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Aunque ni los alumnos ni los miembros del personal ocasionaron problemas, Stannard llegó con la actitud de quien se enfrenta a una flagrante violación de sus derechos civiles.

– Supongo que tendrá autorización para hacer esto, ¿no? -inquirió.

– Sí, señor -respondió Piers con calma-, con su consentimiento y según las disposiciones de la Ley de Pruebas Policiales. Creo que ya conoce la legislación.

– Pero si no doy mi consentimiento, dudo que consiga una orden judicial. Confío en que después de que arresten a alguien, si es que llegan a hacerlo, y comprueben que soy inocente, destruyan mis huellas. ¿Cómo puedo cerciorarme de que lo hagan?

– Si envía una solicitud, tiene derecho a estar presente en el momento en que las destruyan.

– Lo haré -afirmó mientras le apretaban los dedos contra la almohadilla-. No le quepa la menor duda de que lo haré.

Habían terminado por fin, y la última en dejar sus huellas, Emma Lavenham, se había marchado.

– ¿Qué crees que piensa Dalgliesh de ella? -preguntó Kate con una despreocupación tan forzada que ella misma reparó en la falta de naturalidad de su tono.

– Es un hombre heterosexual y un poeta. Piensa lo que pensaría cualquier heterosexual y poeta al conocer a una mujer hermosa. Lo que pienso yo, por ejemplo. Le gustaría llevársela a la cama más cercana.

– Vaya, ¿es preciso que seas tan ordinario? ¿Acaso los hombres sólo pensáis en el sexo cuando se trata de mujeres?

– ¡Qué puritana eres, Kate! Me has preguntado qué pensaría el jefe, no lo que haría. Él domina muy bien sus instintos; de hecho, ése es su problema. ¿No ves que ella no pega con este sitio? ¿Por qué crees que la importó el padre Sebastian? ¿Para que sus alumnos aprendan a resistirse a la tentación? Se diría que un chico guapo sería una opción más acertada. Sin embargo, los cuatro con los que hemos tratado hasta el momento se me antojan un decepcionante grupo hetero.

– Tú lo notarías si no lo fuesen, desde luego.

– Y tú también. Hablando de belleza, ¿qué opinas de Raphael, el Adonis del seminario?

– El nombre es acertado, ¿no? Me pregunto si tendría el mismo aspecto si le hubieran puesto Albert. Demasiado guapo, y lo sabe.

– ¿Te pone cachonda?

– No, y tú tampoco. Es hora de hacer visitas. ¿Por quién empezamos? ¿Por el padre Sebastian?

– ¿Por lo más alto?

– ¿Por qué no? Después, Dalgliesh quiere que yo esté con él cuando interrogue a Arbuthnot.

– ¿Quién llevará la voz cantante con el rector?

– Yo. Al menos para empezar.

– ¿Crees que se mostrará más comunicativo con una mujer? A lo mejor tienes razón, pero yo no contaría con ello. Esos tipos están acostumbrados al confesionario. Por eso son buenos guardando secretos, incluidos los suyos.

11

El padre Sebastian había dicho: «Naturalmente, querrá ver a la señora Crampton antes de que se marche. Le enviaré un mensaje cuando esté preparada para recibirlo. Supongo que se le permitirá entrar en la iglesia en caso de que quiera hacerlo.»

Dalgliesh respondió que sí. Se preguntó si el padre Sebastian daba por sentado que él sería el encargado de acompañar a la señora Crampton si ésta quería ver el lugar donde había muerto su marido. El comisario albergaba otros planes, pero consideró que no era el momento oportuno para discutir sobre eso; cabía la posibilidad de que la mujer no deseara entrar en la iglesia. Al margen de eso, era importante que hablase con ella.

Quien le avisó que estaba lista para recibirlo fue Stephen Morby, que se había convertido en el mensajero particular del padre Sebastian. Dalgliesh había advertido ya que a Morell no le gustaba usar el teléfono.

