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– Hay que decírselo al padre John, desde luego. Es mi responsabilidad. Supongo que todavía duerme, pero debo verlo antes de que baje para los maitines. Esto le afectará mucho. Aunque no era una mujer de trato fácil, no tenían otros parientes y estaban muy unidos. -Sin embargo, no hizo ademán de marcharse y preguntó-: ¿Cuándo cree que sucedió?

– A juzgar por el rigor mortis, yo diría que lleva unas siete horas muerta. El forense lo averiguará con mayor precisión. No basta con un examen superficial. Naturalmente, tendrán que practicarle la autopsia.

– Entonces murió después de las completas, probablemente a medianoche. En tal caso, debió de cruzar el vestíbulo con gran sigilo. En realidad siempre lo hacía. Se movía como una sombra. -Calló por unos instantes y agregó-: No quiero que su hermano la vea aquí y en ese estado. Podríamos llevarla a su habitación, ¿no? Ya sé que no era una mujer religiosa. Debemos respetar sus convicciones. No querría que la velaran en la iglesia, aunque estuviera abierta, ni en el oratorio.

– Conviene que permanezca donde está hasta que el forense la examine -señaló Dalgliesh-. Hemos de tratar este caso como una muerte sospechosa.

– Al menos deberíamos taparla. Iré a buscar una sábana.

– Sí -asintió Dalgliesh-, por supuesto. -Cuando el rector se volvió hacia la escalera, preguntó-: ¿Tiene idea de lo que estaba haciendo aquí, padre?

El padre Sebastian dio media vuelta y vaciló por un momento.

– Me temo que sí -dijo al fin-. La señorita Betterton bajaba a buscar una botella de vino con regularidad. Todos los sacerdotes lo sabían y supongo que los seminaristas y el personal lo sospechaban. Sólo se llevaba un par de botellas por semana, y nunca era del bueno. Desde luego, yo le planteé el problema al padre John con el mayor tacto posible. Decidimos no tomar medidas a menos que el asunto se nos escapase de las manos. El padre John solía pagar el vino, o al menos las botellas que encontraba. Por supuesto, éramos conscientes del riesgo que entrañaba una escalera tan empinada como ésta para una anciana. Por eso instalamos luces potentes y cambiamos el pasamanos de soga por barandillas de madera.

– De manera que al descubrir los hurtos, pusieron un pasamanos seguro para facilitarlos y evitar que ella se rompiese el cuello.

– ¿Le cuesta entenderlo, comisario?

– No, dadas sus prioridades, supongo que no.

Siguió con la vista al padre Sebastian mientras subía la escalera con paso firme y desaparecía, cerrando la puerta a su espalda. Era obvio que la mujer se había desnucado. Llevaba un par de estrechas zapatillas de piel, y Dalgliesh había notado que la punta de la suela derecha estaba despegada. La escalera estaba perfectamente iluminada y el interruptor se encontraba a menos de sesenta centímetros del primer escalón. Puesto que la luz debía de estar encendida cuando había comenzado a bajar, no había tropezado en la oscuridad. Por otra parte, si hubiese resbalado en el primer escalón ¿no habría quedado sobre la escalera, ya fuese boca abajo o de espaldas? En el tercer peldaño desde abajo Dalgliesh había detectado algo que semejaba una pequeña mancha de sangre. Por la posición del cuerpo parecía que había caído, se había golpeado la cabeza en el escalón de piedra y había dado una voltereta. Claro que era difícil que hubiese salido despedida con semejante fuerza, a menos que hubiese llegado a la escalera corriendo a toda velocidad, hipótesis a todas luces absurda. Pero ¿y si la hubiesen empujado? Le asaltó una deprimente y sobrecogedora sensación de impotencia. Si aquello era un asesinato, ¿cómo iba a conseguir demostrarlo con aquella suela levantada? La muerte de Margaret Munroe se había certificado como natural. Habían incinerado el cuerpo y esparcido o enterrado las cenizas. ¿Y esta nueva muerte beneficiaría al asesino del archidiácono Crampton?

No obstante, era hora de que se hicieran cargo los expertos. Mark Ayling acudiría a lo que bien podía ser un segundo escenario del crimen para determinar la hora de la muerte y curiosear alrededor del cadáver como un depredador. Nobby Clark y su equipo bajarían al sótano a buscar pruebas que difícilmente encontrarían. Si Agatha Betterton había visto u oído algo, si poseía una información que había transmitido imprudentemente a la persona equivocada, Dalgliesh jamás se enteraría.

