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– ¿Cómo se encuentra? -preguntó él.

Emma consiguió esbozar una sonrisa.

– No del todo bien, pero se me pasará. No podía dormir.

– Creía que se habría mudado al edificio principal -dijo Dalgliesh-. ¿No se lo sugirió el padre Sebastian?

– Sí, pero yo pensé que estaría bien aquí.

El comisario miró hacia la iglesia.

– Éste no es un buen lugar para usted. ¿Quiere que cambiemos de apartamento? Estará más cómoda en el mío.

Emma fue incapaz de disimular su satisfacción.

– ¿No supondría una molestia para usted?

– En absoluto. Sacaremos nuestras cosas mañana. Lo único que necesita ahora es la ropa de cama. Me temo que la sábana bajera no servirá en mi dormitorio. Tengo una cama de matrimonio.

– ¿Y si nos limitamos a cambiar el edredón y la almohada? -preguntó ella.

– Buena idea.

Al entrar en Jerónimo, Emma vio que Dalgliesh ya había recogido el edredón y la almohada y los había puesto sobre un sillón. Junto a ellos había un bolso de lona y cuero. Tal vez hubiera preparado las cosas que necesitaba para la noche y la mañana siguiente.

– El seminario nos ha provisto de los inocuos preparados solubles de rigor, y hay leche en la nevera -dijo él abriendo el armario-. ¿Quiere una taza de cacao o de Ovaltine? Si lo prefiere, tengo una botella de clarete.

– Sí, me apetece más el vino, por favor.

Dalgliesh apartó el edredón y Emma se sentó. Él sacó del pequeño armario la botella, un sacacorchos y un par de vasos.

– Naturalmente, aquí no esperan que los invitados beban vino, de manera que no hay copas. Debemos elegir entre tazas y vasos.

– El vaso está bien. Pero no quiero que abra una botella por mí.

– El mejor momento para abrirla es cuando se necesita.

Emma se sorprendió de lo a gusto que se sentía con Dalgliesh. Lo único que necesitaba era compañía, pensó. No charlaron mucho; sólo hasta que terminaron el primer y único vaso de vino. Bebieron despacio. Él habló de sus visitas juveniles al seminario: de cuando los sacerdotes, con las sotanas arremangadas, jugaban al críquet con él detrás de la verja oeste; de sus viajes en bicicleta a Lowestoft para comprar pescado; del placer de leer en la solitaria biblioteca por las noches. Se interesó por el programa de las clases que Emma impartía en Saint Anselm, el criterio con el que escogía a los poetas y la reacción de los seminaristas. En ningún momento mencionaron el asesinato. No fue una conversación anodina ni forzada. A Emma le gustaba la voz de su interlocutor. Concibió la sensación de que una parte de su mente se había separado y flotaba por encima de ellos, arrullada por el suave contrapunto de una voz masculina y otra femenina.

Cuando se levantó y le dio las buenas noches, Dalgliesh se puso en pie de inmediato y dijo con una formalidad que no había empleado hasta el momento:

– Si no le importa, pasaré la noche en este sillón. Si la inspectora Miskin estuviese aquí, le pediría que se quedase a hacerle compañía. Como no está, yo ocuparé su lugar… a menos que usted se oponga.

Emma advirtió que intentaba facilitarle las cosas, que no quería imponerse aunque sabía cuánto la inquietaba quedarse sola.

– Pero no quiero causarle tantas molestias. Aquí estará muy incómodo.

– De ninguna manera. Estoy acostumbrado a dormir en sillones.

El dormitorio de Jerónimo era casi idéntico al del apartamento contiguo. La lámpara de la mesilla estaba encendida, y Emma advirtió que Dalgliesh no se había llevado sus libros. Había estado leyendo -con toda seguridad releyendo- Beowulf. Había un viejo y descolorido volumen en rústica, la edición de Los primeros novelistas Victorianos de David Cecil, con una fotografía en la que el autor aparecía increíblemente joven y el precio en moneda antigua en la tapa posterior. De manera que también él disfrutaba curioseando en las librerías de viejo, pensó. El tercer libro era Mansfield Park. Emma se preguntó si debía llevárselos a Dalgliesh, pero no se atrevió a importunarlo.

