– Me veo obligado a hacerle una pregunta, señora: ¿su esposo tenía algún enemigo, una persona que pudiese desearle el mal?
– No. Era un hombre muy respetado en la parroquia. Cabría decir que lo querían, aunque él no hubiese empleado ese término. Era un párroco bondadoso, compasivo, trabajador y muy exigente consigo mismo. No sé si le habrán contado que era viudo cuando nos casamos. Su primera esposa se suicidó. Era una mujer hermosa pero desequilibrada, y él estuvo muy enamorado de ella. La tragedia le afectó mucho, y aun así la superó. Estaba aprendiendo a ser feliz. Nos iba muy bien juntos. Resulta cruel que todos sus sueños acabaran de esta manera.
– Ha dicho que no era bien recibido en Saint Anselm -le recordó Dalgliesh-. ¿Eso se debía a diferencias teológicas o a otras razones? ¿Hablaba con usted de las visitas que hacía aquí?
– Él hablaba conmigo de todo, comisario, o de todo lo que no fuese secreto de confesión. Pensaba que Saint Anselm ya había cumplido su cometido. Y no era el único. Creo que hasta el padre Sebastian es consciente de que este seminario es anómalo y debería cerrarse. También tenían diferencias religiosas, desde luego, y eso no facilitaba la relación. Además, supongo que estará al tanto del problema del padre John Betterton.
– Intuía que había algún problema con él -contestó Dalgliesh con tacto-, aunque no conozco los pormenores.
– Es una historia antigua y trágica. Hace unos años, el padre Betterton fue declarado culpable en un caso de abusos sexuales contra dos chicos del coro. Mi marido descubrió pruebas en su contra y testificó en el juicio. Sé que ese asunto le causó una gran tristeza, aunque en aquel entonces no estábamos casados, ya que esto sucedió poco después de la muerte de su primera esposa. Hizo lo que consideró su deber, pero sufrió mucho.
No tanto como el padre John, pensó Dalgliesh. Sin embargo dijo:
– ¿Su marido le comentó algo antes de venir, cualquier cosa que sugiriera que tenía que encontrarse con alguien aquí, o que este encuentro se anunciaba particularmente conflictivo?
– No. Y estoy segura de que no pensaba reunirse con nadie, excepto con la gente del seminario. No aguardaba este fin de semana con ilusión, pero tampoco con temor.
– ¿Y habló con usted ayer, después de llegar aquí?
– No, no me telefoneó, y yo no esperaba que lo hiciera. La única llamada que recibí, aparte de las normales en la parroquia, fue de las oficinas de la diócesis. Al parecer habían perdido el número del teléfono móvil de mi marido y lo necesitaban para sus archivos.
– ¿A qué hora recibió esa llamada?
– Bastante tarde. Me sorprendió porque las oficinas ya debían de estar cerradas. Llamaron a eso de las nueve y media de la noche, y era sábado.
– ¿Conversó con la persona que llamó? ¿Era un hombre o una mujer?
– Sonaba como un hombre. En su momento pensé que lo era, aunque ahora no podría jurarlo. Y no hablé más que para darle el número. Me lo agradeció y colgó de inmediato.
Por supuesto, pensó Dalgliesh. No habría querido pronunciar una sola palabra de más. Lo único que deseaba era un número que no habría conseguido de otra manera, el número que marcaría esa noche desde la iglesia para que el archidiácono acudiera a encontrarse con su muerte. ¿No era ésta la solución de uno de los enigmas más importantes del caso? Si la mentira que había llevado a Crampton a la iglesia se había pronunciado a través del teléfono móvil, ¿cómo se había hecho su autor con el número? No costaría mucho localizar esa llamada de las nueve y media, y el resultado quizá sería condenatorio para alguien de Saint Anselm. No obstante, todavía había un misterio. El asesino -o, mejor aún, Caín- no era tonto. Había maquinado el crimen con todo cuidado. ¿No había imaginado Caín que Dalgliesh hablaría con la señora Crampton? ¿No era posible, o más que posible, que la llamada saliera a la luz? Entonces Dalgliesh contempló otra posibilidad: ¿Y si eso era precisamente lo que pretendía Caín?
