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– ¿Sería capaz de encontrarlas? -quiso saber Piers.

– Probablemente. Aunque tal vez tardara un poco, podría localizar la zona donde las enterré, al menos en un radio de unos diez metros.

– Entonces será mejor que lo haga -aseveró Dalgliesh-. El sargento Robbins lo acompañará.

– ¿Qué pensaba hacer con el papiro si lo encontraba? -preguntó Piers.

– Copiarlo. Escribir un artículo al respecto y publicarlo en los periódicos serios o en alguna revista académica. Me proponía sacarlo a la luz pública, donde debe estar todo documento importante.

– ¿Por pasta, por prestigio académico o por ambas cosas? -preguntó Piers.

La mirada que le dirigió Stannard fue ostensiblemente venenosa.

– Si hubiera escrito un libro, como había previsto, con seguridad habría ganado bastante dinero.

– Dinero, fama, reconocimiento académico, su fotografía en los periódicos… Hay gente capaz de asesinar por mucho menos.

Antes de que Stannard pudiera protestar, Dalgliesh dijo:

– Me imagino que no encontró el papiro.

– No. Llevé conmigo un largo abrecartas de madera con el propósito de sacar lo que hubiese entre el retablo y la pared de la iglesia. Acababa de subirme a una silla para alcanzar el cuadro cuando oí que alguien entraba en la iglesia. Devolví la silla a su sitio rápidamente y me escondí. Por lo visto, usted ya sabe dónde.

– En el segundo sitial -dijo Piers-. Como un colegial. Debió de resultar humillante, ¿no? ¿No hubiera bastado con que se arrodillara? Pero no; nadie hubiese creído que estaba rezando.

– ¿Y confesar que me había procurado un juego de llaves de la iglesia? Por extraño que le parezca, ni siquiera me planteé esa posibilidad. -Se volvió hacia Dalgliesh-. Puedo probar que digo la verdad. Aunque no llegué a ver a las personas que habían entrado, oí claramente sus voces mientras avanzaban por la nave central. Eran Morell y el archidiácono. Discutían sobre el futuro de Saint Anselm. Podría reproducir la mayor parte de la conversación. Tengo buena memoria, y ellos no se molestaron en bajar la voz. Si busca a alguien que guarde rencor al archidiácono, no le hará falta ir muy lejos. Entre otras cosas, Crampton amenazó con privar a la iglesia del valioso retablo.

– ¿Y qué excusa pensaba alegar si lo descubrían por casualidad debajo del asiento del sitial? -preguntó Piers en un tono que podía pasar por auténtica curiosidad-. Es obvio que usted lo había planeado todo meticulosamente. Sin duda había preparado una respuesta para esa eventualidad, ¿no?

Stannard acogió la pregunta como si se tratara de la estúpida intervención de un alumno poco prometedor.

– Es una hipótesis absurda. ¿Por qué iban a registrar el sitial? Y aunque hubiesen echado un vistazo al interior, ¿por qué iban a molestarse en arrodillarse y mirar debajo del asiento? Si se les hubiera ocurrido tal idea, me habría encontrado en una situación delicada, desde luego.

– Pues ahora se encuentra en una situación delicada, doctor Stannard -afirmó Dalgliesh-. Ha confesado haber efectuado un infructuoso registro de la iglesia. ¿Quién nos asegura que no regresó más tarde, en algún momento de la noche?

– Le doy mi palabra de que no volví allí. ¿Qué otra cosa puedo decir? -Entonces añadió con brusquedad-: Y usted no dispone de pruebas de que lo hiciera.

– Ha dicho que introdujo un abrecartas de madera detrás del retablo. ¿Está seguro que eso fue lo único que usó? ¿No entró en la cocina mientras la comunidad rezaba las completas y robó un cuchillo de carnicero?

Ahora la fingida indiferencia de Stannard, su mal disimulado malhumor y su arrogancia cedieron el paso al pánico manifiesto. La piel que rodeaba los húmedos labios escarlata empalideció, y los pómulos surcados por venitas rojas destacaban en la tez, que acababa de adquirir una enfermiza tonalidad verdosa.

Volvió el cuerpo entero hacia Dalgliesh con tanta fuerza que por poco volcó el sillón.

