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– ¿Y cuándo se enteró del asesinato del archidiácono?

– A las siete menos cuarto me llamó Raphael Arbuthnot para informarme de que el padre Sebastian había convocado a todos los residentes a una reunión de urgencia que se celebraría a las siete y media en la biblioteca. No me dio explicaciones, de manera que no supe lo del asesinato hasta que estuvimos todos reunidos.

– ¿Cómo reaccionó ante la noticia?

– De manera complicada. Supongo que inicialmente con horror e incredulidad. No conocía al archidiácono, así que no tenía motivos para experimentar dolor o pesar. Ese numerito de la biblioteca fue extraordinario, ¿no? Nadie como Morell para organizar algo así. Me imagino que se le habrá ocurrido a él. Allí estábamos todos, unos sentados y otros de pie, como una familia mal avenida esperando la lectura de un testamento. He dicho que mi primera reacción fue de horror y es verdad. Sentí horror, pero no sorpresa. Cuando entré en la biblioteca y vi la cara de Emma Lavenham, comprendí que había ocurrido algo grave. Creo que intuí lo que Morell iba a contarnos.

– ¿Sabía que en Saint Anselm no apreciaban en exceso las visitas del archidiácono?

– Procuro mantenerme al margen de la política del seminario; las instituciones pequeñas y aisladas como ésta son un buen caldo de cultivo para los chismorreos y las insinuaciones maliciosas. Aun así, no soy ciego ni sordo. Creo que casi todos sabemos que el futuro de Saint Anselm es incierto y que el archidiácono Crampton estaba empeñado en que lo cerrasen cuanto antes.

– ¿Y a usted le molestaría que eso ocurriera?

– No me gustaría, pero poco después de llegar aquí me percaté de que existía esa posibilidad. Sin embargo, teniendo en cuenta la lentitud con que realiza sus gestiones la Iglesia anglicana, pensé que estaría a salvo durante al menos diez años más. Lamentaré perder la casa, sobre todo porque pagué la construcción de este anexo. Es un sitio idóneo para mi trabajo y no lo abandonaré de buena gana. Claro que es posible que no tenga que marcharme, desde luego. No sé qué piensa hacer la Iglesia con el edificio, pero no les resultará fácil venderlo. Tal vez pueda comprar la casa. Todavía es pronto para pensar en ello; ni siquiera sé si pertenece a las autoridades de la Iglesia o a la diócesis. Soy completamente ajeno a ese mundo.

O bien ignoraba las disposiciones testamentarias de la señorita Arbuthnot o intentaba ocultar lo que sabía. Como al parecer no había más información que intercambiar, Gregory hizo ademán de levantarse. Sin embargo, Dalgliesh no había terminado.

– ¿Ronald Treeves era alumno suyo? -preguntó.

– Desde luego. Enseño griego clásico y hebreo a todos los ordenandos, salvo a aquellos que se graduaron en lenguas clásicas. Treeves había estudiado geografía, de manera que estaba siguiendo el curso de tres años y había empezado de cero con el griego. Vaya, había olvidado que usted vino aquí para investigar su muerte. Ha perdido toda trascendencia en comparación con ésta, ¿no? Bueno, siempre fue intrascendente; como supuesto asesinato, quiero decir. El dictamen más lógico habría sido el de suicidio.

– ¿Fue ésa su conclusión cuando vio el cadáver?

– Es la conclusión a la que llegué en cuanto dispuse de tiempo para pensar con claridad. Lo que me convenció fue la ropa doblada. Un joven que se propone trepar a un acantilado no pliega su sotana y su capa con un esmero ritual. Vino aquí para una clase particular el viernes por la tarde, antes de las completas, y lo vi igual que siempre; no estaba especialmente alegre, pero eso no era raro en él. No recuerdo que entabláramos una conversación que no guardase relación con la traducción en la que estaba trabajando. Me fui a Londres justo después y pasé la noche en mi club. Cuando volvía el sábado por la tarde, la señora Munroe me detuvo en el camino.

