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– En resumen, me aconseja que no mienta pero que tampoco revele más de lo que me piden -concluyó Emma-; que espere a que me interroguen y luego responda con sinceridad.

– Algo así.

Entonces le hizo una pregunta que deseaba formularle desde que se habían conocido. Resultaba curioso que ése le pareciese el momento oportuno.

– Usted no siente simpatía por la gente del seminario, ¿verdad? ¿Se debe a que no es creyente o a que piensa que tampoco lo son ellos?

– Oh, no, ellos sí que lo son. El problema es que lo que creen se ha vuelto irrelevante. No me refiero a las enseñanzas morales; del legado judeocristiano se deriva la civilización occidental, y deberíamos estar agradecidos por ello. No obstante, la Iglesia a la que sirven agoniza. Cada vez que contemplo El juicio final intento entender lo que significó para los hombres del siglo xv. Cuando la vida es dura, corta y llena de dolor, uno necesita la esperanza del cielo; cuando no hay leyes eficaces, uno necesita el elemento disuasorio del infierno. La Iglesia les brindaba consuelo, iluminación, paz, cuadros, historias y la ilusión de una vida eterna. El siglo xxi ofrece otras compensaciones: el fútbol, por ejemplo. En él hay rito, color, acción y la sensación de pertenecer a un grupo; el fútbol también tiene sumos sacerdotes e incluso mártires. Y luego están las compras, el arte, la música, los viajes, el alcohol, las drogas… Cada uno de nosotros cuenta con sus propios recursos para mantener a raya los dos grandes horrores de la vida humana: el tedio y la certeza de que vamos a morir. Y ahora, Dios nos asista, tenemos Internet. Pornografía a raudales con sólo pulsar unas cuantas teclas. Todo está allí, tanto si quiere ponerse en contacto con una banda de pederastas como si desea aprender a fabricar una bomba para librarse de la gente que odia. Además, por supuesto, constituye una mina de otra clase de datos, algunos incluso fidedignos.

– ¿Y cuando todas esas cosas fallan? -preguntó Emma-. ¿Hasta la música, la poesía, el arte?

– Entonces, querida, uno debe recurrir a la ciencia. Si preveo que mi final será desagradable, echaré mano de la morfina y la compasión de mi médico. O quizá me adentre en el mar y contemple por última vez el cielo.

– ¿Por qué sigue aquí? O más bien, ¿por qué aceptó este empleo?

– Porque me gusta enseñar griego a jóvenes inteligentes. ¿Por qué es usted profesora universitaria?

– Porque me gusta enseñar literatura inglesa a jóvenes inteligentes. Aunque ésa es una respuesta parcial. En ocasiones me pregunto hacia dónde voy. Sería agradable realizar una obra creativa y original en lugar de limitarme a analizar la creatividad de otros.

– ¿Atrapada en la espesura de la selva académica? Yo me he guardado bien de internarme en ella. Este lugar es ideal para mí. Tengo suficiente dinero ahorrado para permitirme trabajar a tiempo parcial. Llevo otra vida en Londres; los sacerdotes de Saint Anselm no la aprobarían, pero a mí me estimulan los contrastes. También preciso de paz para escribir y meditar, y aquí la he encontrado. Nunca recibo visitas. Mantengo a la gente alejada con la excusa de que sólo dispongo de una habitación. Como en el seminario si lo deseo, con la garantía de que disfrutaré de platos excelentes, un vino aceptable, cuando no memorable y una conversación a menudo interesante y rara vez aburrida. Me gusta dar paseos solitarios, y la desolación de esta costa me va como anillo al dedo. Disfruto de alojamiento y comida gratis, y el seminario me paga un sueldo ridículo a cambio de una enseñanza de calidad que no podrían permitirse de otra manera. Por culpa del asesino, todo esto se acabará. Empieza a caerme mal.

– Lo peor es saber que podría ser cualquiera de los que están aquí, alguien que conocemos.

