Como conocía bastante bien a Dalgliesh, sabía cómo se desarrollaría la escena. Él formularía la mayor parte de las preguntas y el comisario intervendría cuando lo juzgara oportuno, es decir, nunca en el momento que esperaba el testigo. Piers se preguntó si Dalgliesh era consciente del miedo que infundía su atenta y silenciosa presencia.
Piers se presentó e hizo las obligadas preguntas preliminares con voz serena. Nombre, dirección, fecha de nacimiento, profesión, estado civil. Las respuestas de Stannard fueron lacónicas.
– No veo qué importancia puede tener mi estado civil en este caso -espetó al fin-. De hecho, tengo pareja. Femenina.
Sin responder, Piers inquirió:
– ¿Y cuándo llegó al seminario, señor?
– El viernes por la noche, con la intención de pasar aquí un fin de semana largo. He de marcharme esta noche después de cenar. Supongo que no habrá inconveniente, ¿verdad?
– ¿Es usted un visitante asiduo, señor?
– En cierto modo. Durante los últimos dieciocho meses he venido algún que otro fin de semana.
– ¿Podría especificar más?
– Habré venido una media docena de veces.
– ¿Cuándo fue la última?
– El mes pasado. No recuerdo la fecha exacta. Llegué un viernes por la noche y me quedé hasta el domingo. Comparado con éste, fue un fin de semana tranquilo.
– ¿Por qué viene al seminario, doctor Stannard? -intervino Dalgliesh.
El interpelado abrió la boca para responder, pero titubeó. Piers se preguntó si había estado a punto de decir «¿por qué no?» y luego se lo había pensado mejor. La respuesta, cuando llegó, sonó como si la hubiese preparado con cuidado:
– Estoy documentándome para escribir un libro sobre los primeros tratadistas: su infancia y juventud, sus matrimonios, cuando los hubo, y su vida familiar. Me propongo relacionar las experiencias tempranas de estas personas con sus posteriores ideas religiosas y su sexualidad. Como ésta es una institución anglocatólica, la biblioteca me resulta de especial utilidad, y se me ha concedido libre acceso a ella. Mi abuelo fue Samuel Stannard, uno de los socios de la firma Stannard, Fox y Perronet de Norwich. Han representado a Saint Anselm desde su fundación y a la familia Arbuthnot con anterioridad. Al venir aquí combino la investigación con una agradable escapada de fin de semana.
– ¿Sus investigaciones están muy avanzadas? -preguntó Piers.
– No; apenas he comenzado. No dispongo de mucho tiempo libre. Contrariamente a lo que cree la gente, los académicos trabajamos demasiado.
– Pero tendrá papeles consigo, pruebas de lo que ha hecho hasta el momento, ¿no?
– No. Mis papeles están en la universidad.
– Tantas visitas… Yo hubiera dicho que ya había agotado los recursos de esta biblioteca. ¿No ha ido a otras? A la Bodleyana, por ejemplo.
– Hay muchas bibliotecas aparte de la Bodleyana -repuso Stannard con sequedad.
– Desde luego. En Oxford también está Pusey House. Según creo, poseen una fabulosa colección de obras sobre los tratadistas. Sin duda los bibliotecarios le serían de ayuda. -Se volvió hacia Dalgliesh-. Y no hay que olvidarse de Londres, desde luego. ¿Sigue existiendo la biblioteca Williams en Bloomsbury, señor?
Antes de que el comisario alcanzara a responder, si es que pensaba hacerlo, Stannard estalló.
– ¿Qué demonios le importa dónde llevo a cabo mis investigaciones? Si lo que intenta es demostrar que de vez en cuando la Policía Metropolitana recluta hombres cultos, olvídelo. No me impresiona.
– Sólo pretendía ser útil -se justificó Piers-. Bien, de manera que en los últimos seis meses ha realizado media docena de visitas para trabajar en la biblioteca y disfrutar de un fin de semana tranquilo. ¿Coincidió con el archidiácono Crampton en alguna de esas ocasiones?
