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Aunque todos estaban impacientes por empezar a trabajar, primero tenían que ver el cadáver. Dalgliesh, Kate, Piers y Robbins fueron a la iglesia, se cubrieron los zapatos con escarpines de papel y caminaron a lo largo de la pared norte hacia El juicio final. El comisario sabía que ninguno de sus subordinados intentaría mitigar su horror con ironías o humor negro; nadie capaz de hacer algo así duraba mucho tiempo a sus órdenes. Encendió la luz, y todos contemplaron el cadáver en silencio por unos instantes. Por el momento, el asesino no era ni siquiera una figura borrosa en el horizonte, todavía no habían encontrado la menor pista de él, y sin embargo aquélla era su obra, y era preciso que los miembros del equipo la observaran en toda su crudeza.

Kate fue la primera en hablar.

– ¿Dónde estaban antes los candeleros, señor?

– En el altar.

– ¿Y cuándo vieron El juicio final intacto por última vez?

– En las completas, el oficio que se celebró anoche a las nueve y media.

Cerraron la puerta de la iglesia, encendieron la alarma y regresaron a la base de operaciones. Una vez allí, se sentaron para mantener una charla preliminar y hacer un resumen de los hechos. Dalgliesh sabía que no debía precipitarse. Cualquier información que olvidase proporcionar ahora, o que se interpretara mal, podía acarrear demoras, malentendidos o errores. Comenzó con una explicación detallada pero concisa de todo lo que había hecho y visto desde su llegada a Saint Anselm, incluidas sus pesquisas sobre la muerte de Ronald Treeves y el contenido del diario de la señora Munroe. Los demás lo escucharon sentados a la mesa, la mayor parte del tiempo sin intervenir y tomando alguna que otra nota.

Kate, con la espalda erguida, mantenía los ojos fijos en su cuaderno, salvo cuando los levantaba para mirar a Dalgliesh con desconcertante intensidad. Iba vestida como siempre que trabajaba en un caso: con cómodos zapatos bajos, pantalones estrechos y una chaqueta de corte elegante. En invierno siempre lleva debajo un jersey de cachemira de cuello redondo; en verano, una camisa de seda. Llevaba el cabello castaño claro recogido en una corta y gruesa trenza. No usaba maquillaje y su cara, más atractiva que bonita, reflejaba lo que era en esencia: una mujer sincera, responsable y diligente, aunque quizá no del todo satisfecha consigo misma.

Piers, tan inquieto como de costumbre, era incapaz de permanecer sentado mucho tiempo. Después de varios intentos aparentemente infructuosos de encontrar una postura cómoda, había enlazado las piernas a las patas de la silla y apoyado los brazos en el respaldo. No obstante su vivaracha y regordeta cara estaba llena de interés y, bajo unos párpados grandes, los soñolientos ojos de color chocolate reflejaban la habitual mezcla de curiosidad y diversión. Aunque parecía menos atento que Kate, no se le escapaba nada. Con su informal atuendo, compuesto por una camisa de algodón verde y pantalones de lino beige, presentaba un aire de elegante desenfado, tan estudiado como la convencional imagen de Kate.

Robbins, formal e impecable como un chófer, estaba sentado con absoluta tranquilidad a un extremo de la mesa y se levantaba de vez en cuando para preparar café y rellenar las tazas.

– ¿Cómo llamaremos a este caso, señor? -preguntó Kate cuando Dalgliesh terminó su introducción.

– Caín sería un nombre bíblico y corto -propuso Piers-, aunque no muy original.

– Que sea Caín -dijo Dalgliesh-. Y ahora, a trabajar. Quiero huellas de todos los que se hallaban anoche en el seminario, entre ellos los huéspedes y el personal. Los técnicos tomarán las del archidiácono. Ustedes ocúpense de los demás antes de que empecemos con las entrevistas. Luego, examinen la ropa que todos los residentes usaron anoche, y eso incluye a los sacerdotes. Yo ya he revisado las capas marrones de los seminaristas. Están todas en su sitio y parecen limpias, pero échenles otro vistazo.

