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Una idea incómoda asaltó a Emma.

– Lamento haber sido grosera con usted. Reconozco mi egoísmo. Si mi ausencia les facilita las cosas a usted y a los demás, entonces me marcharé, desde luego. No quiero convertirme en un estorbo ni en un motivo de preocupación más. Sólo pensaba en lo que yo quería.

– En tal caso, quédese, por favor. Aunque su presencia quizá represente un motivo de preocupación para mí, sobre todo durante los próximos tres días, también constituirá un inmenso consuelo y una fuente de paz para todos. Usted siempre ha ejercido una influencia positiva en este lugar, Emma. Y sigue haciéndolo.

Sus ojos se encontraron otra vez, y a ella no le cupo duda de lo que vio: placer y alivio. Desvió la mirada, temiendo que él viese en ella una emoción menos aceptable: pena. «No es un hombre joven -se dijo-, y éste podría ser el final de todo aquello que ha amado y por lo que ha luchado.»

17

En Saint Anselm el almuerzo siempre era más sencillo que la cena; por lo general consistía en una sopa, seguida por una variedad de ensaladas con embutidos y un plato de verdura caliente. Al igual que la cena, la mayor parte se desarrollaba en silencio. Ese día, Emma acogió el silencio con especial alivio e intuyó que a todos les sucedía lo mismo. Cuando la comunidad estaba reunida, la quietud parecía la única respuesta a una tragedia que, en su grotesco horror, trascendía tanto el ámbito de las palabras como el del entendimiento. Y el silencio en Saint Anselm, más positivo que la mera ausencia de cháchara, era siempre una bendición; ahora confería a la cena un ilusorio aire de normalidad. Sin embargo, todos comieron poco, y hasta los platos de sopa quedaron medio llenos mientras la señora Pilbeam, pálida como el papel, trajinaba entre los comensales como una autómata.

Emma había planeado regresar a Ambrosio para trabajar, pero sabía que le resultaría imposible concentrarse. Movida por un deseo súbito que en un principio le habría costado explicar, decidió ir a San Lucas a ver a Gregory. Cuando coincidían en el seminario, cosa que no siempre ocurría, se encontraban cómodos el uno con el otro. Aunque la relación entre ambos nunca había sido íntima, Emma necesitaba hablar con alguien que se hallara en Saint Anselm pero no perteneciese a la institución, alguien que no la obligara a sopesar cada palabra. Le ayudaría a desahogarse comentar el asesinato con una persona que, según sospechaba, lo consideraría más intrigante que angustioso.

Gregory estaba en casa. La puerta de la casa San Lucas estaba abierta, e incluso antes de llegar alcanzó a oír la música de Haendel. Reconoció la cinta porque ella también la tenía: era el contralto James Bowman cantando Ombra mai fu. La exquisita y diáfana voz fluía con creciente intensidad sobre el descampado. Ella aguardó a que terminase el aria, y cuando alzó la mano para llamar, Gregory le gritó que pasara. Emma cruzó el ordenado estudio tapizado de libros y entró en la galería acristalada que daba al descampado. El sabroso olor del café que él estaba tomando inundaba la estancia. Ella no se había quedado a esperar el café en el seminario, así que cuando él le ofreció una taza, la aceptó. Gregory arrimó una pequeña mesa de mimbre al sillón a juego y ella se arrellanó, sorprendentemente contenta de estar allí.

Pese a que no había venido con una idea clara de lo que pretendía, había algo que necesitaba decir. Observó a Gregory mientras servía el café. La perilla le prestaba un aire ligeramente siniestro y mefistofélico a una cara que siempre le había parecido más interesante que atractiva. El cabello entrecano caía sobre la abombada frente en unos rizos tan regulares que a ella se le antojaban hechos con rulos. Bajo los delgados párpados, los ojos contemplaban el mundo con un divertido e irónico desprecio. Gregory se cuidaba. Emma sabía que corría a diario y nadaba con regularidad, excepto en los meses más fríos del año. Mientras él le tendía la taza vio una vez más la deformidad que nunca se esforzaba por disimular. En la adolescencia, se había amputado accidentalmente con un hacha la parte superior del anular izquierdo. Le había explicado las circunstancias en su primer encuentro, y Emma había advertido que deseaba recalcar que se debía a un accidente y no a un defecto de nacimiento. Le había desconcertado el evidente malestar de Gregory y su necesidad de explayarse sobre un defecto que difícilmente supondría un inconveniente para él. Una muestra más de su notable engreimiento, pensó Emma.

