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– Me pregunto si no será prematuro descartar a todos los que estuvieron en la iglesia, señor -intervino Robbins-. Supongamos que Caín tenía un cómplice. No hay indicios de que el asesino actuase solo. Nadie de los que se hallaban en la iglesia antes de las nueve y veintiocho pudo hacer la llamada, y sin embargo eso no prueba que alguno de ellos no estuviese involucrado en el asesinato.

– ¿Una conspiración? -preguntó Piers-. Bueno, es posible. Varias personas lo odiaban. Quizá fuesen un hombre y una mujer. Cuando Kate y yo interrogamos a los Surtees, percibimos que ocultaban algo. Eric estaba visiblemente asustado.

El único sospechoso que había revelado algo interesante era Karen Surtees. Había asegurado que ni ella ni su hermano habían salido de San Juan en ningún momento de la noche. Se habían acostado a las once, después de ver un rato la televisión. Cuando Kate la había interrogado sobre la posibilidad de que alguno de los dos hubiese salido de la casa sin que el otro se enterase, había contestado: «Ésa es una forma muy grosera de preguntarnos si salimos en medio de la tormenta para asesinar al archidiácono. Pues no lo hicimos. Eric no podría haber salido de la casa sin que yo lo notase. Para su información, dormimos en la misma cama. En realidad soy su hermanastra, y aunque no lo fuese, ustedes están investigando un asesinato, no un incesto. No es asunto suyo.»

– ¿Y su explicación satisfizo a ambos? -inquirió Dalgliesh.

– Sí, nos bastó con mirar la cara de su hermano -respondió Kate-. No sé si ella le había comentado lo que se proponía decir, pero fue evidente que a él no le gustó. Y resulta curioso que se haya molestado en contarnos una cosa así, ¿no? Si necesitaba una coartada, podría haber dicho que la tormenta los había mantenido en vela durante la mayor parte de la noche. Bueno, ya sé que es una mujer que disfruta escandalizando a los demás, pero eso no parece un motivo suficiente para desvelar el asunto del incesto…, si es que lo hay.

– Lo que sí demuestra es que estaba muy ansiosa por presentar una coartada, ¿no? -observó Piers-. Como si los dos se hubieran anticipado a los acontecimientos, diciendo la verdad ahora porque al final quizá los obliguen a confesarla en los tribunales.

Si bien habían encontrado una ramita en la habitación de Raphael Arbuthnot, en el claustro norte, los técnicos no habían descubierto ningún otro objeto de interés. Durante el día, Dalgliesh había terminado de convencerse de la importancia de ese hallazgo. Si su primera impresión era cierta, la ramita constituiría una prueba esencial, sin embargo consideró que aún era pronto para comunicar sus sospechas a los demás.

Discutieron los resultados de las entrevistas personales. Con la excepción de Raphael, todos afirmaban haberse ido a la cama decorosamente a las once y media o antes y que, salvo por las ocasionales molestias derivadas del fuerte viento, no habían visto ni oído nada raro durante la noche. El padre Sebastian se había mostrado servicial pero frío. Esforzándose de un modo patente para disimular su malestar ante el hecho de que los interrogasen los subordinados de Dalgliesh, había comenzado por decir que disponía de poco tiempo porque estaba esperando a la señora Crampton. No obstante, ese poco tiempo fue suficiente. Según el rector, había trabajado en un artículo para una revista teológica hasta las once y se había acostado a las once y media, después de tomar su acostumbrado whisky. El padre John Betterton y su hermana habían leído una obra de teatro hasta las diez y media, tras lo cual la mujer había preparado leche con cacao para los dos. Los Pilbeam habían visto la televisión y tomado abundante té para combatir la tormentosa noche.

A las ocho dieron por terminada la jornada. Hacía tiempo que los técnicos se habían retirado a su hotel, y ahora Kate, Piers y Robbins se despidieron de Dalgliesh. Al día siguiente Kate y Robbins irían a Ashcombe House para intentar averiguar algo más sobre la señora Munroe. Dalgliesh guardó los papeles en su maletín, que cerró con llave, cruzó el descampado hacia el claustro oeste y entró en Jerónimo.

