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Giró sobre sus talones, y ella se quedó mirándolo mientras desandaba el camino por el claustro y salía por la verja de hierro. Después entró en el seminario, alterada y triste. ¿Podría haberse mostrado más servicial y comprensiva? ¿Acaso Raphael quería confiarle algo y ella habría debido animarlo a hacerlo? Pero si no le iban bien las cosas, como evidenciaba su actitud, ¿de qué servía buscar la solución en otra persona? Aunque, en cierto sentido, era lo mismo que había hecho ella con Giles, ¿no? Cansada de agobios, exigencias amorosas, celos y rivalidades, había decidido que Giles, con su posición, su fuerza y su inteligencia, le proporcionaría al menos un compromiso aparente que permitiría que la dejaran seguir en paz con la parte de su vida que más valoraba, su trabajo. Ahora sabía que había cometido un error. O algo peor que un error: una mala acción. Cuando regresara a Cambridge, se sinceraría con él. No sería una despedida amistosa -Giles no estaba acostumbrado a que lo rechazaran-, pero no debía pensar en eso ahora. El mal trago que la aguardaba no era nada comparado con la tragedia de Saint Anselm, de la que ella, inevitablemente, formaba parte.

13

Poco antes de las doce el padre Sebastian telefoneó al padre Martin, que se hallaba en la biblioteca corrigiendo trabajos. Acostumbraba a llamarlo personalmente; desde sus primeros días como rector había evitado comunicarse con su predecesor a través de un ordenado o un miembro del personaclass="underline" no quería marcar el nuevo y muy diferente reinado mediante un burdo ejercicio de autoridad. Para la mayoría de los hombres, la perspectiva de que el rector anterior permaneciera como residente y profesor a tiempo parcial habría significado una invitación al desastre. Siempre se había considerado apropiado que el rector saliente no sólo se retirase con dignidad, sino que se marchase lo más lejos posible del seminario. Sin embargo, el acuerdo con el padre Martin, originalmente planteado como una medida temporal para cubrir la inesperada partida de un profesor de Teología Pastoral, se había prolongado con el consentimiento y el beneplácito de ambas partes. El padre Sebastian no había dado muestras de timidez o vergüenza al ocupar el lugar de su predecesor en la iglesia y en la cabecera de la mesa, ni tampoco al reorganizar la oficina e introducir los cambios que había planeado con esmero. El padre Martin, que lo observaba sin rencor y ligeramente divertido, entendió muy bien la situación. El padre Sebastian jamás se habría planteado la posibilidad de que un antecesor suyo pudiera amenazar su autoridad o sus reformas. No hacía confidencias al padre Martin ni lo consultaba. Si necesitaba información sobre cuestiones administrativas, la buscaba en los archivos o se la pedía a su secretaria. Gracias a su extraordinaria seguridad en sí mismo, no se habría sentido incómodo aunque hubiera tenido como subalterno al propio arzobispo de Canterbury.

Mantenían una relación basada en la lealtad, el respeto y, en el caso del padre Martin, el afecto. A éste le había costado asimilar que verdaderamente era el rector durante el tiempo que ejerció, de manera que aceptó a su sucesor con buena voluntad y cierto alivio. Aunque a veces hubiera deseado una relación más cálida con su superior, no podía imaginarla. Ahora, sentado junto al fuego en el sillón de costumbre y percibiendo el insólito nerviosismo del padre Sebastian, advirtió con incomodidad que el rector quería algo de éclass="underline" quizá que lo tranquilizara, lo aconsejara o simplemente que compartiera su ansiedad. Sin moverse de su asiento, cerró los ojos y murmuró una breve oración.

El padre Sebastian dejó de pasearse.

– La señora Crampton se marchó hace diez minutos. Fue una reunión dolorosa -afirmó y acto seguido añadió-: Para ambos.

– Era de esperar -señaló el padre Martin.

Le había parecido notar un vago dejo de resentimiento en la voz del rector, como si le pesara que el archidiácono hubiese rematado sus pasadas faltas con el desconsiderado acto de dejarse asesinar bajo el techo del seminario. Este pensamiento condujo a otro, aún más irreverente. ¿Qué le habría dicho lady Macbeth a la viuda de Duncan si ésta se hubiera presentado en el castillo de Inverness para ver el cadáver? «Un hecho deplorable, señora, que mi esposo y yo lamentamos sobremanera. Hasta el momento, su visita nos había resultado muy agradable. Hicimos todo cuanto estaba en nuestra mano para que Su Majestad se encontrase a gusto.» El padre Martin, sorprendido y horrorizado por el hecho de que una idea tan perversa se le cruzara por la cabeza, supuso que empezaba a desvariar.