– Un trabajo interno, como diría nuestra querida policía. ¿Acaso existe otra posibilidad? Vamos, Emma, usted no es una cobarde. Afronte la verdad. ¿Qué ladrón iba a conducir en la oscuridad y en una noche de tormenta hasta una iglesia remota que difícilmente estaría abierta con el fin de robar las monedas del cepillo? Y el círculo de sospechosos no es grande. Usted queda descartada, querida. El primero en llegar al escenario del crimen siempre despierta sospechas en las novelas policíacas, a las que, dicho sea de paso, nuestros sacerdotes son muy aficionados, pero me atrevo a asegurarle que su inocencia no está en entredicho. Eso nos deja con los cuatro seminaristas que estaban anoche en el seminario y siete personas más: los Pilbeam, Surtees y su hermana, Yarwood, Stannard y yo. Doy por sentado que ni siquiera Dalgliesh sospecha de nuestros representantes de Dios, aunque probablemente los tenga en cuenta, sobre todo si recuerda las palabras de Pascaclass="underline" «Los hombres nunca hacen el mal con mayor eficacia y ligereza que cuando actúan guiados por una convicción religiosa.»

– Sin duda podemos eliminar a los Pilbeam, ¿no? -murmuró Emma, que no quería hablar de los sacerdotes.

– Reconozco que cuesta imaginarlos en el papel de asesinos, pero lo mismo sucede con todos. Sin embargo, me horroriza pensar en una excelente cocinera cumpliendo cadena perpetua. De acuerdo, descartemos a los Pilbeam.

Emma estaba a punto de decir que debían excluir también a los cuatro seminaristas, pero se contuvo. Temía la respuesta de Gregory.

– Usted tampoco es un sospechoso, ¿no? -señaló en cambio-. No tenía motivos para odiar al archidiácono. De hecho, su asesinato tal vez ocasione el cierre definitivo de Saint Anselm. Y es lo último que usted querría, ¿no?

– De todas maneras iban a cerrarlo. Es un milagro que haya permanecido abierto tanto tiempo. Pero está en lo cierto, no tenía motivos para desear la muerte de Crampton. Si fuese capaz de matar a alguien, y no lo soy excepto en defensa propia, probablemente escogería a Sebastian Morell.

– ¿Al padre Sebastian? ¿Por qué?

– Un antiguo rencor. Impidió que me convirtiese en miembro de la junta rectora de All Souls College. Ahora no me importa, pero en su momento me afectó mucho. Vaya si me afectó. Escribió una ponzoñosa crítica de mi último libro en la que insinuaba que había cometido plagio. Y no era verdad; se trataba sólo de una de esas coincidencias de frases e ideas que se producen de vez en cuando. Aun así, el escándalo no me favoreció.

– ¡Qué horror!

– No es para tanto. Esas cosas pasan; usted ha de saberlo. Es la pesadilla de todo escritor.

– Pero ¿por qué lo contrató para este empleo? Es imposible que olvidase aquel asunto.

– Nunca lo mencionó. Y no es imposible que lo olvidara. Aunque para mí fuese importante, es obvio que para él no lo fue. Aun si lo recordaba cuando solicité mi puesto, dudo que le hubiera preocupado; no iba a desperdiciar la oportunidad de fichar a un excelente profesor para Saint Anselm por poco dinero. -Gregory miró a Emma, que se quedó callada y con la cabeza gacha-. Tome otra taza de café. Luego me contará los últimos cotilleos de Cambridge.

18

Cuando Dalgliesh llamó para citar a George Gregory en la casa San Mateo, el profesor dijo:

– Preferiría que me interrogasen aquí. Estoy esperando una llamada de mi agente y ella sólo tiene este número. Detesto los teléfonos móviles. -A Dalgliesh le extrañó que alguien aguardase una llamada profesional en domingo-. Habíamos acordado que mañana comeríamos juntos en Londres, en el Ivy -añadió Gregory, como si intuyera su escepticismo-. Ahora sospecho que no me será posible acudir a la cita, o que quizá no resulte conveniente. He intentado localizarla, pero no lo he conseguido. Le he dejado un mensaje en el contestador pidiéndole que me llame. Naturalmente, si no consigo hablar con ella hoy o mañana a primera hora, habré de viajar a Londres. Supongo que no me pondrán objeciones.

– Por el momento no veo ninguna razón para ello -dijo Dalgliesh-. Aunque preferiría que todo el mundo permaneciese en Saint Anselm por lo menos hasta que terminemos con la primera parte de la investigación.