierba había una gran rama caída, descolorida y lisa como un hueso bajo la creciente luz de la mañana. De ella sobresalían varios vástagos secos, semejantes a dedos nudosos. El tronco presentaba la gruesa herida que había dejado la rama al desgajarse, y el camino, ahora transitable, seguía cubierto con vestigios de la caída: una maraña de hiedra, ramitas y una multitud de hojas verdes y amarillas.

Salían luces de las ventanas de las dos casas. Piers detuvo el coche y tocó el claxon. Al cabo de unos segundos, una robusta mujer de mediana edad se aproximó por el sendero del jardín. Tenía una cara curtida y agradable bajo una alborotada mata de pelo y llevaba un colorido delantal de flores sobre lo que parecía una superposición de prendas de lana. Kate bajó la ventanilla.

– Buenos días -saludó Piers inclinándose-. Veo que han tenido problemas.

– La rama cayó a las diez en punto. Fue la tormenta, ¿sabe? Lo de anoche fue una auténtica tempestad. Por suerte oímos la caída… ¡Cómo no íbamos a oírla con el ruido que hizo! Mi marido temía que se hubiera producido un accidente, así que colocó señales luminosas en los dos lados. Luego, por la mañana, mi Brian y el señor Daniels, el vecino, sacaron el tractor y arrastraron la rama. Aunque por aquí no pasa mucha gente, salvo los que visitan a los padres y los estudiantes del seminario; de todas maneras no quisimos esperar a que el ayuntamiento despejara el camino.

– ¿Cuándo lo hicieron ustedes, señora…?

– Finch. Señora Finch. A las seis y media de la mañana. Todavía estaba oscuro, pero Brian quiso acabar con la tarea antes de irse a trabajar.

– Por suerte para nosotros -apostilló Kate-. Gracias, han sido muy amables. De manera que por aquí no pudo pasar ningún coche entre las diez de la noche y las seis y media de la mañana, ¿verdad?

– Así es, señorita. Sólo pasó un señor en moto, que debía de ir al seminario. Nadie más. Todavía no se ha marchado.

– ¿Ninguna otra persona?

– Que yo sepa, no. Y por lo general veo a todo el que pasa por aquí, porque la ventana de la cocina da al frente.

Le dieron las gracias de nuevo, se despidieron y siguieron su camino. Kate reparó en que la señora Finch se quedaba mirando el coche durante unos segundos antes de cerrar la verja y regresar a la casa.

– Una moto que aún no ha regresado -repitió Piers-. Quizá se trate del forense, aunque me parecería más lógico que viniera en coche. Bueno, tenemos noticias para Dalgliesh. Si este camino es el único acceso…

Kate estudió el mapa.

– Lo es, al menos para vehículos. Eso significa que si el asesino no es alguien del seminario, llegó antes de las diez de la noche y todavía no ha salido, al menos por carretera. Por lo visto es un trabajo hecho desde dentro, ¿no?

– Eso es lo que me dio a entender Dalgliesh.

La cuestión del acceso revestía tal importancia que Kate estuvo a punto de manifestar su sorpresa por el hecho de que Dalgliesh aún no hubiera mandado a alguien a interrogar a la señora Finch. Pero entonces lo entendió: ¿a quién iba a mandar antes de que llegaran ella y Piers?

Continuaron avanzando por el desierto camino. Como era más bajo que los campos circundantes y estaba bordeado por arbustos, Kate se llevó una sorpresa al divisar la gris y ondulada superficie del mar del Norte. Más arriba, una imponente mansión victoriana se recortaba contra el cielo.

– ¡Dios santo, qué monstruosidad! -exclamó Kate-. ¿A quién se le ocurrió construir una casa como ésa a pocos metros del mar?

– A nadie. Cuando la construyeron, no estaba a pocos metros del mar.

– No me dirás que te gusta -protestó ella.

– No sé. La encuentro bastante majestuosa.

Un motorista pasó con estruendo junto a ellos.

– Ése debe de ser el forense -observó Kate.

Piers aminoró la velocidad al pasar entre dos ruinosas torres, en dirección adonde los esperaba Dalgliesh.

9

Pese a que San Mateo no habría servido como una base de operaciones lo bastante amplia para una investigación importante, Dalgliesh lo consideró aceptable para el caso que se traía entre manos. No había un cuartel de la policía en varios kilómetros a la redonda, y estacionar caravanas en el campo habría sido una medida absurda y cara. Por otro lado, quedarse en el seminario planteaba problemas, entre ellos el de las comidas; durante cualquier tragedia o emergencia, ya fuese un asesinato o una muerte natural, la gente seguía necesitando cama y comida. Recordó que, tras la muerte de su padre, su madre había relegado temporalmente el dolor a un segundo plano mientras se preocupaba por cómo alojar en la rectoría a todos los invitados, lo que podían o no podían comer y qué platos ofrecer al resto de la parroquia. El sargento Robbins ya estaba ocupándose del problema actual, telefoneando a los hoteles que les había recomendado el padre Sebastian para reservar alojamiento para él, Kate, Piers, el fotógrafo y los técnicos. El comisario se quedaría en el apartamento para huéspedes del seminario.

Dalgliesh nunca había dirigido una investigación desde un sitio tan curioso como San Mateo. En su empeño por eliminar cualquier rastro físico de ocupación, la hermana de la señora Munroe había dejado la casa tan despojada de carácter que hasta el aire que se respiraba en ella era desabrido. Saltaba a la vista que habían amueblado las dos reducidas estancias de la planta baja con restos de los apartamentos de huéspedes y, aunque los habían dispuesto de un modo convencional, creaban un ambiente de deprimente funcionalidad. En el salón, a la izquierda de la puerta y frente a la pequeña chimenea victoriana, habían puesto un sillón de respaldo combado con un descolorido cojín de retazos y una silla de listones con reposapiés. En el centro de la habitación había una mesa cuadrada de roble y cuatro sillas, y otras dos contra la pared. La pequeña estantería situada a la izquierda de la chimenea contenía sólo una Biblia encuadernada en piel y un libro: Alicia a través del espejo. La estancia de la derecha ofrecía un aspecto un poco más acogedor, con una mesa más pequeña pegada a la pared, dos sillas de caoba con patas torneadas, un desvencijado sofá y un sillón a juego. Las dos habitaciones de la planta alta estaban vacías. Dalgliesh decidió usar el salón como despacho y cuarto de interrogatorios, y el cuarto contiguo como sala de espera. En uno de los dormitorios de arriba instalarían una línea telefónica y los enchufes necesarios para conectar el ordenador que les había enviado la policía de Suffolk.

El problema de las comidas ya estaba resuelto. Dalgliesh era reacio a comer con la comunidad. Temía que su presencia cohibiera incluso al locuaz padre Sebastian. El rector le había ofrecido una invitación que con toda seguridad deseaba que no aceptase. El comisario cenaría en otra parte, aunque habían acordado que a la una de la tarde el seminario serviría sopa, bocadillos o queso y encurtidos para todo el equipo. Ambas partes habían eludido discretamente el tema del pago, al menos por el momento, lo que añadía un toque extravagante en la situación. Dalgliesh se preguntó si ése resultaría ser el primer caso de asesinato en el que el homicida corría con los gastos de alojamiento y comida del encargado de la investigación.