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– Si existe alguna posibilidad de que él posea la clave del asunto o sea sospechoso, ¿no debería estar vigilado? -preguntó Piers.

– Ya lo está -respondió Dalgliesh-. La policía de Suffolk se ocupa de eso. Anoche salió de su habitación e incluso es posible que viera al asesino. Por eso no pienso dejarlo sin protección.

Se oyó el ruido de un coche que se acercaba dando tumbos por el descampado. El sargento Robbins se asomó a la ventana.

– Han llegado el señor Clark y los demás técnicos, señor.

Dalgliesh consultó su reloj de pulsera.

– No está mal, aunque habrían llegado casi a la misma hora si hubieran cubierto todo el trayecto en coche. Lo peor es la salida de Ipswich. Me alegro de que el tren no se demorara. -Se dirigió a Robbins-: Dígales que suban sus cosas al segundo dormitorio. Es probable que quieran un café antes de empezar.

– Sí, señor.

Dalgliesh decidió que los técnicos debían cambiarse en la iglesia, aunque lejos del escenario del crimen. Brian Clark, el jefe del equipo, respondía al apodo de Nobby y nunca había trabajado con Dalgliesh. Sereno, flemático y con poco sentido del humor, no era el más simpático de los colegas, pero se había ganado la fama de meticuloso y responsable y, cuando se tomaba la molestia de comunicarse, decía cosas sensatas. Si había algo que encontrar, él lo encontraría. No se entusiasmaba con facilidad y, aunque diese con la más valiosa de las pruebas, solía reaccionar con un comentario desdeñoso: «Tranquilos, muchachos. No es el Santo Grial, sólo la huella de una palma.» También creía en la necesidad de delimitar las funciones. Las suyas consistían en recoger y conservar las pruebas, no en hacer de detective. Para Dalgliesh, que alentaba el trabajo en equipo y escuchaba con interés todas las ideas, esa reserva cercana a la melancolía constituía una desventaja.

Ahora, y no por primera vez, echó de menos a Charlie Ferris, el técnico que había trabajado con él en la investigación de los asesinatos de Berowne y Harry Mack. Éstos también se habían perpetrado en una iglesia. Recordó con claridad a Ferris -pequeño, rubio, de rasgos angulosos y ágil como un perro de caza-, ansioso como un corredor que espera el pistoletazo de salida, y también el atuendo que usaba para su actividad profesionaclass="underline" pantalones cortos blancos, camiseta de manga corta y un apretado gorro de plástico que le hacía parecer un bañista que había olvidado quitarse la ropa interior. Por desgracia el Hurón, como lo llamaban, se había retirado para abrir un pub en Somerset, donde su sonora voz de bajo, insólita en un hombre de su estatura, añadía ahora potencia al coro de la iglesia.

Un forense diferente, un equipo de técnicos diferente… Al menos se consideraba afortunado de que Kate Miskin continuase a su lado. Pero ahora no era el momento de pensar en el estado de ánimo de Kate ni en su posible futuro. Se dijo que quizá su intolerancia a los cambios se debiese a que estaba envejeciendo.

Al menos el fotógrafo era conocido. Barney Parker ya había superado la edad de la jubilación y trabajaba a tiempo parcial. La apariencia de este hombrecillo enjuto, locuaz, alegre y con ojos vivarachos no había variado en absoluto desde que Dalgliesh lo había conocido. Dedicaba el resto de su tiempo a sacar fotos de bodas, y tal vez la benévola tarea de realzar la belleza de las novias representara para él una vía de escape de la inevitable crudeza del trabajo policial. De hecho, en ocasiones se comportaba de un modo tan irritante e inoportuno como los fotógrafos de bodas: en el escenario de un crimen miraba siempre en torno a sí. Como para asegurarse de que no había otros cadáveres que requiriesen su atención. Dalgliesh casi lo imaginaba alineándolos a todos para la foto familiar. Pese a ello, era un excelente profesional y sus fotografías irreprochables.