– Quería consultarle algo -dijo-. No, me he expresado mal, necesitaba hablar de algo.

– Me halaga. Pero ¿por qué me ha escogido a mí? ¿No sería más apropiado que acudiese a uno de los sacerdotes?

– No quiero molestar al padre Martin y sé lo que me contestaría el padre Sebastian. Bueno, creo saberlo, porque a veces me sorprende.

– Si se trata de un asunto moral, se supone que los expertos son ellos -señaló Gregory.

– Supongo que se trata de un asunto moral, o al menos ético, pero no estoy segura de necesitar un experto. ¿Hasta qué punto cree que debemos cooperar con la policía? ¿Cuánto debemos decirles?

– Ésa es la cuestión, ¿no?

– Sí, ésa es la cuestión.

– Tal vez deberíamos concretar más. Presumo que usted quiere que atrapen al asesino de Crampton, ¿no? ¿Eso le plantea alguna duda? ¿Acaso opina que en ciertas circunstancias el asesinato es perdonable?

– No, de ninguna manera. Prefiero que atrapen a todos los asesinos. No sé qué convendría hacer con ellos después, pero incluso si me inspiran simpatía o compasión, quiero que los detengan.

– Sin embargo, no desea participar activamente en la caza, ¿verdad?

– No me gustaría perjudicar a un inocente.

– Ah -dijo Gregory-, pero no puede evitarlo. Como tampoco Dalgliesh. En todas las investigaciones de asesinato algún inocente sale perjudicado. ¿En quién está pensando en particular?

– Preferiría no decirlo. -Después de una breve pausa, añadió-: No sé por qué lo molesto con este asunto. Supongo que me hacía falta hablar con alguien que no formara parte del seminario.

– Ha venido a hablar conmigo porque yo no le importo -repuso Gregory-. No la atraigo sexualmente. Se encuentra a gusto aquí porque nada de lo que nos digamos cambiará la relación entre nosotros; de hecho, no hay nada que cambiar. Piensa que soy inteligente, sincero, difícil de escandalizar y fiable. Todo eso es cierto. Además, no cree que yo haya matado a Crampton. Y tiene toda la razón, no lo hice. El archidiácono no despertó en mí el menor interés cuando estaba vivo, y mucho menos ahora que está muerto. Reconozco que siento una natural curiosidad por saber quién lo mató, aunque eso es todo. También me gustaría enterarme de cómo murió, pero usted no me lo dirá y no pienso exponerme a una negativa preguntándoselo. No obstante, estoy implicado en el caso, como todos. Dalgliesh aún no me ha mandado llamar, pero no me engaño pensando que es porque figuro entre los últimos puestos de la lista de sospechosos.

– ¿Y qué le dirá cuando lo interrogue?

– Responderé a sus preguntas con sinceridad. No mentiré. Si me piden mi opinión personal, la daré con suma prudencia. No haré conjeturas ni ofreceré información que no me exijan. Y naturalmente no trataré de sacarle las castañas del fuego a la policía; Dios sabe que les pagan más que suficiente. Recordaré que siempre se está a tiempo de añadir algo a lo que uno dice, pero que las palabras ya pronunciadas no pueden retirarse. Eso es lo que me propongo hacer. Aunque es probable que mi arrogancia y mi curiosidad desmedida me impidan seguir mis propios consejos cuando Dalgliesh y sus secuaces se dignen llamarme.