– Es improbable que el asesino llevara una capa o una sotana, ¿no? -observó Piers-. Si engañó a Crampton para sacarlo de la cama, éste esperaría verlo vestido con ropa de dormir: un pijama o una bata. Además, debió de golpearlo muy rápidamente, aprovechando el momento en que Crampton se volvía hacia El juicio final. Quizá dispuso de tiempo suficiente para arremangar un pijama, pero difícilmente para batallar con una pesada tela de sarga. Claro que también es posible que estuviese total o parcialmente desnudo bajo la bata y se la quitara en un santiamén. De un modo u otro, está claro que actuó con presteza.

– El patólogo aventuró la poco original hipótesis de que iba desnudo -comentó Dalgliesh.

– No es tan descabellado, señor -prosiguió Piers-. Al fin y al cabo, tal vez no tuvo que exhibirse ante Crampton. Lo único que necesitaba era descorrer los cerrojos de la puerta sur y dejarla entornada. Luego pudo encender la luz de El juicio final y esconderse detrás de una columna. Crampton se sorprendería al no encontrar a nadie, y de todas maneras se acercaría a El juicio final, atraído por la luz y porque alguien le había informado de que el retablo había sido profanado.

– ¿No hubiera llamado al padre Sebastian antes de entrar en la iglesia?

– No hasta que hubiera visto el cuadro. No habría querido pasar por tonto, dando la voz de alarma innecesariamente. Sin embargo, me pregunto cómo justificó quienquiera que lo llamase su presencia en la iglesia a esas horas intempestivas. ¿Le aseguró que había visto luz? ¿Que lo despertó el viento, miró por la ventana y avistó una figura sospechosa? Por otro lado, es probable que ni siquiera llegaran a hablar de ello. El asesino sabía que Crampton acudiría a la iglesia sin pensárselo dos veces.

– Pero si Caín llevaba una capa -repuso Kate-, ¿por qué iba a devolverla a la casa, si se quedó con las llaves? La ausencia de las llaves constituye una prueba esencial. El asesino no se arriesgaría a conservarlas en su poder. Sería fácil deshacerse de ellas; por ejemplo, arrojándolas en el descampado… Pero ¿por qué no las dejó en su sitio? Si tuvo agallas para entrar furtivamente y robarlas, cabe suponer que también las tenía para regresar y devolverlas.

– Salvo si sus manos o su ropa estaban manchadas de sangre -señaló Piers.

– Pero ¿por qué iba a estar manchado? Ya hemos discutido ese punto. Además, no tenía prisa; disponía de tiempo suficiente para ir a su habitación y lavarse. No esperaba que descubrieran el cadáver hasta que abrieran la iglesia para los maitines, a las siete y cuarto. No obstante, hay algo más.

– ¿Qué? -preguntó Dalgliesh.

– ¿No cree que el hecho de que las llaves no aparecieran sugiere que el asesino vive fuera de la casa principal? Todos los sacerdotes tendrían un motivo legítimo para estar allí a cualquier hora del día o de la noche. Ir a devolver las llaves no habría implicado un riesgo para ellos.

– Olvida una cosa, Kate: tampoco necesitaban ir a buscarlas. Los cuatro sacerdotes cuentan con llaves de la iglesia, y no falta ninguna. Yo mismo examiné sus llaveros.

– Quizás uno de ellos sustrajo un juego precisamente para que sospecháramos de alguien del personal, los seminaristas o los invitados -conjeturó Piers.

– Es una posibilidad -respondió Dalgliesh-, y también que la profanación de El juicio final no guarde relación alguna con el asesinato. Refleja una malicia infantil que no concuerda con la brutalidad del crimen. Aun así, lo más extraordinario de este homicidio es la forma en que lo llevaron a cabo. Si alguien quería deshacerse de Crampton, podría haberlo hecho sin necesidad de atraerlo mediante engaño a la iglesia. Ninguno de los apartamentos de huéspedes está provisto de cerradura. Cualquiera habría podido entrar en la habitación del archidiácono y matarlo en la cama. Ni siquiera una persona ajena al seminario se habría visto en dificultades para llegar a él. No hay nada más fácil que trepar por una verja de hierro labrado.