12
Después de que le tomasen las huellas, Emma pasó por su apartamento para recoger unos papeles que necesitaba y salió. Cuando se dirigía a la biblioteca, oyó pasos presurosos en el claustro sur, y Raphael la alcanzó.
– He de preguntarte algo -dijo-. ¿Es un buen momento?
Emma se disponía a responder que sólo si no la entretenía durante mucho tiempo, pero cambió de idea al ver la cara del joven. No sabía si buscaba consuelo, aunque desde luego parecía hacerle mucha falta.
– Sí, es buen momento -contestó-. Pero ¿no tenías una clase individual con el padre Peregrine?
– La hemos pospuesto. La policía me ha mandado llamar. Dentro de unos instantes van a esposarme. Por eso necesitaba verte. ¿Estarías dispuesta a decirle a Dalgliesh que anoche estuvimos juntos? A la hora crucial, después de las once. Hasta ese momento tengo una especie de coartada.
– ¿Juntos dónde?
– En tu habitación o en la mía. Supongo que te estoy pidiendo que digas que nos acostamos juntos.
Emma se detuvo en seco y clavó la vista en él.
– ¡Por supuesto que no diría una cosa así! ¿Cómo se te ocurre pedirme eso, Raphael? Tú no sueles demostrar tan mal gusto.
– Pues no sería descabellado, ¿o sí?
Emma echó a andar con rapidez, pero él le siguió el paso.
– Mira -dijo ella-, no te quiero ni estoy enamorada de ti.
– Buena distinción -observó él-. Sin embargo, podrías contemplar esa posibilidad. Quizá la idea no te repugne.
Emma se volvió hacia él.
– Escucha, Raphaeclass="underline" Si hubiera pasado la noche contigo, no me avergonzaría admitirlo. Pero no lo hice, ni lo haría, y no pienso mentir. Además de inmoral, sería estúpido y peligroso. ¿Crees que con eso engañaríamos a Adam Dalgliesh? Aunque se me diese bien mentir, cosa que no es así, él se olería la mentira. Es su trabajo. ¿Quieres que crea que mataste al archidiácono?
– Es muy probable que ya lo crea. Mi coartada no es muy buena. Fui a hacerle compañía a Peter, que estaba asustado por la tormenta, pero se durmió antes de medianoche y no me habría resultado difícil escabullirme. Supongo que eso es lo que pensará Dalgliesh.
– Si sospecha de ti, cosa que dudo, sospechará aún más cuando descubra que te has inventado una coartada. Esto no es propio de ti, Raphael. Es idiota, lamentable e insultante para ambos. ¿Cómo se te ha ocurrido?
– Puede que quisiera descubrir qué te parecía la idea en principio.
– Una no se acuesta con un hombre «en principio»; lo hace en persona.
– Y eso no le gustaría al padre Sebastian, desde luego.
Aunque lo dijo con despreocupada ironía, a Emma no se le escapó el dejo de amargura de su voz.
– Claro que no -respondió-. Tú eres un seminarista y yo una invitada. Si quisiera acostarme contigo, cosa que no quiero, sería un acto de mala educación.
Raphael soltó una carcajada que, no obstante, estaba desprovista de alegría.
– ¡Mala educación! Sí, supongo que es cierto, aunque es la primera vez que me rechazan con esa excusa. La etiqueta de la moral sexual. Quizá deberíamos incluir un seminario sobre el tema en el programa de ética.
– ¿Por qué me lo has pedido, Raphael? -repitió ella-. Debías haber imaginado cuál sería mi respuesta.
– Pensé que si conseguía gustarte, o quizá que me quisieras un poquito, ya no me sentiría hecho un lío. Todo iría bien.
– No es verdad -repuso ella, ahora con más amabilidad-. No podemos buscar el amor para que la vida deje de confundirnos.
– La gente lo hace.
Estaban de pie, en silencio, junto a la puerta sur. Emma dio media vuelta para entrar. De repente, Raphael la detuvo, le tomó la mano y la besó en la mejilla.
– Lo siento, Emma. Sabía que no saldría bien. Era sólo un sueño. Perdóname, por favor.