Выбрать главу

Ruby solía ir sola al seminario. El desayuno no se servía hasta las ocho, después del oficio matutino, pero a ella le gustaba planificar su jornada. El padre Sebastian lo tomaba en la salita de su apartamento, y ella debía poner la mesa con todos los alimentos de costumbre: zumo de naranja natural, café y dos tostadas con mermelada casera. A las ocho y media llegaban de Reydon las asistentas, las señoras Bardwell y Stacey, en el viejo Ford del señor Bardwell. Sin embargo, hoy no acudirían. El padre Sebastian les había telefoneado para pedirles que no regresaran hasta dentro de dos días. Ruby se preguntaba qué excusa habría alegado, pero no se atrevía a plantearlo. Aunque ella y Reg se verían obligados a trabajar más de la cuenta, Ruby se alegró de saber que estaría a salvo de las especulaciones, las exclamaciones de horror y la inagotable curiosidad de las asistentas. Se percató de que un asesinato podía llegar a resultar casi divertido para las personas que no conocían a la víctima ni eran sospechosas. Elsie Bardwell lo habría encontrado particularmente emocionante.

Reg acostumbraba a ir al seminario después de las seis y media, pero ese día salieron juntos de San Marcos. Aunque él no le comentara la razón, ella supo por qué. Saint Anselm no era ya un lugar seguro y sagrado. Reg alumbró con su potente linterna el sendero que conducía a la verja del claustro oeste. Pese a que la tenue luz del amanecer comenzaba a extenderse por el campo, Ruby tuvo la impresión de que avanzaba en medio de una oscuridad impenetrable. Su marido apuntó a la verja con la linterna para localizar la cerradura. Al otro lado, las débiles lámparas de los claustros alumbraban las delgadas columnas y proyectaban sombras sobre los caminos de piedra. El claustro norte seguía precintado, y la mitad del suelo estaba libre de hojas. El tronco del castaño de Indias se alzaba, negro e inmóvil, sobre un maremágnum de papeles. Cuando el haz de la linterna pasó fugazmente sobre la fucsia de la pared este, las rojas flores resplandecieron como gotas de sangre. En el pasillo que separaba su salita de la cocina, Ruby alzó la mano para pulsar el interruptor. No obstante, la oscuridad no era absoluta. Unos pasos más allá había un rayo de luz procedente del sótano.

– Es extraño, Reg -comentó-. La puerta del sótano está abierta. Alguien se ha levantado temprano. ¿Anoche comprobaste que estuviese cerrada?

– Claro que sí -respondió él-. ¿Crees que la dejaría abierta?

Caminaron hasta lo alto de la escalera de piedra, brillantemente iluminada y provista de barandillas de madera. Al pie de los escalones, claramente visible bajo las potentes lámparas, yacía el cuerpo de una mujer.

Ruby profirió un grito estridente.

– ¡Ay, Dios! ¡Reg! Es la señorita Betterton.

Reg la apartó.

– Quédate aquí, cariño -dijo.

Ella oyó los rápidos pasos de su marido sobre los peldaños de piedra, titubeó sólo por un segundo y lo siguió, agarrándose con las dos manos a la barandilla izquierda. Los dos se arrodillaron junto al cuerpo.

La mujer estaba boca arriba, con la cabeza vuelta hacia el último escalón. En la frente presentaba un solo tajo cubierto de sangre seca. Llevaba una descolorida bata de lanilla con estampado de cachemir y debajo un camisón blanco de algodón. Por el costado de la cabeza asomaba una trenza de fino pelo gris, sujeta por la encrespada punta con una goma retorcida. Los ojos, fijos en lo alto de la escalera, estaban abiertos y sin vida.

– ¡Oh, no! ¡Dios santo! -musitó Ruby-. Pobrecilla, pobrecilla.

Puso un brazo encima del cuerpo en un instintivo gesto protector, aunque enseguida comprendió que era inútil. Percibió el acre olor de la vejez indolente en el cabello y la bata y se preguntó si eso sería lo único que quedaría de la señorita Betterton cuando todo lo demás hubiera desaparecido. Embargada por una infructuosa compasión, retiró el brazo. Si la señorita Betterton rehuía el contacto físico en vida, ¿por qué imponérselo ahora que estaba muerta?