– ¿Cómo era Ronald? -inquirió Kate.

– ¿Treeves? Impasible, trabajador, inteligente…, aunque quizá no tanto como él creía. También era inseguro y sorprendentemente intolerante para su edad. Creo que su padre desempeñaba un papel preponderante en su vida. Supongo que eso explica su elección de carrera: si no eres capaz de suceder a papá en su campo, al menos debes mostrarte lo menos complaciente posible a la hora de escoger profesión. De todos modos, nunca hablamos de su vida privada. Me he impuesto la norma de no involucrarme en los asuntos de los estudiantes. En una facultad pequeña como ésta, eso suele conducir al desastre. Estoy aquí para enseñar griego y hebreo, no para ahondar en la mente de mis alumnos. Cuando digo que necesito intimidad, me refiero también a que necesito protegerme de la carga de la personalidad humana. A propósito, ¿cuándo saldrá a la luz pública el asesinato? Me imagino que habremos de prepararnos para el habitual asedio de la prensa.

– Será imposible mantenerlo en secreto indefinidamente, desde luego -admitió Dalgliesh-. El padre Sebastian y yo hemos estado estudiando cómo podría ayudarnos el Departamento de Relaciones Públicas. Organizaremos una conferencia de prensa en cuanto tengamos algo que decir.

– ¿Y no hay inconveniente en que me vaya a Londres hoy?

– No estoy autorizado para impedírselo.

Gregory se levantó despacio.

– Creo que de todas maneras cancelaré la comida de mañana. Tengo el pálpito de que esto me deparará más emociones que una tediosa discusión sobre los pecadillos de mi editor y los detalles de mi nuevo contrato. Supongo que preferirá que no explique los motivos del cambio de planes.

– Sería conveniente en estos momentos.

Gregory ya se dirigía hacia la puerta.

– Es una pena. Disfrutaría comentando que no voy a Londres porque soy sospechoso de asesinato. Adiós, comisario. Si me necesita, ya sabe dónde encontrarme.

19

La brigada terminó el día como lo había empezado, reunida en la casa San Mateo. Ahora, sin embargo, estaban en la sala más cómoda, sentados en el sofá y en los sillones y tomando el último café del día. Había llegado el momento de evaluar los progresos. Habían averiguado la hora y la procedencia de la llamada a la señora Crampton. Su autor había utilizado el teléfono público adosado a la pared del pasillo contiguo a la sala de la señora Pilbeam. Eso confirmaba lo que sospechaban desde el principio: que el asesino procedía de Saint Anselm.

Piers, que se había ocupado de investigar la llamada, observó:

– Si estamos en lo cierto y esa misma persona telefoneó más tarde al móvil del archidiácono, todos los que asistieron a las completas quedarían libres de sospecha. Eso nos deja con Surtees y su hermana, Gregory, el inspector Yarwood, los Pilbeam y Emma Lavenham. Dudo que alguno de nosotros vea a la doctora Lavenham como posible asesina, y ya hemos descartado a Stannard.

– No del todo -apuntó Dalgliesh-. Carecemos de mecanismos legales para retenerlo y yo estoy completamente seguro de que no sabe cómo murió Crampton. Pero eso no significa que no se hallara implicado. Aunque se ha marchado de Saint Anselm, no debemos olvidarnos de él.

– Hay algo más -dijo Piers-. Arbuthnot llegó a la sacristía justo a tiempo para las completas. Oí esa información de boca del padre Sebastian, que naturalmente no estaba al tanto de su importancia. Robbins y yo hemos efectuado una comprobación, señor. Los dos corrimos desde la puerta del claustro sur y cruzamos el patio en diez segundos. Tuvo tiempo de hacer la llamada y entrar en la iglesia a las nueve y media en punto.

– Habría sido muy arriesgado, ¿no? -señaló Kate-. Podría haberlo visto alguien.

– ¿En la oscuridad? ¿Con la débil luz de los claustros? ¿Y quién iba a verlo? Estaban todos en la iglesia. No entrañaba un riesgo importante.