– Sin embargo, a pesar del detalle de las llaves, sabemos que Caín no es una persona ajena al seminario -aseveró Kate-. Ningún coche debió de circular por el camino después de las diez de la noche. Supongo que no es impensable que Caín llegara a pie y pasara por encima de la rama caída, o quizá viniera caminando desde la playa. Aunque, con el viento que hacía anoche, no le habría resultado fácil.
– El asesino sabía dónde estaban las llaves y conocía el código de la alarma -dijo Dalgliesh-. Todo apunta a alguien del interior, pero no debemos cerrarnos a otras posibilidades. Lo que quería señalar es que si el asesinato se hubiera cometido de un modo menos espectacular y extravagante, costaría atribuirle el crimen a alguien de la casa. Siempre existiría la sospecha de que había entrado un intruso, quizás un ladrón que sabía que las puertas no tenían cerradura y que mató a Crampton porque éste se despertó en el momento inoportuno y lo asustó. No es muy probable, pero nadie habría podido descartar esa hipótesis. En cambio, este asesino no sólo quería ver muerto a Crampton; también pretendía que el crimen se achacara a alguien de Saint Anselm. Cuando descubramos por qué, estaremos más cerca de la solución.
El sargento Robbins había permanecido sentado en silencio, tomando notas. Entre sus numerosos méritos destacaban su capacidad para trabajar con discreción y su dominio de la taquigrafía, si bien su memoria era tan prodigiosa y fiable que rara vez recurría a sus notas. Aunque era el más novato, formaba parte del equipo, y Kate llevaba un rato esperando que Dalgliesh lo invitase a intervenir.
– ¿Alguna teoría, sargento? -preguntó entonces el comisario.
– En realidad no, señor. Todo indica que lo hizo alguien del seminario y, quienquiera que sea, se alegra de que lo sepamos. Pero me preguntaba si el candelero desempeñó algún papel. ¿Estamos seguros de que fue el arma del crimen? Está manchado de sangre, de acuerdo, pero podrían haberlo quitado del altar y utilizarlo después de que Crampton muriera. La autopsia no demostrará, al menos de manera concluyente, si lo emplearon para asestar el primer golpe; sólo nos revelará si presenta restos de la sangre o de la masa encefálica de Crampton.
– ¿Adónde quieres llegar? -terció Piers-. ¿Acaso el enigma principal no es la discrepancia entre la evidente premeditación del asesinato y la furia con que se llevó a cabo el ataque?
– Supongamos por un momento que el crimen no fue premeditado. Estamos casi seguros de que alguien hizo ir a Crampton a la iglesia, presumiblemente para que viera la profanación del retablo. Bien. Alguien lo está esperando, y se produce una discusión acalorada. Caín pierde el control y lo ataca. Crampton se cae. Entonces Caín, de pie junto al cadáver, ve la oportunidad de responsabilizar al seminario. Agarra los candeleros, golpea de nuevo a Crampton con uno de ellos y luego deposita los dos junto a la cabeza.
– Es posible -admitió Kate-. Pero eso significaría que Caín tenía otra arma a mano, un objeto lo bastante pesado para partir un cráneo.
– Podría ser un martillo -prosiguió Robbins-, cualquier herramienta pesada o un utensilio de jardinería. Supongamos que el asesino vio luz en la iglesia y entró a investigar, armado con lo primero que encontró. Luego ve a Crampton allí, se enzarzan en una discusión violenta y lo ataca.
– Pero ¿quién iba a entrar en la iglesia en plena noche, armado con lo que fuese? -inquirió Kate-. ¿Por qué no llamó a alguien de la casa?
– Quizá quisiera echar una ojeada primero. O tal vez fuera acompañado.
Su hermana, por ejemplo, pensó Kate. Era una teoría interesante.
Dalgliesh calló durante unos segundos.
