El padre Martin no había abierto la boca durante toda la reunión. Salió del despacho de la secretaria seguido de Dalgliesh y, una vez fuera, se detuvo.
– ¿Te gustaría ver el papiro de san Anselmo? -preguntó.
– Sí, mucho.
– Lo guardo en mi cuarto.
Subieron por la escalera de caracol hasta la torre. Si bien la vista era espectacular, la habitación no parecía cómoda. Estaba equipada con muebles de estilos diversos, demasiado viejos para estar en las zonas públicas y demasiado buenos para tirarlos a la basura. Aunque semejante combinación a menudo crea un ambiente de acogedora intimidad, en este caso producía un efecto deprimente. Dalgliesh dudaba que el padre Martin se hubiera percatado de ello.
En la pared norte había un pequeño grabado religioso en un marco de cuero marrón. No se distinguía con claridad, pero a primera vista Dalgliesh juzgó que carecía de un gran valor artístico, y los colores estaban tan desvaídos que resultaba difícil reconocer la figura central de la Virgen con el Niño. El padre Martin lo descolgó, quitó la parte superior del marco y sacó el grabado. Debajo había dos láminas de cristal y, entre ellas, algo parecido a una hoja de cartón grueso, con los bordes rayados y varios renglones de angulosas letras negras. El padre Martin no la acercó a la ventana, de manera que a Dalgliesh le costó descifrar el texto latino. Le pareció ver una marca circular en el extremo superior derecho, donde el papiro estaba roto. Se apreciaba con nitidez el entramado de juncos que componía el papel.
– Sólo lo han examinado una vez -explicó el padre Martin-, poco después de que lo recibiera la señorita Arbuthnot. Por lo que sé, no cabe duda de que el papiro en sí sea antiguo, quizá del siglo i de nuestra era. Edward, el hermano de la fundadora, no hubiera tenido dificultades para encontrarlo. Como ya sabrás, era egiptólogo.
– Pero ¿por qué se lo dio a su hermana? Sea cual fuere su procedencia, me extraña que se desprendiese de él. Si se trataba de una falsificación destinada a desacreditar la fe de la señorita Arbuthnot, ¿por qué mantenerlo en secreto? Y si pensaba que era auténtico, ¿no era una razón aún mejor para hacerlo público?
– Ése es uno de los principales motivos que nos indujo a creer que era falso. De lo contrario, su descubrimiento le habría dado fama y prestigio, de manera que ¿por qué iba a deshacerse de él? Cabe la posibilidad de que quisiera que su hermana lo destruyese. Si con anterioridad hubiera sacado fotografías de él, podría haber acusado al seminario de hacer desaparecer deliberadamente un papiro de enorme importancia. Con seguridad ella procedió del modo más prudente posible. Las razones de él quedan menos claras.
– También llama la atención que Poncio Pilatos se molestase en cursar la orden por escrito. El procedimiento normal era murmurarla al oído apropiado, ¿no?
– No necesariamente. Para mí ese punto no suscita dudas.
– Pero ahora sería posible zanjar la cuestión, si eso es lo que quiere -aseguró Dalgliesh-. Aunque el papiro date de la época de Cristo, podrían analizar la tinta mediante el método del carbono 14. Así se desvelaría el enigma y sabríamos la verdad.
El padre Martin montó el marco con cuidado, colgó el grabado en la pared y retrocedió para cerciorarse de que no estuviera torcido.
– O sea que crees que la verdad nunca hace daño, Adam.
– Yo no diría tanto, pero nuestro deber es buscarla, por desagradable que resulte descubrirla.
– La búsqueda de la verdad forma parte de tu trabajo. Sin embargo, nunca la aprehendes del todo, desde luego, ni tienes por qué. Aunque eres un hombre muy inteligente, el objetivo de tu actividad no es la justicia. Una cosa es la justicia del hombre, y otra la justicia de Dios.
– No me considero tan arrogante como para pensar lo contrario, padre -repuso Dalgliesh-. Limito mis aspiraciones a la justicia del hombre, o a lo que más se ajuste a ella. Y ni siquiera eso está en mi mano. Mi trabajo consiste en arrestar a alguien. El jurado decide si ese alguien es culpable o inocente y el juez dicta la sentencia.