Esperó hasta que el padre Sebastian regresó con una sábana y cubrió el cuerpo con reverencia; luego los dos subieron por la escalera. El rector apagó la luz y echó el cerrojo situado en lo alto de la puerta del sótano.

Mark Ayling llegó con la rapidez de costumbre y más barullo del habitual.

– Quería traer conmigo el informe de la autopsia de Crampton, pero lo están pasando a máquina -le dijo a Dalgliesh, caminando ruidosamente por el vestíbulo-. No hemos descubierto nada sorprendente. Muerte por múltiples golpes en la cabeza, asestados con un arma pesada de bordes afilados; el candelero, por ejemplo. Casi con seguridad lo mató el segundo impacto. Aparte de eso, era un hombre sano de mediana edad que habría llegado sin problemas a la jubilación.

Se enfundó los guantes de goma antes de empezar a bajar con prudencia por la escalera del sótano, pero esta vez no se molestó en ponerse el delantal de trabajo, y el examen del cuerpo, aunque riguroso, le llevó poco tiempo.

Al final se levantó.

– Murió hace unas seis horas -dictaminó-. Causa de la muerte: fractura del cuello. Bueno, no necesitaba llamarme para saber eso. Se precipitó con fuerza por la escalera, se golpeó la frente en el tercer escalón contando desde abajo y cayó de espaldas. Supongo que se hará la pregunta de costumbre: ¿tropezó o la empujaron?

– Pensaba preguntárselo a usted.

– Todo parece indicar que la empujaron, aunque necesitará algo más que una primera impresión. Yo no lo juraría ante un tribunal. La escalera es muy empinada. Podrían haberla diseñado adrede para matar ancianas. Debido a la inclinación, es perfectamente posible que no tocase los escalones hasta que se golpeó la frente, cerca del pie de la escalera. Debo decir que es tan probable que se trate de una muerte accidental como de un asesinato. Pero ¿a qué obedecen sus sospechas? ¿Cree que vio algo el sábado por la noche? ¿Y para qué quería bajar al sótano?

– Había adquirido el hábito de pasearse por las noches -contestó Dalgliesh con cautela.

– Buscaba vino, ¿eh?

Dalgliesh guardó silencio. El forense cerró su maletín y dijo:

– Enviaré una ambulancia -dijo el forense cerrando su maletín- y le haré la autopsia lo antes posible, pero dudo que pueda decirle algo que no sepa ya. Parece que la muerte lo persigue, ¿no? Acepto un puesto de forense mientras Colby Brooksbank se va a Nueva York para asistir a la boda de su hijo y me llaman para certificar más muertes violentas de las que normalmente veo en seis meses. ¿Lo han telefoneado de la oficina del juez de instrucción para darle la fecha de la vista de Crampton?

– Todavía no.

– Lo harán. A mí ya me han llamado.

Echó un último vistazo al cadáver.

– Pobre mujer -comentó con sorprendente dulzura-. Por lo menos fue rápido. Dos segundos de terror y luego nada. Seguro que habría preferido morir en la cama, aunque, por otro lado, ¿quién no?

2

Dalgliesh no había estimado necesario cancelar la visita de Kate a Ashcombe House, y a las nueve en punto ella y Robbins se pusieron en camino. Hacía un frío intenso, y la primera luz había avanzado, rosada como sangre diluida, sobre la gris superficie del mar. Caía una llovizna fina y el aire tenía un sabor acre. Detrás de los limpiaparabrisas que enturbiaban y luego despejaban el cristal, Kate contempló un paisaje despojado de color en el que incluso los lejanos campos de remolacha habían perdido su verdor. Se esforzó por reprimir el resentimiento que albergaba porque la habían escogido para una tarea que le parecía una pérdida de tiempo. Aunque Dalgliesh rara vez admitía que se dejara llevar por un pálpito, ella sabía por experiencia que la corazonada de un policía a menudo se basa en la realidad: una palabra, una mirada, una coincidencia o algo aparentemente insignificante y ajeno a la investigación arraiga en el subconsciente y aflora en forma de una vaga sensación de malestar. A menudo queda en nada, en ocasiones, sin embargo, proporciona una pista vital, de modo que sería imprudente pasarla por alto. No le gustaba abandonar el escenario del crimen mientras Piers se quedaba allí, pero el trabajo ofrecía sus compensaciones. Estaba conduciendo el Jaguar de Dalgliesh y ésa era una satisfacción que iba más allá de su aprecio por el coche.