Dalgliesh los acompañó a la iglesia, donde entraron por la sacristía y bordearon el escenario del crimen. Se cambiaron en un banco cercano a la puerta sur, en medio de un silencio que el comisario no relacionó con la santidad del lugar, y aguardaron allí, como un pequeño grupo de astronautas con capuchas y monos blancos, mientras Nobby Clark regresaba con Dalgliesh a la sacristía. Este pensó que a Clark, con la capucha arrugada alrededor de la cara y los dientes ligeramente salidos, sólo le faltaban unas orejas para pasar por un conejo grande y descontento.

– Es muy probable que el asesino entrara por la puerta de la sacristía, desde el claustro norte -explicó-. Eso significa que habrá que buscar huellas en el suelo del claustro, aunque dudo que encuentre alguna entre semejante cantidad de hojas. La puerta no tiene picaporte, pero no me extrañaría que las huellas de cualquiera de las personas que viven aquí estuviesen en cualquier parte de su superficie. -Mientras volvían a la iglesia agregó-: Puede que haya alguna huella en El juicio final y en la pared, aunque el asesino no habrá sido tan tonto como para no ponerse guantes. Si bien el candelero de la derecha tiene sangre y pelos, también sería una suerte encontrar huellas en él. Lo más interesante está aquí. -Caminó por la nave central hasta el segundo sitial-. Alguien se ha ocultado debajo del asiento. Hay una zona libre de polvo. No sé si conseguirá tomar huellas en la madera, pero es una posibilidad.

– Bien, señor -dijo Clark-. ¿Y qué hay de la comida de mis hombres? No hay ningún pub cerca de aquí y no quiero hacer una pausa muy larga. Me gusta trabajar con luz natural.

– El personal del seminario les traerá bocadillos. Robbins se ocupará de buscarles alojamiento para esta noche. Mañana me comentará sus hallazgos.

– Creo que necesitaré más de dos días, señor. Es por esas hojas en el claustro norte. Habrá que removerlas y examinarlas.

Aunque Dalgliesh no estaba seguro de que ese tedioso ejercicio sirviese de algo, no quería poner freno a la evidente meticulosidad de Clark. Se despidió de los otros dos miembros del equipo y los dejó trabajar.

10

Antes de empezar con los interrogatorios, debían tomar las huellas digitales de todas las personas de Saint Anselm. La tarea recayó en Piers y Kate. Ambos sabían que Dalgliesh prefería que a las mujeres les tomara las huellas alguien de su sexo.

– Hace mucho que no hago esto -dijo Piers-. Será mejor que tú te ocupes de las mujeres, como siempre. De todas maneras, es un remilgo innecesario, en mi opinión. Ni que se tratara de una forma de violación.

Kate estaba ultimando los preparativos.

– Podría considerarse una forma de violación. A mí, ya fuese inocente o culpable, me molestaría mucho que un policía me toquetease los dedos.

– Yo no lo llamaría toqueteo. Por lo visto tenemos la sala de espera llena; sólo faltan los sacerdotes. ¿Por quién empezamos?

– Por Arbuthnot.

Kate estaba intrigada por la variedad de reacciones de los sospechosos, que durante la hora siguiente se presentaron con distintos grados de docilidad. El padre Sebastian, que llegó con sus compañeros, se mostró serio y servicial, pero no logró reprimir una mueca de disgusto cuando Piers le agarró los dedos para lavárselos con agua y jabón antes de presionarlos sobre el tampón de tinta.

– Puedo hacerlo solo -se quejó.

Piers permaneció impasible.

– Lo siento, señor. Lo hacemos así para asegurarnos de que obtendremos una buena impresión de los bordes de la huella. Es una cuestión de experiencia.

El padre John, que no dijo una palabra, estaba mortalmente pálido, y Kate notó que temblaba. Durante el breve procedimiento mantuvo los ojos cerrados. El padre Martin, en cambio, parecía sinceramente interesado y contempló con asombro infantil las curvas y espirales que proclamaban su privativa identidad. El padre Peregrine, impaciente por regresar al seminario, actuaba como si no fuera consciente de lo que ocurría. Sólo cuando vio sus dedos manchados de tinta masculló que esperaba que las manchas salieran con facilidad y que los seminaristas se lavasen bien antes de ir a la biblioteca. Pondría una nota en el tablón de anuncios.