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La despedida fue breve y, según observó Kate, inesperada para Arbuthnot.

– Gracias -murmuró sin apartar la mirada de Dalgliesh y se marchó.

El comisario aguardó a que cerrase la puerta.

– ¿Qué le parece, Kate? -preguntó entonces-. ¿Es un actor consumado o un muchacho inocente y afligido?

– En mi opinión es un buen actor. Con ese aspecto, me extrañaría que no lo fuera. Sé que eso no lo convierte en culpable. Aun así es una historia ingeniosa, ¿no? Prácticamente ha confesado su culpabilidad con el fin de averiguar lo que sabemos hasta el momento. Y el hecho de que pasara la noche con Buckhurst no le da una coartada: podría haber salido después de que Peter se durmiera, tomado las llaves de la iglesia y telefoneado al archidiácono. Según la señora Betterton, es un buen imitador de voces y tal vez fingiera ser uno de los sacerdotes. Además, si alguien lo hubiese visto en la casa, no habría cuestionado su derecho a estar allí. Incluso si Peter Buckhurst se hubiera despertado y visto que no estaba a su lado, sería difícil que delatase a su amigo. Le resultaría más fácil convencerse a sí mismo de que la otra cama no estaba vacía.

– Lo mejor será interrogarlo a él a continuación. Lo dejo en sus manos y en las de Piers. No obstante, si Arbuthnot se llevó la llave, ¿por qué no la devolvió cuando regresó a la casa? Lo más probable es que el asesino de Crampton no volviera a entrar en la casa, a menos, por supuesto, que pretendiera hacernos creer precisamente eso. Si Raphael mató al archidiácono, y creo que seguirá siendo el principal sospechoso hasta que hablemos con Yarwood, su táctica más inteligente habrá sido la de deshacerse de la llave. ¿Se ha fijado en que no ha mencionado una sola vez a Yarwood? Es listo, así que debe de haberse percatado de la posible trascendencia de la desaparición del inspector. No es tan ingenuo como para pensar que un policía es incapaz de cometer un asesinato.

– ¿Y lo de la ramita en su habitación? -preguntó Kate.

– Dice que sigue allí, y seguramente es cierto. Pero ¿cómo y cuándo apareció? Eso significa que los técnicos deberán revisar también la habitación de Arbuthnot. Si no miente, la ramita quizá sea importante. Por otro lado, este asesinato se planeó meticulosamente. Si Arbuthnot proyectaba cometer un homicidio, ¿por qué iba a complicarse las cosas yendo al cuarto de Peter Buckhurst? Si éste hubiera estado muy asustado por la tormenta, a Raphael le habría resultado imposible marcharse. Y no podía contar con que su amigo se durmiera, ni siquiera a medianoche.

– Sin embargo, si quería fabricarse una coartada, Peter Buckhurst constituiría su mejor baza. Después de todo, no le costaría engañar a un joven enfermo y aterrado. Si Arbuthnot hubiese planeado cometer el asesinato a medianoche, por ejemplo, después de apagar las luces podría haberle murmurado a Buckhurst que pasaban de las doce.

– Cosa que sólo le sería útil si el forense lograra determinar una hora más precisa de la muerte de Crampton. Arbuthnot carece de coartada, pero todos están en la misma situación.

– Incluido Yarwood.

– Es probable que él posea la clave de todo este asunto. Aunque hemos de seguir adelante, mientras no esté en condiciones de ser interrogado, seguramente nos faltarán indicios esenciales.

– ¿Usted no lo considera sospechoso, señor? -quiso saber Kate.

– Tengo que verlo como tal por el momento, pero dudo que sea el culpable. No me imagino a un hombre mentalmente inestable maquinando y ejecutando un crimen tan complicado como éste. Si la inesperada aparición de Crampton en el seminario le hubiese despertado una furia asesina, podría haberlo matado en la cama.

– Pero eso es también válido para todos los sospechosos, señor.

– Exactamente. Volvemos al misterio principal. ¿Por qué el asesino planeó su crimen de esta manera?