– Está muerta -aseveró Reg, levantándose lentamente-. Muerta y fría. Parece que se desnucó. No podemos hacer nada por ella. Más vale que vayas a avisar al padre Sebastian.

La tarea de despertar al padre Sebastian, de buscar las palabras adecuadas y reunir el valor para decirlas, horrorizó a Ruby. Hubiera preferido que Reg le comunicase la noticia, pero eso habría significado quedarse sola con el cadáver, perspectiva que la asustaba aún más. La cavidad del sótano se extendía hasta perderse en amplias zonas negras donde acechaban peligros imaginarios. Si bien no era una mujer fantasiosa, ahora la invadió la sensación de que el familiar mundo de rutina, trabajo diligente y amor se desvanecía ante sus ojos. Sabía que bastaba con que Reg extendiese un brazo para que el sótano, con sus paredes encaladas y sus estanterías repletas de botellas, se convirtiese en el lugar conocido e inofensivo adonde ella y el padre Sebastian bajaban para escoger los vinos de la cena. Sin embargo, Reg no extendió el brazo. Todo debía quedar tal como lo habían encontrado.

Cada paso se le antojó titánico mientras ascendía los escalones con unas piernas que de pronto se habían vuelto demasiado débiles para soportar su peso. Encendió todas las luces del pasillo y se tomó unos segundos para armarse de valor antes de subir los dos tramos de escalera que conducían al apartamento del padre Sebastian. Su primer golpe en la puerta fue demasiado indeciso, de manera que llamó de nuevo, con más fuerza. El padre Sebastian abrió con desconcertante brusquedad y la miró. Ella nunca lo había visto en bata y por un momento, desorientada por la impresión, le pareció que se hallaba ante un extraño. La visión de la señora Pilbeam debió de desconcertarlo también a él, pues tendió una mano para tranquilizarla y la hizo pasar a la habitación.

– Es la señorita Betterton, padre. Reg y yo la hemos encontrado al pie de la escalera del sótano. Me temo que está muerta.

Le sorprendió que su voz sonara tan serena. Sin hablar, el padre Sebastian la tomó del brazo y bajó con ella. Al llegar a las escaleras del sótano, Ruby se detuvo junto a la puerta, observando al sacerdote mientras bajaba, le decía unas palabras a Reg y se hincaba junto al cuerpo.

Al cabo de un momento el padre se irguió y se dirigió al hombre con el sereno y autoritario tono de costumbre.

– Los dos han sufrido una fuerte experiencia. Sería conveniente que continuasen discretamente con las actividades habituales. El comisario Dalgliesh y yo nos encargaremos de todo lo necesario. Sólo el trabajo y la oración nos permitirán superar estos terribles momentos.

Reg subió la escalera para reunirse con Ruby, y entraron en la cocina en silencio.

– Me imagino que querrán desayunar como de costumbre -murmuró Ruby.

– Desde luego, cariño. No pueden empezar el día con el estómago vacío. Ya has oído al padre Sebastian; ha dicho que continuemos discretamente con las actividades habituales.

Ruby lo miró con ojos tristes.

– Ha sido un accidente, ¿no?

– Por supuesto. Podría haber ocurrido en cualquier momento. Pobre padre John. Esto lo destrozará.

Ruby no estaba tan segura. Supondría un golpe, claro, las muertes súbitas siempre lo eran. No obstante, saltaba a la vista que no debía de ser fácil convivir con la señorita Betterton. Con el corazón encogido, se puso el delantal y comenzó a preparar el desayuno.

El padre Sebastian fue a su despacho y llamó a Dalgliesh a Jerónimo. La respuesta fue tan rápida que dedujo que el comisario ya estaba levantado. Le comunicó la noticia y al cabo de cinco minutos se encontraron junto al cuerpo. El rector observó a Dalgliesh mientras éste se inclinaba, tocaba la cara de la señorita Betterton con manos expertas, se ponía en pie y la escrutaba desde arriba con muda concentración.