– ¿Habló con él después de que se lo presentaran?
– Sólo para pedirle que me pasara la mantequilla durante la cena. Lo hizo. No se me dan bien las conversaciones triviales, así que me concentré en la comida y el vino, que eran superiores a la compañía. No fue una cena particularmente alegre. La camaradería juvenil bajo la mirada de Dios… o del padre Morell, que viene a ser lo mismo, brillaba por su ausencia. De todos modos, su jefe estaba allí. Él puede hablarle de la cena.
– El comisario sabe lo que vio y oyó él -comentó Piers-, pero ahora lo estamos interrogando a usted.
– Ya se lo he dicho: no fue una cena divertida. Los seminaristas estaban cohibidos, el padre Sebastian presidió la mesa con fría cortesía y algunos de los comensales no quitaban ojo a Emma Lavenham, y no los culpo por ello. Raphael Arbuthnot leyó un pasaje de una novela de Trollope… No es un autor que conozca bien, pero el texto se me antojó bastante anodino. Al archidiácono no. Si Arbuthnot quería violentarlo, eligió el mejor momento. No resulta fácil fingir que uno disfruta de la comida cuando le tiemblan las manos y parece estar a punto de vomitar en el plato. Después de cenar, todos se marcharon a la iglesia y no volví a encontrarme con nadie hasta que Crampton apareció en la sala de estudiantes.
– ¿Y no vio ni oyó nada sospechoso durante la noche?
– Nos preguntaron lo mismo cuando estábamos en la biblioteca. Si hubiera visto u oído algo sospechoso, lo habría dicho entonces.
– ¿Y no ha pisado usted la iglesia en esta visita, ni para un oficio ni en ningún otro momento?
– ¿Cuántas veces tendré que repetirlo? La respuesta es no. No, no, no y no.
Dalgliesh alzó la cabeza y miró a Stannard a los ojos.
– ¿Cómo explica entonces que haya huellas recientes de sus manos en la pared adyacente a El juicio final y en el segundo sitial? Debajo del banco hay una zona sin polvo. Es muy probable que los técnicos forenses encuentren restos de dicho polvo en su chaqueta. ¿Fue allí donde se escondió cuando el archidiácono entró en la iglesia?
Ahora Piers percibió auténtico terror. Como de costumbre, le irritó. No experimentó una sensación de triunfo, sino vergüenza. Una cosa era poner a un sospechoso en una situación de desventaja, y otra muy distinta contemplar cómo un ser humano se transformaba en un animal asustado. Stannard pareció encogerse físicamente hasta convertirse en un delgado y desnutrido niño sentado en un sillón demasiado grande para él. Sin sacar las manos de los bolsillos, intentó rodearse el torso con los brazos. El delgado tweed de la chaqueta se tensó, y Piers creyó oír el desgarro de una costura.
– La prueba es irrefutable -añadió Dalgliesh en voz baja-. Ha estado mintiendo desde que entró en esta habitación. Si no mató al archidiácono Crampton, ahora le convendría decir la verdad, toda la verdad.
Stannard no respondió. Las manos, ahora fuera de los bolsillos, descansaban enlazadas sobre su regazo. Con la cabeza inclinada sobre ellas, ofrecía el incongruente aspecto de un hombre en actitud de rezar. Por lo visto estaba pensando, así que los policías aguardaron en silencio. Cuando por fin alzó la cabeza y habló, su comportamiento evidenció que había conseguido dominar el miedo y estaba dispuesto a luchar. Piers detectó una mezcla de obstinación y arrogancia en su voz.
– No maté a Crampton y no conseguirán probar que lo haya hecho. De acuerdo, mentí al decir que no había estado en la iglesia. Es natural. Sabía que si decía la verdad, me convertiría de inmediato en el principal sospechoso. Esto resulta muy conveniente para ustedes, ¿no? Lo último que desean es cargarle el crimen a un miembro de Saint Anselm. Yo soy el chivo expiatorio ideal, mientras que los sacerdotes son sacrosantos. Pues bien, sepan que no lo hice.
– Entonces ¿por qué estaba en la iglesia? -preguntó Piers-. No pretenderá que creamos que fue a rezar.