Entonces sonó el teléfono. Era la señora Pilbeam. El padre Sebastian le había encargado que sugiriese al comisario que cenara en su apartamento, a fin de evitarse la molestia de ir a Southwold. Sólo había sopa, ensalada, embutido y fruta, pero si eso era suficiente, Pilbeam no tenía inconveniente en llevárselo a la habitación. Contento de ahorrarse el viaje en coche, Dalgliesh le agradeció el ofrecimiento y aceptó encantado. Pilbeam llegó con la cena diez minutos después. Dalgliesh intuyó que no quería que su esposa saliese en la oscuridad, ni siquiera para cruzar el patio. Ahora, con sorprendente destreza, apartó el escritorio de la pared, puso la mesa y sirvió la comida. «Si deja la bandeja fuera, señor, pasaré a recogerla dentro de una hora», le indicó.

El termo contenía una minestrone casera, con abundante verdura y pasta. La señora Pilbeam había acompañado la sopa con un bol con queso parmesano y tres panecillos calientes envueltos en una servilleta y mantequilla. Un plato con ensalada y un jamón excelente completaban la cena. Alguien, quizás el padre Sebastian, había enviado un clarete, aunque sin copa. A Dalgliesh no le apetecía beber solo, de manera que guardó la botella en el armario y al terminar de comer preparó café. Depositó la bandeja ante la puerta y al cabo de unos minutos oyó los pesados pasos de Pilbeam en las baldosas del claustro. Abrió la puerta para darle las gracias y las buenas noches.

Se encontraba en ese incómodo estado de cansancio físico y excitación mental que resulta nefasto para el sueño. Reinaba un silencio espectral, y cuando se acercó a la ventana vio la negra silueta del seminario: las chimeneas, la torre y la cúpula formaban una masa ininterrumpida, recortada contra un cielo más claro. La cinta azul y blanca de la policía continuaba sujeta a las columnas del claustro norte, que ahora estaba prácticamente despejado de hojas. Bajo el leve resplandor de la luz del claustro sur, los adoquines del patio brillaban y las fucsias despedían un fulgor tan artificial y fuera de lugar como una mancha de pintura roja en el muro de piedra.

Dalgliesh se sentó a leer, pero la paz que lo rodeaba no se reflejaba en su interior. ¿Qué había en aquel lugar que le producía la sensación de que su vida estaba siendo juzgada? Meditó sobre sus largos años de soledad, una soledad que se había impuesto a sí mismo desde la muerte de su esposa. ¿No se había volcado en su trabajo para evitar el compromiso del amor, para mantener inviolable algo más que el alto y despejado piso sobre el Támesis que cada noche encontraba tal como lo había dejado por la mañana? Un espectador de la vida no carecía de dignidad, y un trabajo que preservaba la propia intimidad al tiempo que justificaba -de hecho, exigía- la invasión de la intimidad de los demás tenía sus ventajas para un escritor. Por otra parte, ¿no había algo innoble en ello? Si uno permanecía al margen durante el tiempo suficiente, ¿no corría el riesgo de asfixiar o incluso perder ese espíritu vital que los sacerdotes de Saint Anselm habrían llamado alma? Seis versos acudieron a su mente. Tomó una hoja de papel, la rasgó por la mitad y escribió:

Epitafio para un poeta

Sepultado por fin quien fue tan sabio bajo seis pies de oscura tierra yace, donde nada se mueve, ningún labio, donde ninguna voz su amor deshace. Raro fue que no intuyera la existencia de esta dulce y postrera independencia.

Después de unos segundos agregó debajo: «Con perdón de Marvell.» Recordó los días en que sus poemas brotaban con la misma facilidad que estos sencillos versos irónicos. Ahora escribir se había convertido en un ejercicio más cerebral, con palabras elegidas y ordenadas de manera más meticulosa. ¿Quedaba algo espontáneo en su vida?