– ¡Dios mío, debe creerme, comisario! No entré en la cocina. Sería incapaz de clavarle un cuchillo a nadie, ni siquiera a un animal. No degollaría ni a un gato. ¡Es ridículo! Su insinuación me horroriza. Sólo estuve en la iglesia una vez, lo juro, y lo único que llevaba conmigo era un abrecartas de madera. Puedo enseñárselo. Iré a buscarlo ahora mismo.

Hizo ademán de levantarse, mirando con desesperación a uno y otro policía. Nadie habló.

– Hay algo más -agregó de repente, entre esperanzado y triunfal-: Creo que puedo probar que no regresé a la iglesia. Llamé a mi novia a Nueva York a las once y media, hora británica. Atravesamos una mala racha y hablamos por teléfono casi a diario. Usé mi móvil. Si quieren, les daré el número de ella. No habría hablado media hora con ella si hubiese tenido en mente matar al archidiácono.

– No -convino Piers-, siempre y cuando se tratase de un asesinato premeditado.

De todas maneras, al observar los ojos de Stannard, Dalgliesh supo casi con total certeza que cabía eliminarlo de la lista de sospechosos. Stannard ignoraba por completo cómo había muerto Crampton.

– Debo estar en la universidad el lunes por la mañana -dijo-. Pensaba marcharme esta noche. Pilbeam iba a llevarme a Ipswich. No pueden retenerme, no he hecho nada malo. -Al advertir que no obtenía respuesta añadió con una mezcla de furia y prepotencia-: Miren, llevo mi pasaporte encima, como siempre. No conduzco, de manera que resulta útil para identificarme. ¿Permitirán que me vaya si se lo dejo provisionalmente?

– Entrégueselo al inspector Tarrant y él le dará un recibo -contestó Dalgliesh-. Aún no hemos terminado con usted, pero puede irse.

– Y supongo que le contarán a Sebastian Morell lo sucedido.

– No -repuso Dalgliesh-. Lo hará usted.

16

Dalgliesh, el padre Martin y el rector estaban en el despacho de este último. El padre Sebastian acababa de rememorar casi palabra por palabra la conversación que había mantenido con el archidiácono en la iglesia. Reconstruyó el diálogo como si recitase algo aprendido de memoria, y sin embargo Dalgliesh detectó un ligero dejo de culpa en su voz. Al terminar se quedó callado, sin ofrecer explicaciones ni aducir atenuantes. El padre Martin lo había escuchado sentado en silencio junto a la chimenea, con la cabeza baja e inmóvil, y concentrado como si estuviera oyendo una confesión.

– Gracias, padre -dijo Dalgliesh tras una breve pausa-. Eso coincide con lo que nos contó el doctor Stannard.

– Perdone si me entrometo en sus funciones -se disculpó el padre Sebastian-, pero el hecho de que Stannard estuviese escondido en la iglesia ayer por la tarde no significa que no regresara por la noche. ¿Debo entender que lo ha excluido de la investigación?

Dalgliesh no tenía la intención de revelar que Stannard ignoraba cómo se había cometido el asesinato. Se preguntaba si el rector había olvidado la importancia de la llave perdida, cuando éste agregó:

– Claro que si contaba con copias de las llaves, no necesitaba robarlas del despacho. De todos modos, podría haberlo hecho para desviar las sospechas hacia otra persona.

– Sólo si partimos de que el asesinato fue premeditado y no el resultado de un arrebato momentáneo. Stannard no está excluido de la investigación, nadie lo está por el momento, pero le he autorizado para marcharse y supongo que usted se alegrará de perderlo de vista.

– Mucho. Comenzábamos a sospechar que su excusa para visitarnos, la supuesta investigación sobre la vida privada de los primeros tratadistas, era una tapadera. El padre Peregrine fue el primero en señalarlo. No obstante, el abuelo de Stannard fue socio del bufete de abogados que lleva los asuntos del seminario desde el siglo xix. Nos ayudó mucho, así que no queríamos ofender a su nieto. Quizás el archidiácono estuviera en lo cierto: somos esclavos de nuestro pasado. Mi entrevista con Stannard me incomodó. Adoptó una actitud entre prepotente y capciosa, y justificó su codicia y su deshonestidad con un argumento muy trillado: la supuesta santidad de la investigación histórica.