Nobby Clark y el fotógrafo estaban en la puerta. Clark había adoptado una expresión de solemne reverenda, como si entrase en una iglesia. Se trataba de una clara señal de que traía buenas noticias. Se acercó y depositó sobre la mesa dos fotografías de huellas digitales: en una se veían desde el índice hasta el meñique de una mano derecha; en la otra, una palma -también de la mano derecha-, el costado de un pulgar y cuatro huellas nítidas de dedos. Colocó un cartón con huellas al lado y dijo:

– El doctor Stannard, señor. No cabe la menor duda. La huella de la palma estaba en la pared, a la derecha de El juicio final. Las otras las encontramos en el segundo sitial. Podríamos tomarle una huella de la palma, señor, pero no es necesario. Tampoco es preciso que pidamos una verificación a la jefatura. Nunca había visto unas huellas tan claras como éstas. Son del señor Stannard, no cabe duda.

15

Si Stannard es Caín, ésta se convertirá en nuestra investigación más corta hasta la fecha -comentó Piers-. Habremos de regresar a la contaminación. Qué pena. Estaba deseando cenar en el Crown y dar un paseo por la playa antes del desayuno de mañana.

Dalgliesh se hallaba junto a la ventana este, con la vista perdida en el mar, más allá del campo. Se volvió y dijo:

– Yo no perdería la esperanza.

Habían retirado el escritorio de la ventana para ponerlo en medio de la sala, delante de las dos sillas de respaldo alto. Stannard se sentaría en el sillón bajo que habían colocado enfrente. De este modo, gozaría de mayor comodidad física, aunque estaría en desventaja psicológica.

Aguardaron en silencio. Dalgliesh no demostró el menor interés en hablar, y Piers había trabajado con él durante el tiempo suficiente para saber cuándo convenía guardar silencio. A Robbins debía de haberle surgido alguna dificultad al ir a buscar a Stannard. Transcurrieron casi cinco minutos antes de que se abriese la puerta principal.

– El doctor Stannard, señor -anunció Robbins, y se sentó discretamente en un rincón, con el cuaderno en la mano.

Stannard entró a paso vivo, respondió con tono cortante al «buenos días» de Dalgliesh y miró alrededor, dudoso de dónde debía sentarse.

– Aquí, por favor, doctor Stannard -señaló Piers.

Stannard estudió la sala con deliberada atención, como si desaprobara sus deficiencias. Luego se arrellanó, pareció decidir que la comodidad de su postura resultaba inadecuada y se sentó en el borde del sillón, con las piernas juntas y las manos en los bolsillos de la chaqueta. Su mirada, que mantenía fija en Dalgliesh, era más inquisitiva que beligerante, pero Piers percibió su malestar y algo más intenso, que diagnosticó como miedo.

Nadie muestra su mejor faceta cuando se ve envuelto en un caso de asesinato; hasta los testigos más sensatos y solidarios, respaldados por su inocencia, llegan a molestarse ante la impertinencia de un interrogatorio policial, y nadie se somete a él con una conciencia del todo limpia. Pequeños y viejos deslices salen a la superficie de la mente como la basura en un estanque. Con todo, Stannard causó una impresión particularmente desagradable en Piers. No se debía sólo a sus prejuicios respecto de los bigotes grandes, pensó; sencillamente, el tipo no le caía bien. La cara de Stannard, con la nariz delgada y demasiado larga y ojos muy juntos, presentaba profundos surcos de descontento. Era el rostro de un hombre que no había conseguido lo que a su juicio le correspondía. ¿Qué se había torcido?, se preguntó Piers. ¿Se había licenciado con un notable en lugar de con el deseado sobresaliente? ¿Impartía clases en una escuela politécnica en vez de en Oxbridge? ¿Disfrutaba de menos poder, dinero o sexo de lo que creía merecer? Aunque era difícil que le costase ligar: a las mujeres invariablemente les atraían los revolucionarios aficionados con pinta de Che Guevara. ¿No había perdido él a Rosie en Oxford por culpa de un imbécil de cara avinagrada muy parecido a éste? Tal vez ésa fuera la causa de su prevención, admitió. Aunque era un hombre demasiado experimentado para dejarse llevar por ese sentimiento, el mero hecho de reconocerlo le produjo una perversa satisfacción.