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– Ésa era mi intención. -Después de otra pausa, Raphael añadió-: Siempre me he preguntado por qué persiguió al padre John con tanta saña. No se debía a que fuese un homosexual reprimido y temeroso de que lo descubrieran. Ahora sé que estaba expiando su propia culpa de manera indirecta.

– ¿Qué culpa? -quiso saber Dalgliesh.

– Será mejor que le pida al inspector Yarwood que se lo explique.

Dalgliesh decidió dejar el tema por el momento. Ése no era el único interrogante que quería plantearle a Yarwood. Estaría dando palos de ciego hasta que el inspector se hubiese recuperado lo suficiente como para interrogarlo. Le preguntó a Raphael qué había hecho exactamente después de las completas.

– Primero fui a mi habitación. Se supone que debemos guardar silencio después de las completas, pero no obedecemos esa regla a rajatabla. La norma no nos impide hablar entre nosotros. Aunque no nos comportamos como monjes trapenses, por lo general nos retiramos a nuestras habitaciones. Leí y trabajé en una monografía hasta las diez y media. Hacía un viento espantoso… Bueno, usted lo sabe, señor, estaba aquí. Decidí entrar en la casa para ver si Peter Buckhurst se encontraba bien. Todavía convalece de una mononucleosis. Sé que detesta las tormentas; no los rayos o los truenos, sino el rugido del viento. Su madre murió en la habitación contigua a la suya durante una noche ventosa, cuando él contaba siete años, y desde entonces no lo soporta.

– ¿Cómo entró usted en la casa?

– Como siempre. Mi habitación es la número tres, en el claustro norte. Crucé el vestuario y el vestíbulo, y subí al segundo piso. Al fondo está la enfermería, y Peter llevaba varias semanas durmiendo allí. Me pareció evidente que no le apeteciera quedarse solo, así que me ofrecí a pasar la noche con él. Dormí en la otra cama que hay en el cuarto. Ya le había pedido permiso al padre Sebastian para marcharme del seminario después de las completas. Le había prometido a un amigo que asistiría a su primera misa, en una iglesia de las afueras de Colchester. No obstante, decidí salir por la mañana temprano porque no quería dejar a Peter. La misa era a las diez y media, de manera que suponía que llegaría a tiempo.

– Señor Arbuthnot -le interrumpió Dalgliesh-, ¿por qué no me contó todo esto en la biblioteca? Pregunté si alguien había salido de su habitación después de las completas.

– ¿Lo habría reconocido usted en voz alta? Hubiera resultado humillante para Peter que todo el mundo se enterase de que le asusta el viento, ¿no?

– ¿Qué hicieron antes de dormir?

– Charlamos un rato y luego leí para él. Un cuento de Saki, por si le interesa.

– ¿Vio a alguien, aparte de a Peter Buckhurst, después de entrar en el edificio principal?

– Sólo al padre Martin. Pasó un momento por la habitación hacia las once de la noche, pero no se quedó. El también estaba preocupado por Peter.

– ¿Porque sabía que al señor Buckhurst le asustan los vientos fuertes? -inquirió Kate.

– El padre Martin siempre acaba por enterarse de esa clase de cosas. Creo que en el seminario sólo lo sabemos él y yo.

– ¿Regresó a su habitación en algún momento de la noche?

– No. Si hubiera querido ducharme, habría podido utilizar la ducha situada al lado de la enfermería. Y no necesitaba pijama.

– Señor Arbuthnot, ¿está seguro de que cerró con llave la puerta que da al claustro norte después de entrar para ir a ver a su amigo?

– Completamente. El señor Pilbeam comprueba que no queden puertas abiertas a eso de las once, cuando cierra la principal. Él se lo confirmará.

– ¿Y no salió de la enfermería hasta esta mañana?

– No. Estuve allí toda la noche. Peter y yo apagamos las lámparas a medianoche. No sé él, pero yo dormí profundamente. Me desperté poco antes de las seis y media y vi que Peter continuaba durmiendo. Me dirigía hacia mi habitación cuando me encontré al padre Sebastian, que salía de su despacho. No pareció sorprendido de verme ni me preguntó por qué no me había marchado. Ahora comprendo que tenía otras cosas en la cabeza. Me ordenó que llamase a todo el mundo, los invitados, los seminaristas y el personal, y les pidiera que acudieran a la biblioteca a las siete y media. Recuerdo que le pregunté «¿Y los maitines, padre?», y él me contestó: «Se han suspendido.»