– No. Lo conocí este fin de semana. Llegó ayer, no sé a qué hora exactamente, pero lo vi por primera vez cuando tomamos el té. Lo sirvieron en la sala de estudiantes, que estaba bastante llena cuando yo entré, a las cuatro. Aunque alguien, creo que Raphael, me presentó a las personas que no conocía, yo no tenía ganas de charlar, así que tomé una taza de té y un par de emparedados y me fui a la biblioteca. El cascarrabias del padre Peregrine alzó la vista de su libro sólo por un instante para recordarme que estaba prohibido comer o beber en la biblioteca. Me fui a mi habitación. Me encontré de nuevo con el archidiácono durante la cena. Después trabajé en la biblioteca hasta que todos se fueron a la iglesia para rezar las completas. Soy ateo, de manera que no los acompañé.
– ¿Y cuándo se enteró del asesinato?
– Poco antes de las siete, cuando Raphael Arbuthnot me llamó para comunicarme que habría una reunión general en la biblioteca a las siete y media. No me hacía mucha gracia la idea de que me largaran un discurso como si todavía estuviese en la escuela, pero quería informarme de lo que ocurría. Con respecto al asesinato, yo sé menos que ustedes.
– ¿Alguna vez ha asistido a un oficio aquí?
– No. Vengo a trabajar en la biblioteca y para pasar un fin de semana tranquilo, no para ir a la iglesia. A los sacerdotes no parece molestarles, así que no veo por qué les importa a ustedes.
– Pero nos importa, señor Stannard, nos importa -replicó Piers-. ¿Está diciendo que nunca ha puesto un pie en la iglesia?
– No he dicho cosa semejante. No tergiverse mis palabras. He entrado allí por curiosidad en algunas de mis visitas. He visto el interior, desde luego, y también El juicio final, que reviste cierto interés para mí. Me refería a que nunca he asistido a un oficio.
Sin desviar la vista del papel que tenía delante, Dalgliesh preguntó:
– ¿Cuándo estuvo en la iglesia por última vez, doctor Stannard?
– No lo recuerdo. ¿Por qué iba a acordarme? De lo que sí estoy seguro es de que no fue este fin de semana.
– ¿Y cuándo vio por última vez al archidiácono Crampton?
– Después de las completas. Oí que algunos regresaban de la iglesia hacia las diez y cuarto. Yo estaba viendo una película de vídeo en la sala de estudiantes. Auque no había nada decente en la tele, tienen una pequeña colección de cintas. Puse Cuatro bodas y un funeral. Aunque ya la conocía, consideré que valía la pena verla por segunda vez. Crampton asomó la cabeza, pero como yo no lo recibí precisamente con alegría se marchó de inmediato.
– En tal caso usted debió de ser la última persona, o una de las últimas, que lo vio con vida -observó Piers.
– Y supongo que eso les resultará sospechoso. El último que lo vio vivo no fui yo, sino su asesino. Yo no lo maté. ¿Cuántas veces tendré que repetirlo? No conocía a ese hombre. No discutí con él, ni siquiera me acerqué a la iglesia anoche. Me acosté a eso de las once y media. Cuando terminó la película, salí al claustro sur y me encaminé hacia mi habitación. El viento soplaba con más fuerza que nunca, y no era una noche apropiada para disfrutar del aire del mar. Me dirigí directamente a mi cuarto. Es el número uno, en el claustro sur.
– ¿Había luz en la iglesia?
– No me fijé. Ahora que lo pienso, no vi luces en las habitaciones de los seminaristas ni en los apartamentos de invitados. La única claridad procedía de las débiles lámparas de los claustros norte y sur.
– Como comprenderá, es preciso que nos formemos una idea lo más exacta posible de lo que sucedió en las horas previas a la muerte del archidiácono -explicó Piers-. ¿Usted oyó, vio o notó algo que le pareciese significativo?
Stannard soltó una risita amarga.
– Supongo que sucedieron muchas cosas, pero no sé leer la mente de la gente. Llegué a la conclusión de que el archidiácono no le caía bien a casi nadie, pero ninguno lo amenazó de muerte en mi presencia.