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– Le aseguro que no pretendo huir. Más bien al contrario; a uno no se le presentan muchas ocasiones de vivir indirectamente la emoción de un asesinato.

– No creo que la señorita Lavenham comparta su satisfacción ante esta experiencia -comentó Dalgliesh.

– Ah, claro que no, pobre chica. Pero ella ha visto el cadáver. Sin ese terrible impacto visual, el asesinato provoca un atávico placer morboso; parece más un episodio de una novela de Agatha Christie que un hecho real. En teoría, el terror imaginado cala más hondo que el verdadero, aunque no creo que eso se aplique a un homicidio. Estoy seguro de que quien ha visto a una persona asesinada jamás consigue borrar esa imagen de su mente. Entonces ¿vendrá usted? Gracias.

La observación de Gregory, aunque brutalmente insensible, no era del todo errónea. Arrodillado junto al cadáver de la primera e inolvidable víctima, en sus tiempos de detective bisoño y recién incorporado al CID, Dalgliesh había descubierto la fuerza destructiva del asesinato con una mezcla de horror, ira y compasión. Ahora se preguntó cómo lo estaría sobrellevando Emma Lavenham y si podía o debía hacer algo por ella. Tal vez no. Cabía la posibilidad de que lo interpretase como una intromisión o una muestra de paternalismo. Le había pedido que no hablara de lo que había visto en la iglesia con nadie, salvo con el padre Martin, y éste, pobre hombre, seguramente necesitaba más consuelo y apoyo de lo que se hallaba en condiciones de ofrecer a otros. Desde luego, nada le impedía marcharse y llevarse el secreto consigo, pero ella no era de las que huyen. ¿Por qué estaba tan seguro de eso si apenas la conocía? Apartó ese problema de su mente con resolución y se concentró en la tarea que se traía entre manos.

No le molestó ir a San Lucas para ver a Gregory. No albergaba la intención de interrogar a los seminaristas en sus habitaciones cuando a ellos les conviniese; era más apropiado, práctico y expeditivo que compareciesen ante él. Sin embargo, Gregory se encontraría más cómodo en su territorio, y los sospechosos bajaban la guardia con más facilidad cuando se relajaban. Además, se descubrían más cosas sobre un testigo mediante un discreto escrutinio de su entorno que con una docena de preguntas directas. Los libros, los cuadros y la disposición de los muebles a menudo proporcionaban un testimonio más revelador que las palabras.

Mientras él y Kate seguían a Gregory a la sala, Dalgliesh se sorprendió una vez más de la singularidad de cada una de las tres casas ocupadas: la alegre confortabilidad doméstica de los Pilbeam; la pulcra sala de trabajo de Surtees, con su olor a madera, aguarrás y pienso, y ahora un lugar que a todas luces constituía el espacio vital de un académico, también obsesivamente ordenado. La vivienda estaba acondicionada en función de los dos intereses principales de Gregory: la literatura y la música clásicas. Unas estanterías cubrían las paredes de la estancia del frente desde el suelo hasta el techo, excepto por un espacio situado encima de la ornamentada chimenea victoriana, donde había una reproducción del Arco de Constantino de Piranesi. Por lo visto, para Gregory era importante que la altura de los estantes se correspondiese exactamente con la de los libros -una manía que Dalgliesh compartía-, lo que en conjunto obraba el efecto de una habitación engalanada con la armoniosa suntuosidad del suave brillo dorado y el cuero marrón de los lomos. Debajo de la ventana, en la que a falta de cortina una persiana de madera tamizaba la luz, había un escritorio de roble natural equipado con un ordenador y una práctica silla de oficina.

Cruzaron una puerta para pasar al anexo, una galería construida fundamentalmente de cristal y tan ancha como la casa. Ahí estaba el salón de Gregory, amueblado con ligeros pero cómodos sillones de mimbre, un sofá, una mesa auxiliar y otra grande y circular situada al fondo sobre la que descansaban varios libros y revistas. Incluso éstos se encontraban en perfecto orden, aparentemente apilados según su tamaño. En el techo y los costados de vidrio habían instalado persianas venecianas que, a juicio de Dalgliesh, resultarían imprescindibles en verano. En la estancia, orientada al sur, reinaba una temperatura agradablemente cálida incluso en esa época. Desde ahí se abarcaban una inhóspita extensión de matorrales, las lejanas copas de los árboles que rodeaban la laguna y, al este, la acerada superficie del mar del Norte.