– ¿Y el resultado es la justicia?
– No siempre. Quizá ni siquiera a menudo. Aun así, en un mundo imperfecto, es lo más próximo a ella.
– No niego la importancia de la verdad -dijo el padre Martin-. ¿Cómo iba a hacerlo? Sólo digo que la búsqueda en ocasiones es peligrosa, y también la verdad cuando por fin se encuentra. Tú sugieres que mandemos examinar el papiro y que averigüemos la verdad mediante el método del carbono 14. Eso no acabaría con la polémica. Algunos afirmarían que un documento tan convincente como éste podría ser una copia de otro más antiguo. Otros se resistirían a creer en la opinión de los expertos. Nos enfrentaríamos a un largo período de discusiones. El papiro seguiría envuelto en un halo de misterio. No necesitamos otro caso como el del sudario de Turín.
Dalgliesh deseaba hacer otra pregunta, pero titubeó; sabía que era atrevida y que, una vez que la formulara, el padre Martin la respondería con sinceridad y quizá con dolor.
– Padre, si examinasen el papiro y establecieran con absoluta certeza que es auténtico, ¿afectaría eso a su fe?
El sacerdote sonrió.
– Hijo mío, ¿qué importancia reviste lo que ocurrió con unos restos mortales para alguien que durante cada hora de su vida ha sentido la viva presencia de Cristo?
En el despacho de abajo, el padre Sebastian había pedido a Emma que subiese a verlo. Después de indicarle que se sentara, dijo:
– Supongo que querrá volver a Cambridge lo antes posible. He hablado con el señor Dalgliesh, y según él no existe razón alguna para impedírselo. De momento no tiene poder para retener aquí a las personas que deseen marcharse, siempre que la policía sepa dónde contactarlas. Naturalmente, ni los estudiantes ni los sacerdotes pueden irse.
La irritación hizo que la voz de Emma sonase más estridente de lo que pretendía:
– ¿O sea que usted y Dalgliesh han estado discutiendo lo que debo o no debo hacer? ¿No cree que debería decidirlo yo misma, padre?
El rector inclinó la cabeza por un instante y luego la miró a los ojos.
– Lo lamento, Emma, me he expresado con torpeza. No fue así. Simplemente di por sentado que querría irse.
– Pero ¿por qué? ¿Por qué lo dio por sentado?
– Hija mía, hay un asesino entre nosotros. Debemos afrontarlo. Yo me sentiría más tranquilo si usted no estuviese aquí. Sé que no hay motivos para pensar que estamos en peligro, pero esta situación no debe de ser agradable ni para usted ni para nadie.
– Eso no significa que desee marcharme -replicó Emma en un tono más calmado-. Usted dijo que el seminario continuaría con las actividades normales en la medida de lo posible. Por lo tanto, pensé que me quedaría para impartir los tres seminarios programados. No entiendo qué relación guarda eso con la policía.
– Ninguna, Emma. Hablé con Dalgliesh porque sabía que usted y yo mantendríamos esta conversación y quería cerciorarme antes de que todos los presentes fuesen libres de irse. De nada habría servido discutir sus deseos sin dejar zanjado ese punto. Le ruego que disculpe mi falta de tacto. En cierto modo todos somos prisioneros de nuestra educación. Me temo que mi primer impulso me mueve a lanzar a las mujeres y los niños a los botes salvavidas. -Sonrió y añadió-: Es un hábito que solía molestar a mi esposa.
– ¿Qué ocurre con la señora Pilbeam y Karen Surtees? ¿Se marchan?
El rector vaciló y esbozó una sonrisa triste. A pesar de todo, a Emma se le escapó una risita.
– ¡Ay, padre! ¿No irá a decirme que las dos estarán bien porque tienen un hombre que las proteja?
– No, no me proponía agravar mi delito. La señorita Surtees le ha dicho a la policía que piensa quedarse hasta que arresten al culpable. Tal vez deba pasar una buena temporada aquí. Creo que será ella quien proteja a su hermano. Le he sugerido a la señora Pilbeam que se aloje en casa de uno de sus hijos casados, pero ella ha preguntado con cierta brusquedad quién se haría cargo de la cocina en ese caso.