– Insistió en que la llevaran a la iglesia para ver dónde había muerto su marido -dijo el padre Sebastian-. A mí me pareció una insensatez, pero el comisario Dalgliesh otorgó su consentimiento. Ella dejó muy claro que quería que lo acompañase él y no yo. Era inapropiado, pero preferí no discutir. Naturalmente, eso significa que vio El juicio final. Si Dalgliesh confía en que no divulgará información sobre el acto de vandalismo, ¿por qué no deposita la misma confianza en mi personal?

El padre Martin no se atrevió a replicar que, a diferencia del personal, la señora Crampton no figuraba entre los sospechosos.

Como si de repente tomara conciencia de su nerviosismo, el padre Sebastian se sentó frente a su colega.

– No me gustaba la idea de que regresara a su casa sola y sugerí que la acompañase Stephen Morby. Habría sido un engorro, desde luego. Stephen habría tenido que volver en tren y tomar un taxi desde Lowestoft. Sin embargo, ella aseguró que prefería estar sola. También la invité a comer. Por supuesto, le habríamos servido el almuerzo en mi apartamento. El comedor no hubiera sido un lugar apropiado en estas circunstancias.

El padre Martin asintió en silencio. Se habría producido una situación incómoda: la señora Crampton sentada entre los sospechosos mientras alguien, quizás el asesino de su marido, le pasaba amablemente las patatas.

– Temo haberle fallado -prosiguió el rector-. En estas ocasiones, uno recurre a frases trilladas que han perdido todo su sentido, lugares comunes sin relación alguna con la fe.

– Al margen de lo que haya dicho, padre, nadie podría haberlo hecho mejor -señaló el padre Martin-. En ciertas situaciones las palabras sirven de muy poco.

La señora Crampton, pensó, difícilmente habría aceptado de buena gana que el padre Sebastian la animara a mantener la entereza y la fe cristianas.

El rector se removió en el sillón con incomodidad y a continuación se esforzó por quedarse quieto.

– No le comenté nada a la señora Crampton sobre el altercado que tuve con su marido en la iglesia, ayer por la tarde. Sólo habría aumentado su sufrimiento. Lamento muchísimo ese incidente. Me apena que el archidiácono muriese con tanta ira en su corazón. No era precisamente un estado de gracia… para ninguno de los dos.

– No sabemos cuál era el estado espiritual del archidiácono en el momento de su muerte -apuntó el padre Martin con suavidad.

– Me pareció desconsiderado que Dalgliesh enviara a sus subalternos a interrogar a los sacerdotes -prosiguió el padre Sebastian-. Hubiera sido más adecuado que lo hiciera él en persona. Yo cooperé con ellos, desde luego, y estoy seguro de que los demás también. Me gustaría que la policía contemplara también la posibilidad de que el asesino fuera alguien ajeno al seminario, aunque me resisto a creer que el inspector Yarwood estuviese implicado. Sin embargo, cuanto antes hablen con él, mejor. Además, estoy impaciente por volver a abrir la iglesia. El corazón del seminario apenas late sin ella.

– Dudo que nos dejen volver antes de que hayan limpiado el retablo -opinó el padre Martin-, y quizás eso no sea posible. Me refiero a que quizá lo necesiten como prueba.

– Eso sería absurdo. Seguramente habrán tomado fotografías, y debería bastar con ellas. Sin embargo, la limpieza supondrá un problema. Se trata de un trabajo para expertos. El juicio final es un tesoro nacional. Además, habrá que consagrar de nuevo la iglesia antes de abrirla. He ido a la biblioteca para consultar los cánones, pero contienen muy poca información. Aunque el canon F15 trata de la profanación de iglesias, no contiene instrucciones acerca de cómo santificarlas de nuevo. Podríamos adaptar el rito católico, desde luego, pero resulta demasiado complicado. Se propone una procesión encabezada por alguien que lleve una cruz, un obispo con mitra y báculo pastoral, concelebrantes, diáconos y demás ministros ataviados con las vestiduras litúrgicas, todos los cuales han de entrar en la iglesia antes que la congregación.