Cuando entró en el despacho del rector, la señora Crampton se levantó de su silla y se dirigió hacia él con la mano tendida, mirándolo con fijeza. Era más joven de lo que Dalgliesh había imaginado, con el busto voluminoso, la cintura pequeña y un agradable rostro sin maquillar. No llevaba sombrero, y su media melena castaña, lacia y brillante, lucía un corte aparentemente caro; de no ser porque era una idea absurda, Dalgliesh habría creído que acababa de salir de la peluquería. Llevaba puesto un traje de tweed azul y beige, con un aparatoso camafeo en la solapa. El broche, a todas luces moderno, desentonaba con la tosquedad de la tela. Dalgliesh se preguntó si sería un regalo del marido y si ella se lo habría puesto como un distintivo de lealtad o desafío. Del respaldo de la silla colgaba un informal abrigo corto. La mujer, que parecía muy tranquila, estrechó la mano del comisario con firmeza, aunque su piel estaba fría.

La presentación del padre Sebastian fue breve pero formal. Dalgliesh pronunció las obligadas palabras de condolencia. Se las había dicho a más familiares de víctimas de asesinato de las que alcanzaba a recordar y, para él, siempre sonaban falsas.

– La señora Crampton quiere ir a la iglesia y ha pedido que la acompañe usted -anunció el padre Sebastian-. Si me necesitan, me encontrarán aquí.

Salieron por el claustro sur y cruzaron el patio adoquinado en dirección a la iglesia. Se habían llevado el cuerpo del archidiácono, pero los técnicos seguían trabajando en el edificio y uno de ellos estaba despejando el claustro de hojas tras examinarlas meticulosamente una a una. Ya había abierto un pequeño camino hasta la puerta de la sacristía.

En la iglesia hacía frío, y Dalgliesh notó que su acompañante tiritaba.

– ¿Quiere que vaya a buscar su abrigo? -preguntó.

– No, gracias, comisario. Estoy bien.

La guió hasta El juicio final. No era preciso señalarle que ése era el sitio: la piedra seguía manchada de sangre. La mujer se arrodilló con naturalidad y cierta rigidez. Dalgliesh se apartó y caminó por la nave central.

Al cabo de unos minutos, ella se le acercó.

– ¿Quiere que nos sentemos durante unos minutos? Supongo que le interesará hacerme algunas preguntas.

– Podríamos hablar en el despacho del padre Sebastian o, si lo prefiere, en nuestro centro de operaciones, en San Mateo.

– Me sentiré más cómoda aquí.

Los dos técnicos se habían retirado discretamente a la sacristía. Guardaron silencio por unos instantes, hasta que ella preguntó:

– ¿Cómo murió mi esposo, comisario? El padre Sebastian parecía reacio a decírmelo.

– Porque no se lo hemos contado, señora Crampton. -Lo cual, por supuesto, no significaba que no lo supiese. Dalgliesh se preguntó si a la mujer se le habría ocurrido esa posibilidad. Añadió-: Es importante para la investigación que mantengamos los detalles en secreto, al menos por el momento.

– Lo entiendo. No diré nada.

– El archidiácono fue asesinado de un golpe en la cabeza -dijo con suavidad-. Debió de ser muy rápido. No creo que haya sufrido. Es probable que ni siquiera tuviese tiempo de experimentar sorpresa o miedo.

– Gracias, comisario.

Se sumió en un mutismo que resultaba curiosamente cordial, por lo que Dalgliesh no se apresuró en romperlo. A pesar de su dolor, que sobrellevaba con estoicismo, la señora Crampton irradiaba paz. El comisario se preguntó si había sido esa cualidad la que había atraído al archidiácono. El silencio se alargó. Al mirarla a la cara, Dalgliesh reparó en el brillo de una lágrima en su mejilla. La mujer se la enjugó con una mano.

– Mi marido no era bien recibido en este sitio, comisario -admitió con voz serena-, pero estoy segura de que no lo mató nadie de Saint Anselm. Me niego a creer que un miembro de una comunidad cristiana sea capaz de cometer semejante atrocidad.