Le parecía extraño estar durmiendo sobre su sábana. Confiaba en que él no la despreciase por su cobardía. Saber que estaba abajo le producía un enorme alivio. Al cerrar los ojos no vio las danzarinas imágenes de la muerte, sino sólo la oscuridad, y al cabo de unos minutos se quedó dormida.

Despertó de un sueño tranquilo a las siete de la mañana. El apartamento estaba en silencio, y al bajar vio que Dalgliesh se había marchado, llevándose consigo el edredón y la almohada. Había abierto la ventana, como si temiese dejar atrás el más ligero vestigio de su aliento. Emma sabía que el comisario no le contaría a nadie dónde había pasado la noche.

Libro tercero . Voces del pasado

1

Ruby Pilbeam no necesitaba un despertador. Hacía dieciocho años que se despertaba a las seis en punto, tanto en invierno como en verano. Y así lo hizo el lunes, poco antes de extender el brazo para encender la luz de la mesilla. Reg se rebulló, apartó las mantas y comenzó a acercarse al borde de la cama. Ruby percibió el cálido aroma de su cuerpo, que siempre la reconfortaba. Se preguntó si unos segundos antes su marido había estado dormido o sólo quieto, aguardando a que ella se moviera. Ambos se habían limitado a dormitar durante breves períodos a lo largo de la noche y a las tres se habían levantado y bajado a la cocina para tomar una taza de té y esperar el amanecer. Por suerte el cansancio había acabado por imponerse sobre la inquietud y el horror, y a las cuatro habían vuelto a la cama. Se habían sumido en un sueño entrecortado e intranquilo, pero al menos habían descansado un poco.

Los dos habían pasado un domingo muy ajetreado, y sólo esa frenética actividad había conseguido dar visos de normalidad al día. La noche anterior, sentados muy juntos a la mesa de la cocina, habían hablado en susurros del asesinato, como si las pequeñas y acogedoras habitaciones de San Marcos estuviesen llenas de oyentes indiscretos. La conversación había estado salpicada de sospechas no expresadas, frases entrecortadas e incómodos silencios. El mero hecho de afirmar que resultaba absurdo pensar que alguien de Saint Anselm era un asesino habría implicado establecer una desleal asociación entre el lugar y el hecho; pronunciar un nombre, aunque sólo fuese para exculparlo, habría equivalido a aceptar la idea de que algún residente del seminario era capaz de perpetrar semejante barbaridad.

No obstante, habían llegado a elaborar dos teorías, ambas alentadoras y verosímiles. Antes de regresar a la cama, habían repetido mentalmente las historias como si de un mantra se tratase: alguien había robado las llaves de la iglesia, una persona que había visitado Saint Anselm quizá varios meses antes y sabía dónde las guardaban, así como que el despacho de la señorita Ramsey siempre estaba abierto. Ese mismo individuo había concertado una cita con el archidiácono Crampton antes del sábado. ¿Por qué en la iglesia? ¿Acaso había un lugar mejor? No habrían podido reunirse en el apartamento de huéspedes sin riesgos, y no había sitios recónditos en el campo. Cabía la posibilidad de que el propio archidiácono hubiese agarrado las llaves y abierto la iglesia para su visitante. Después habían sobrevenido los hechos: la llegada, la discusión, la furia asesina. Tal vez el visitante hubiera planeado el crimen y llegado con un arma: una pistola, una porra o un puñal. Si bien no les habían dicho cómo lo habían matado, ambos habían visto en su imaginación el brillo y la acometida de la hoja de un cuchillo. Y luego la huida: el individuo trepando por encima de la verja, tal como había entrado. La segunda teoría era aún más creíble y tranquilizadora: el archidiácono había tomado prestadas las llaves y había entrado en la iglesia por motivos personales. El intruso acudió allí para robar el retablo o los cálices de plata. Crampton lo había sorprendido y el asustado ladrón lo había atacado. Tras convencerse de que esta explicación era perfectamente racional, ni Ruby ni su marido habían vuelto a mencionar el asesinato.