Los bajos sillones de mimbre no eran ideales para un interrogatorio policial, pero no había otro sitio donde sentarse. Gregory se acomodó en el sillón que daba al sur, se reclinó y extendió las piernas como si se dispusiese a pasar un rato tranquilo en un club social.

Dalgliesh comenzó con preguntas cuyas respuestas conocía ya por los expedientes personales, aunque el de Gregory contenía menos información que los de los seminaristas. El primer documento, una carta del Keble College, Oxford, dejaba claro a través de qué medios había llegado a Saint Anselm. Dalgliesh, que poseía una memoria prodigiosa para la letra impresa, la recordó con facilidad.

Ahora que Bradley por fin se ha retirado (¿cómo habéis logrado convencerlo?), se rumorea que estáis buscando un sustituto. Me pregunto si habéis pensado en George Gregory. Tengo entendido que actualmente está ocupado en una nueva traducción de Eurípides y que le gustaría encontrar un empleo a tiempo parcial, preferiblemente en el campo, donde pudiese continuar con su trabajo en paz. No conseguiréis a nadie con mayores méritos académicos, desde luego, y está dotado para la enseñanza. La suya es la típica historia del erudito que nunca alcanza su pleno potencial. No es el más afable de los hombres, pero creo que os serviría. El viernes cenamos juntos aquí y tocamos este tema. Aunque no le prometí nada, le aseguré que averiguaría en qué situación estabais. Supongo que habrá que negociar con él el asunto del dinero, pero no es lo que más le importa. Lo que busca por encima de todo es intimidad y paz.

Ahora Dalgliesh dijo:

– Usted llegó aquí en 1995, invitado por el seminario.

– Podría decirse que fui el resultado de una intensa búsqueda. El seminario necesitaba un profesor de griego clásico con experiencia y conocimientos de hebreo. Yo quería un puesto docente a tiempo parcial, preferiblemente en el campo y con alojamiento. Dispongo de una casa en Oxford, pero está alquilada. El inquilino es responsable y el alquiler, alto. No me gustaría desbaratar esta situación. El padre Martin habría considerado que nuestro encuentro fue providencial; el padre Sebastian lo vio más como un ejemplo de su poder para manejar los acontecimientos a su conveniencia y a la del seminario. Si bien no puedo hablar por Saint Anselm, creo que ninguna de las dos partes ha lamentado el trato.

– ¿Cuándo conoció al archidiácono Crampton?

– En su primera visita, hace unos tres meses, cuando lo nombraron miembro del consejo de administración. No recuerdo la fecha exacta. Estuvo aquí de nuevo hace dos semanas y volvió a venir ayer. En la segunda ocasión se tomó la molestia de buscarme para preguntarme cuáles pensaba que eran los términos precisos de mi contrato. Creo que si no se lo hubiese impedido me habría sermoneado sobre mis convicciones religiosas, o la falta de ellas. Lo remití a Sebastian Morell para que resolviese la primera cuestión con él, y en la segunda me mostré lo bastante desatento como para empujarlo a buscar víctimas más complacientes… como Surtees, supongo.

– ¿Y en esta última visita?

– Sólo lo vi anoche, en la cena. No fue un acontecimiento particularmente festivo, pero usted se hallaba presente, de manera que habrá visto y oído lo mismo que yo, o quizá más. Después de cenar, me marché antes del café y regresé aquí.

– ¿Y qué hizo durante el resto de la noche, señor Gregory?

– Lo pasé en esta casa. Leí un poco y corregí media docena de trabajos de clase. Luego escuché música, concretamente Wagner, y me fui a la cama. Y para ahorrarle la pregunta, le diré que no salí en ningún momento de la noche. No vi a nadie ni oí nada, salvo el sonido de la tormenta.