– No me imagino al obispo participando en semejante acto. Ya se habrá puesto en contacto con él, ¿no, padre?
– Desde luego. Vendrá el miércoles por la noche. Ha tenido la consideración de señalar que una hora más temprana sería inconveniente para nosotros y para la policía. Por supuesto, ha hablado ya con los miembros del consejo de administración, y sé muy bien lo que va a comunicarme formalmente cuando venga. Saint Anselm se cerrará cuando finalice el trimestre. Quiere que gestionemos el traslado de los alumnos a otros seminarios. Al parecer, Cuddesdon y Saint Stephen’s House prestarán su colaboración. Aunque no sin dificultades. Ya he hablado con los directores.
El padre Martin, indignado, quiso proferir un grito de protesta, mas de su agotada garganta sólo brotó una vocecilla trémula:
– Eso es terrible. Quedan menos de dos meses. ¿Qué sucederá con Pilbeam, Surtees y el personal que trabaja a tiempo parcial? ¿Piensan echar a la gente de su casa?
– Por supuesto que no, padre -respondió el rector con cierta impaciencia-. Aunque el seminario cerrará con el fin del trimestre, el personal residente permanecerá aquí hasta que se decida el futuro de los edificios. Eso incluye también a las personas que trabajan a tiempo parcial. Paul Perronet me ha telefoneado y vendrá el jueves con el resto de los miembros del consejo de administración. Ha recalcado que no hay que sacar objetos de valor del seminario o de la iglesia. Aunque la señorita Arbuthnot dejó muy clara su voluntad en el testamento, los trámites legales no estarán exentos de complicaciones.
El padre Martin se había enterado de las disposiciones testamentarias al asumir el cargo de rector. «Los cuatro sacerdotes seremos ricos -pensó ahora, pero no lo mencionó-. ¿En qué medida?», se preguntó. La idea le horrorizó. Bajó la vista y comprobó que le temblaban las manos. Mientras contemplaba las venas violáceas, gruesas como cuerdas, y las manchas marrones, que más que indicios de vejez semejaban las marcas de una enfermedad, notó que comenzaba a perder la poca fuerza que le quedaba.
Entonces se volvió hacia el padre Sebastian y vio, con una súbita y esclarecedora lucidez, una cara pálida y estoica tras la que se ocultaba una mente que ya fantaseaba con un futuro maravillosamente libre de los peores embates del dolor y la ansiedad. Ya no habría aplazamientos. Todo aquello por lo que el padre Sebastian había luchado se desvanecía en medio del horror y el escándalo. Sobreviviría y, sin embargo, quizá por primera vez, necesitaba que alguien se lo garantizara.
Continuaron sentados en silencio. El padre Martin buscaba palabras apropiadas para la ocasión, pero no las encontraba. Durante quince años, nunca le habían pedido consejo, consuelo, comprensión ni ayuda. Y ahora que el rector precisaba de todo ello, él se sentía impotente. Su sensación de fracaso no se circunscribía a este momento; parecía extenderse a todo su sacerdocio. ¿Qué les había ofrecido a sus parroquianos y a los seminaristas de Saint Anselm? Si bien se había mostrado bondadoso, afectuoso, tolerante y comprensivo, esas cualidades eran propias de cualquier persona bienintencionada. ¿Había cambiado una sola vida a lo largo de su ministerio? Recordó las palabras que había oído decir a una mujer antes de marcharse de su última parroquia: «El padre Martin es un sacerdote del que nadie habla mal.» Ahora le parecía la peor de las acusaciones.
Finalmente se levantó, y el padre Sebastian siguió su ejemplo.
– ¿Quiere que eche un vistazo al ritual católico para ver si podemos adaptarlo? -preguntó el padre Martin.
– Gracias, padre -respondió el rector-. Sería una gran ayuda. -Y regresó a la silla del escritorio mientras el padre Martin salía de la habitación y cerraba la puerta.
14
Raphael fue el primer seminarista sometido a un interrogatorio formal. Dalgliesh había decidido entrevistarlo con Kate. Arbuthnot se había tomado su tiempo para responder a la convocatoria: transcurrieron diez minutos antes de que el sargento Robbins le hiciera pasar a la sala de interrogatorios.
Dalgliesh constató asombrado que Raphael no había recuperado aún la compostura: se le veía igual de sorprendido y angustiado que durante la reunión en la biblioteca. Hasta era posible que en ese breve período hubiera tomado mayor conciencia del peligro en que se encontraba. Se movía con la rigidez propia de un anciano y se negó a sentarse cuando Dalgliesh lo invitó a hacerlo. Permaneció de pie detrás de una silla, agarrado al respaldo con tanta fuerza que los nudillos de ambas manos se le pusieron tan blancos como el rostro. A Kate la asaltó la absurda sensación de que, si hubiera tocado la piel o los rizos de Raphael, habría percibido sólo la inflexible textura de la piedra. El contraste entre la rubia cabeza helénica y la tétrica negrura de la sotana le confería un aire a un tiempo imperioso y teatral.
– Todos los comensales de la cena de anoche, entre los cuales me contaba, advertimos que el archidiácono no le caía bien. ¿Por qué? -inquirió Dalgliesh.
No era la introducción que esperaba Arbuthnot. Quizá se hubiera preparado para una táctica académica, más familiar para él, pensó Kate, una serie de inocuas preguntas sobre sus antecedentes personales que sirvieran de preámbulo a las más delicadas. Miró a Dalgliesh fijamente y en silencio.
Aunque parecía imposible que de esos rígidos labios fuera a salir una respuesta, Raphael contestó:
– Preferiría no hablar de eso. ¿No les basta con saber que no me caía bien? -Hizo una pausa y añadió-: Era más que eso. Lo odiaba. Mi odio se había convertido en una obsesión. Ahora me doy cuenta de ello. Claro que tal vez proyectase en él el odio que inconscientemente albergaba hacia alguien o algo diferente, una persona, un lugar, una institución. -Esbozó una sonrisa triste-. Si el padre Sebastian estuviese aquí, opinaría que estoy dejándome llevar por mi vergonzosa afición a la psicología barata.
– Estamos al corriente de la condena que cumplió el padre John -le informó Kate con una voz sorprendentemente suave.
Dalgliesh se preguntó si las manos de Raphael se habían relajado un poco, o sólo se lo había imaginado.
– Desde luego. Soy un tonto. Supongo que nos habrán investigado a todos. Pobre padre John. Ningún ángel puede protegerlo del ordenador de la policía. Así que ya saben que Crampton prestó declaración como uno de los principales testigos de la acusación. Fue él, no el jurado, quien encarceló al padre John.
– Los jurados no encarcelan a nadie -corrigió Kate-. El que se encarga de eso es el juez. -Temiendo que Raphael fuera a desmayarse, agregó-: ¿Por qué no se sienta, señor Arbuthnot?
Después de un breve titubeo, el joven se sentó y llevó a cabo un esfuerzo visible para relajarse.
– Las personas que uno odia no deberían morir asesinadas -se lamentó-. Eso les proporciona una ventaja injusta. No lo maté, pero me siento tan culpable como si fuera yo el asesino.
– ¿Eligió usted mismo el pasaje de Trollope que leyó anoche? -preguntó Dalgliesh.
– Sí. Siempre escogemos lo que leemos durante la cena.
– Un archidiácono y una época muy diferentes -observó Dalgliesh-. Un hombre ambicioso se arrodilla junto a su agonizante padre y pide perdón por desearle la muerte. Me dio la impresión de que el archidiácono lo tomaba como una afrenta personal.