Se dijo que su introspección se estaba tiñendo de morbosidad. Sólo se libraría de ella alejándose de Saint Anselm. Lo que necesitaba era una buena caminata antes de meterse en la cama. Salió de Jerónimo, pasó delante de Ambrosio sin ver luces tras las cortinas corridas y, tras abrir la verja de hierro, torció con decisión hacia el sur, rumbo al mar.
20
Era la señorita Arbuthnot quien había decidido que no se instalarían cerraduras en las puertas de las habitaciones de los seminaristas. Emma se preguntó qué pretendía evitar que hicieran al verse libres del constante riesgo de una interrupción. ¿Había un miedo inconsciente a la sexualidad tras aquella decisión? Tal vez como consecuencia tampoco habían puesto cerraduras en los apartamentos para huéspedes. La verja de hierro próxima a la iglesia proporcionaba toda la seguridad nocturna que habían considerado necesaria: ¿qué había que temer detrás de esa elegante barrera? Puesto que jamás había habido cerraduras ni pestillos, no se guardaban piezas de recambio en el seminario, y ese día Pilbeam había estado demasiado ocupado para ir a comprarlas a Lowestoft. De todos modos, difícilmente habría encontrado una cerrajería abierta en domingo. El padre Sebastian le había preguntado a Emma si le resultaría más cómodo dormir en el edificio principal. Reacia a reconocer su nerviosismo, la joven le había asegurado que estaría perfectamente bien en su apartamento. El rector no había insistido, y cuando Emma regresó a Ambrosio y descubrió que no habían instalado la cerradura, su orgullo le impidió ir a verlo, confesar su miedo y declarar que había cambiado de idea.
Después de ponerse el camisón y la bata, se sentó ante el ordenador portátil, decidida a trabajar. No obstante, el cansancio se había apoderado de ella. Las ideas y las palabras se agolpaban en su mente, confundiéndose con los acontecimientos del día. A última hora de la mañana el sargento Robbins había ido a buscarla para que lo acompañase a la sala de interrogatorios. Dalgliesh, sentado a la derecha de la inspectora Miskin, la había ayudado a rememorar brevemente los hechos de la noche anterior. Emma había contado que la había despertado el viento y el tañido de una campana. No supo explicar por qué se había puesto la bata y había salido a investigar. Ahora le parecía un acto tonto e impulsivo. Suponía que estaba adormilada, o tal vez que el sonido mitigado por el viento había despertado en ella un recuerdo subconsciente de los insistentes repiques de su infancia y su adolescencia, una llamada que había que obedecer de inmediato sin cuestionarla.
Sin embargo ya estaba completamente despierta cuando, al empujar la puerta de la iglesia, vislumbró entre las columnas el iluminado retablo y las dos figuras, una tendida y la otra echada encima en actitud compasiva y desesperada. Dalgliesh no le había pedido que entrara en pormenores al describir la escena. ¿Para qué?, pensó; después de todo, él había estado allí. El comisario no expresó pesar ni preocupación por lo que había vivido Emma, pero al fin y al cabo ella no era un familiar de la víctima. Le formuló preguntas sencillas y claras. No porque él deseara protegerla, meditó ella: si hubiese querido saber algo, se lo habría preguntado sin rodeos, por muy angustiada que la hubiera visto. Cuando el sargento Robbins la había hecho pasar a la sala de interrogatorios y Dalgliesh se había levantado para invitarla a sentarse, se había dicho: «No estoy ante el hombre que escribió Un caso que resolver y otros poemas-, estoy ante el policía.» En estas circunstancias jamás serían aliados. Ella amaba y deseaba proteger a algunas personas; él sólo le debía lealtad a la verdad. Y finalmente había llegado la pregunta que tanto temía:
– ¿El padre Martin dijo algo cuando usted se acercó a él?
Había titubeado antes de responder:
– Sólo unas palabras.
– ¿Cuáles, doctora Lavenham?
No contestó. Aunque no se proponía mentir, el mero hecho de evocar aquella frase se le antojaba un acto de traición.
El silencio se prolongó hasta que lo rompió Dalgliesh.