– Tenemos mucho que hacer entre los cuatro -dijo al fin-. Propongo que pongamos manos a la obra. -Hizo una pausa, preguntándose si debía hablarles de la idea que le rondaba. Se encontraban ante un claro caso de asesinato, y no quería complicar la investigación con asuntos que tal vez no viniesen a cuento. Por otra parte, era importante que los miembros del equipo estuviesen al tanto de sus sospechas, de modo que añadió-: Creo que debemos estudiar este asesinato en el contexto de dos muertes previas, la de Treeves y la de la señora Munroe. Tengo el pálpito, sólo el pálpito por el momento, de que están conectadas. Aunque quizás el vínculo sea endeble, creo que existe.
La hipótesis fue recibida con unos segundos de silencio. La sorpresa de sus subalternos saltaba a la vista.
– Creí que estaba casi convencido de que Treeves se suicidó, señor -replicó Piers al cabo-. Si lo asesinaron, sería demasiada coincidencia que hubiera dos asesinos en Saint Anselm. Pero su muerte fue un suicidio o un accidente, ¿no? Piense en los hechos que usted mismo ha expuesto. Hallaron el cuerpo a doscientos metros del único acceso a la playa. Habría sido difícil arrastrarlo hasta allí, y dudo que él hubiera ido por propia voluntad con su asesino. Era fuerte y sano. Habría resultado imposible echarle media tonelada de arena sobre la cabeza, a menos que primero lo drogaran, lo emborracharan o lo dejasen inconsciente de un golpe. Y ninguna de esas cosas sucedió. Según usted, se le practicó una autopsia meticulosa.
Kate habló directamente a Piers:
– Muy bien, pongamos que fue un suicidio. Pero para suicidarse se necesita una razón. ¿Qué lo empujó a hacerlo? ¿O quién? A lo mejor hay un vínculo.
– Con la muerte de Crampton, no. Ni siquiera estaba en Saint Anselm en esos momentos. Ni siquiera sabemos si conocía a Treeves.
– Pero la señora Munroe recordó algo de su pasado que le preocupaba -insistió Kate-. Habla con la persona involucrada y poco después muere. A mí me parece que su muerte es sospechosamente conveniente.
– Por Dios, ¿para quién? Sufría del corazón. Podría haber muerto en cualquier momento.
– Escribió en su diario que había recordado algo, que sabía algo -contestó Kate-. Y es fácil matar a una mujer mayor con el corazón delicado, sobre todo si temía a su asesino.
– De acuerdo, sabía algo, lo que no significa que ese algo fuera importante -protestó Piers-. Posiblemente se tratara de un pequeño desliz, un asunto que el padre Sebastian y el resto de los sacerdotes no aprobarían pero que nadie más tomaría en serio. Y ahora ella está incinerada, su casa está vacía y las pruebas, si alguna vez las hubo, han desaparecido para siempre. Además, lo que recordó, fuera lo que fuese, sucedió hace doce años. ¿Quién iba a cometer un asesinato por una cosa así?
– No olvides que ella encontró el cuerpo de Treeves -le recordó Kate.
– ¿Y eso qué tiene que ver? La nota del diario es explícita. No evocó ese incidente del pasado cuando vio el cuerpo, sino cuando Surtees apareció con unos puerros de su huerto. Sólo entonces estableció una conexión entre el pasado y el presente.
– Puerros…, yerros -meditó Kate-. ¿Será una especie de juego de palabras?
– ¡Por el amor de Dios, Kate! ¡Eso parece salido de una novela de Agatha Christie! -Piers se volvió hacia Dalgliesh-. ¿Insinúa que estamos investigando dos asesinatos, señor? ¿El de Crampton y el de la señora Munroe?
– No. No voy a poner en peligro una investigación de homicidio por un simple pálpito. Sólo he dicho que podría haber alguna conexión y que debemos tenerlo en cuenta. Hay mucho que hacer, así que sería conveniente que empezásemos de una vez. La primera tarea será tomar las huellas e interrogar a los sacerdotes y los seminaristas. Lo harán usted y Piers, Kate. A mí ya me tienen muy visto. Surtees también, así que entrevístese con él y con su hermana. Siempre es ventajoso que hablen con alguien diferente. No llegaremos muy lejos hasta que el inspector Yarwood esté en condiciones de responder a nuestras preguntas. Según han dicho en el hospital, con un poco de suerte el martes se habrá restablecido lo suficiente.