– ¿Le dio alguna explicación sobre la convocatoria? -quiso saber Dalgliesh.

– No, ninguna. No me enteré de lo que había sucedido hasta las siete y media, cuando comunicó la noticia a todo el mundo en la biblioteca.

– ¿Puede añadir algo más? ¿Algo que tal vez estuviera relacionado con el asesinato del archidiácono?

Arbuthnot se miró las manos, que estaban enlazadas sobre su regazo, y guardó silencio durante un buen rato. Luego, como si hubiera tomado una decisión, alzó la vista y la fijó en Dalgliesh.

– Me ha hecho muchas preguntas -dijo-. ¿Me permite que le haga yo una?

– Desde luego, aunque no le prometo que vaya a contestarla.

– Bien. Es evidente que ustedes, me refiero a la policía, creen que el asesino del archidiácono es alguna de las personas que durmió anoche en el seminario. Supongo que tendrán algún motivo para pensarlo, pero ¿no es más probable que entrase alguien ajeno a la casa, quizá para robar, y que Crampton lo sorprendiera? Al fin y al cabo, este sitio no es seguro. Un intruso no habría topado con dificultades para acceder al patio, meterse en la casa y sustraer las llaves de la iglesia. Cualquier persona que haya estado alguna vez sabe, si se ha fijado, dónde se guardan las llaves. Así que me pregunto por qué han centrado la investigación en nosotros, los seminaristas y los sacerdotes.

– No descartamos ninguna posibilidad -aseveró Dalgliesh-. Es todo cuanto puedo decirle.

– Verá, he estado pensando… -prosiguió Arbuthnot- bueno, todos deben de haberlo pensado. Si alguien del seminario mató a Crampton, ese alguien tendría que ser yo. Nadie más habría deseado o podido hacerlo. Ninguno de los otros lo odiaba tanto, y aun si lo odiaran, serían incapaces de cometer un asesinato. Me pregunto si lo hice sin tener conciencia de ello. Si me levanté en plena noche para volver a mi habitación y lo vi entrar en la iglesia. ¿Es posible que lo siguiera, discutiera acaloradamente con él y lo matara?

– ¿Por qué se le ha ocurrido eso? -preguntó Dalgliesh con un tono sereno y desprovisto de curiosidad.

– Porque es una posibilidad. Si el crimen es obra de alguien de dentro, ¿quién más pudo cometerlo? Y hay un indicio que respalda esa teoría. Cuando regresé a mi habitación esta mañana, después de llamar a todo el mundo para que acudiese a la biblioteca, supe que alguien había entrado allí durante la noche. Encontré una ramita junto a la puerta, en la parte de dentro. A menos que alguien la haya sacado, debe de estar allí todavía. Como han cerrado el claustro norte, no me ha sido posible regresar para comprobarlo. Me imagino que se trata de una especie de prueba, pero ¿de qué?

– ¿Está seguro de que la ramita no estaba ya en su cuarto después de las completas, cuando salió para ir a ver a Peter Buckhurst?

– Sí, estoy seguro. Habría reparado en ella. Alguien entró en mi habitación después de que yo me marchara. Quizá fui yo mismo. ¿Qué otra persona iba a hacerlo a esas horas y con semejante tormenta?

– ¿Alguna vez ha sufrido una amnesia temporal? -inquirió Dalgliesh.

– No, nunca.

– ¿Y no miente cuando asegura que no recuerda haber matado al archidiácono?

– No. Se lo juro.

– Lo único que puedo garantizarle es que quienquiera que cometiese el asesinato no alberga ninguna duda de que lo hizo.

– ¿Quiere decir que esta mañana me habría despertado con las manos manchadas de sangre? ¿Literalmente?

– Quiero decir lo que he dicho, nada más. Hemos terminado con usted por el momento. Si recuerda algo más, avísenos de inmediato.