– Doctora Lavenham -dijo-, usted vio el cadáver. Vio lo que le hicieron al archidiácono. Era un hombre alto y fuerte. El padre Martin cuenta casi ochenta años y está cada vez más débil. Se necesita una fuerza considerable para empuñar el candelero de bronce, suponiendo que fuera el arma. ¿De verdad cree que el padre Martin era capaz de hacerlo?
– ¡Claro que no! -exclamó ella-. No hay un ápice de crueldad en él. Es dulce, tierno y bondadoso, el mejor hombre que conozco. Jamás se me habría ocurrido cosa semejante. Ni a mí ni a nadie.
– Entonces ¿por qué cree que se me ha ocurrido a mí? -inquirió Dalgliesh en voz baja.
Repitió la pregunta, y Emma lo miró a los ojos.
– Dijo: «Oh, Dios, ¿qué hemos hecho?, ¿qué hemos hecho?»
– ¿Y a qué cree que se refería con eso? ¿Ha pensado en ello?
En efecto, había estado pensando en ello. No eran unas palabras fáciles de olvidar. De hecho no olvidaría un solo detalle de aquella escena. Sostuvo la mirada del interrogador.
– Creo que quiso decir que el archidiácono seguiría con vida si no hubiera venido a Saint Anselm. Que quizá no lo habrían matado si el asesino no hubiese sabido cuánto lo detestaban aquí. Que ese odio tal vez contribuyó a su muerte. El seminario no está exento de culpa.
– Sí -había asentido Dalgliesh con mayor suavidad-. Eso es lo que me comunicó el padre Martin.
Emma consultó su reloj. Eran las once y veinte. Consciente de que le resultaría imposible trabajar, subió a su habitación. Como su apartamento se hallaba al fondo, el dormitorio tenía dos ventanas, una de las cuales estaba orientada al muro sur de la iglesia. Corrió las cortinas antes de meterse en la cama y se esforzó por olvidar la puerta sin llave. Cuando cerró los ojos, aparecieron imágenes de la muerte burbujeando como sangre en su retina: su imaginación no hacía más que intensificar el horror de la realidad. Volvió a ver el viscoso charco de sangre, pero encima de él había ahora unos sesos esparcidos semejantes a un vómito gris. Las grotescas imágenes de los condenados y risueños demonios cobraron vida y sus obscenos gestos comenzaron a cambiar. Cuando abrió los ojos con la esperanza de librarse de aquel horror, la opresiva oscuridad del dormitorio la abrumó. Hasta el aire olía a muerte.
Se levantó y abrió la ventana que daba al descampado. Una reconfortante ráfaga de aire se internó en la habitación mientras ella contemplaba la silenciosa extensión de tierra y el cielo salpicado de estrellas. Observar en la oscuridad la puerta sin llave resultaba menos traumático que imaginar cómo se abría lentamente, y estar en la sala sería mejor que permanecer en vela en la cama, temiendo oír unos pasos decididos en la escalera. Aunque se preguntó si debía colocar una silla contra la puerta, fue incapaz de llevar a cabo esa acción degradante y al mismo tiempo inútil. Avergonzada de su cobardía, se dijo que nadie deseaba hacerle daño. Sin embargo, las imágenes de unos huesos astillados invadieron de nuevo su mente. Alguien de ahí fuera, o quizá del seminario, había levantado el candelero y aplastado el cráneo del archidiácono, golpeándolo una y otra vez en un arrebato de odio y sed de sangre. ¿Era acaso la acción de una persona cuerda? ¿Alguien se encontraba verdaderamente a salvo en Saint Anselm?
Entonces percibió el chirrido de la verja de hierro al abrirse y luego el chasquido del pestillo al cerrarse; después, unos pasos silenciosos pero seguros, sin el menor indicio de furtividad. Abrió con sigilo la puerta y se asomó con el corazón desbocado. El comisario Dalgliesh estaba entrando en Jerónimo. Emma debió de hacer algún ruido, porque él se volvió y caminó hacia ella, que le abrió la puerta. El alivio que experimentó al verlo, al ver a un ser humano cualquiera, fue inmenso, y supo que se reflejaba en su semblante.