Stannard calló. Parecía estar armándose de valor para la inevitable aclaración o quizás eligiendo las palabras más adecuadas y convincentes. Al contestar miró fijamente la pared del fondo, eludiendo los ojos de Dalgliesh. Su voz sonaba serena aunque con un mal disimulado dejo de irritación.
– De acuerdo, acepto que tienen derecho a una explicación y que es mi deber dársela. Se trata de algo totalmente inocente que no guarda relación alguna con la muerte de Crampton. Dicho esto, les agradecería que me asegurasen que esta entrevista es confidencial.
– Sabe que no podemos garantizarle nada semejante -repuso Dalgliesh.
– Oiga, ya le he dicho que esto no tiene nada que ver con el asesinato de Crampton. Lo conocí ayer. Jamás lo había visto antes. No había discutido con él ni tenía razones para desearle la muerte. Detesto la violencia. Soy pacifista, y no sólo por convicción política.
– ¿Quiere hacer el favor de contestar a mi pregunta? -lo apremió Dalgliesh-. Usted se escondió en la iglesia, ¿por qué?
– Intento decírselo. Buscaba algo. Un documento conocido como «el papiro de san Anselmo» por los pocos que saben de su existencia. En teoría se trata de una orden firmada por Poncio Pilatos y dirigida a un capitán de su guardia para que retiren el cuerpo crucificado de un alborotador político. Comprenderán su importancia. La fundadora de Saint Anselm, la señorita Arbuthnot, lo recibió de manos de su hermano, y desde entonces ha permanecido bajo la custodia del rector. Se rumorea que el documento es falso, pero como no han permitido que nadie lo vea ni lo han sometido a un estudio científico, la cuestión continúa en el aire. Evidentemente, el papel posee un gran interés para cualquier académico.
– ¿Como usted, por ejemplo? -inquirió Piers-. No sabía que fuese experto en manuscritos prebizantinos. ¿No es sociólogo?
– Eso no impide que sienta cierta curiosidad por la historia de la Iglesia.
– Entonces -prosiguió Piers-, como no esperaba que le permitiesen ver el documento, decidió robarlo.
Stannard lo miró con furiosa malevolencia.
– Si no me equivoco -comentó con sarcasmo-, la definición legal del robo es la apropiación de algo ajeno con la intención de privar permanentemente de su posesión al legítimo propietario. Usted debería saberlo, puesto que es policía.
– Doctor Stannard -terció Dalgliesh-, supongo que la grosería es natural en usted, o quizá la vea como un agradable aunque infantil recurso para aliviar la tensión, pero no es aconsejable hablar en esos términos cuando uno está involucrado en un caso de asesinato. ¿Por qué pensó que el papiro estaba escondido en la iglesia?
– Me pareció el sitio más lógico. He revisado los libros de la biblioteca…, en la medida de lo posible, habida cuenta de que el padre Peregrine está siempre allí, pendiente de todo aunque se haga el distraído. Decidí que había llegado la hora de buscar en otra parte. Se me ocurrió que quizás el papiro se hallara escondido detrás de El juicio final. Ayer por la tarde fui a la iglesia. El seminario suele estar muy tranquilo los sábados después de la hora de comer.
– ¿Cómo entró en la iglesia?
– Tenía las llaves. Estuve aquí poco después de Pascua, cuando la mayoría de los estudiantes y la señorita Ramsey se habían ido de vacaciones. Saqué las dos llaves, una de seguridad y una normal, del armario que está en el despacho de la secretaria y las llevé a Lowestoft para hacer copias. Nadie las echó en falta durante las dos horas que obraron en mi poder. Por si llegaban a notar algo, había planeado decir que me había topado con ellas en el claustro sur. Podían habérsele caído a alguien.
– Pensó en todo. ¿Y dónde están esas llaves ahora?
– Esta mañana, después de que Sebastian Morell lanzara la bomba en la biblioteca, comprendí que no me convenía que las encontrasen entre mis cosas. Si quiere saberlo, me deshice de ellas. Para ser más exacto, las limpié para borrar mis huellas y las enterré debajo de una mata de hierba al borde del acantilado.