Además, no lamentaba del todo tomarse un descanso de Saint Anselm. Nunca se había sentido tan fuera de lugar física y psíquicamente durante una investigación de asesinato. El seminario era un sitio demasiado masculino, aislado e incluso claustrofóbico. Los sacerdotes y los seminaristas se habían mostrado invariablemente corteses, pero su cortesía resultaba irritante. Para ellos era una mujer, no un funcionario de la policía. Y Kate creía que ésa era una batalla que ya había ganado. También le fastidiaba la sensación de que ellos poseían un conocimiento secreto, una misteriosa autoridad que sutilmente eclipsaba la suya. Se preguntó si a Dalgliesh y Piers les ocurriría lo mismo. Lo dudaba, porque eran hombres y Saint Anselm, pese a su aparente mansedumbre, era un mundo descaradamente masculino y, por añadidura, académico, otra razón para que Dalgliesh y Piers se encontrasen cómodos. Experimentó una punzada de antigua inseguridad social e intelectual. Creía haber superado ese problema, o al menos que había conseguido dominarlo. Resultaba humillante que menos de media docena de hombres con sotana desenterrasen estos viejos complejos. Sintió auténtico alivio cuando giró hacia el oeste por el camino de montaña y el pulso del mar se desvaneció gradualmente. Había latido en sus oídos durante demasiado tiempo.
Habría preferido que la acompañase Piers; al menos habrían hablado del caso en igualdad de condiciones, discutido y peleado con mayor espontaneidad de la que convenía demostrar ante un inferior. Además, el sargento Robbins comenzaba a ponerla de mal humor; siempre le había parecido demasiado perfecto para ser real. Echó varias ojeadas a su afilado perfil juvenil y los grises ojos fijos durante el trayecto y se preguntó una vez más por qué había decidido ser policía. Quizá fuese por vocación, como en su caso. Kate había buscado una profesión que le permitiera sentirse útil y en la que la falta de un título universitario no se considerase una desventaja; un empleo que le proporcionara estímulos, emociones y variedad. Para ella el cuerpo de policía había representado un medio para dejar atrás la miseria de su infancia y el olor a orín de las escaleras de los bloques de apartamentos Ellison Fairweather. El servicio le había brindado muchas cosas, incluido el piso con vistas al Támesis que todavía le parecía un sueño hecho realidad. A cambio, ella había ofrecido una lealtad y una devoción que a veces la asombraban. Para Robbins, que en su tiempo libre ejercía de predicador seglar, quizá servir a su Dios protestante fuera una vocación. Se preguntó si sus creencias diferían de las del padre Sebastian y, en tal caso, hasta qué punto y por qué, pero éste no era el momento oportuno para mantener una discusión teológica. ¿De qué serviría? En su clase del colegio había niños de trece nacionalidades y casi igual número de religiones. A su juicio, ninguna albergaba una filosofía coherente. Era capaz de vivir sin un dios, aunque no estaba segura de poder vivir sin su trabajo.
La clínica estaba en un pueblo situado al sureste de Norwich.
– No correremos el riesgo de quedarnos atascados en el tráfico de la ciudad. Busca la salida de Bramerton a tu derecha.
Al cabo de cinco minutos habían salido de la A146 y avanzaban más despacio entre unos setos ralos, detrás de los cuales las idénticas casas de techo rojo proclamaban la expansión de los suburbios sobre los verdes campos.
– Mi madre murió en una clínica para enfermos terminales hace dos años -musitó Robbins-. Lo normaclass="underline" cáncer.
– Lo siento. Esta visita no te será fácil.
– Estoy bien. A mamá la trataron de maravilla en la clínica. Y a nosotros también.
– De todas maneras es posible que el lugar te traiga recuerdos dolorosos -señaló Kate, sin desviar la vista de la carretera.
– Lo doloroso fue lo que sufrió mamá antes de entrar en la clínica. -Después de una larga pausa, añadió-: Henry James llamaba a la muerte «ese algo distinguido».
«Ay, Dios -pensó Kate-. Primero Dalgliesh con su poesía, luego Piers con sus conocimientos sobre Richard Hooker, ¡y ahora resulta que Robbins lee a Henry James! ¿Por qué nunca me envían a un sargento cuya idea de un reto literario consista en tragarse una novela de Jeffrey Archer?»
– Tuve un novio, un bibliotecario, que quiso enseñarme a apreciar a Henry James -dijo-. Cuando llegaba al final de una frase, había olvidado cómo comenzaba. ¿Recuerdas esa crítica de que algunos escritores pegan bocados más grandes de lo que son capaces de masticar? Pues Henry James mastica más de lo que muerde.
– Yo sólo he leído Otra vuelta de tuerca -repuso Robbins-, y eso después de ver la película por televisión. Leí esa cita en algún sitio y se me quedó grabada.
– Suena bien, pero falta a la verdad. La muerte es como el nacimiento, dolorosa, sucia y poco digna. Al menos la mayor parte de las veces.
«Quizá sea mejor así -pensó-. Nos recuerda que somos animales. Tal vez nos iría mejor si intentáramos comportarnos como buenos animales en lugar de como dioses.»
Permanecieron un buen rato callados.
– La muerte de mamá no fue poco digna -replicó Robbins entonces.
«Bueno, qué suerte», pensó Kate.
Encontraron la clínica sin dificultad. Se hallaba a las afueras del pueblo, en la misma parcela que una sólida casa de ladrillo. Un cartel les indicó el camino al aparcamiento, a la derecha de la casa. Detrás se alzaba la clínica, un moderno edificio de una sola planta y con jardín delantero, donde dos arriates circulares con una variedad de arbustos perennes y brezos componían una osada exhibición de verdes, púrpuras y dorados.
La zona de recepción provocaba una inmediata impresión de luz, flores y diligencia. Había dos personas ante el mostrador: una mujer que llevaba a cabo gestiones para sacar a su marido a dar un paseo en coche al día siguiente y un sacerdote, que aguardaba con paciencia. Alguien pasó empujando el cochecito de una niña pequeña, con su calva cabeza ridículamente adornada con un lazo rojo. La pequeña se volvió y observó a Kate sin curiosidad. Otra niña, acompañada por una mujer que obviamente era su madre, entró con un perrito en las manos.
– Hemos traído a Trixie para que vea a la abuela -gritó y se echó a reír mientras el cachorro le lamía la oreja.
Una enfermera con delantal rosado y una tarjeta de identificación en el pecho cruzó el vestíbulo sosteniendo a un hombre escuálido. Los visitantes entraban con flores y bolsas, saludando con alegría al personal. Kate esperaba toparse con una atmósfera de calma reverencial, no este intenso trajín ni un edificio funcional que cobraba vida con las idas y venidas de gente que se comportaba como en su casa.
Cuando la mujer de cabello sano y sin uniforme que atendía en la recepción se volvió hacia ellos, miró la placa de Kate como si la llegada de dos miembros de la Policía Metropolitana constituyera un hecho rutinario.
– Ha llamado antes, ¿verdad? -dijo-. La señorita Whetstone, la supervisora, les recibirá. Su oficina está por ahí; sigan todo recto.
La señorita Whetstone los aguardaba a la puerta. O bien estaba acostumbrada a que sus visitas llegasen puntualmente, o poseía un oído extraordinariamente agudo y se había enterado de su llegada. Los hizo pasar al despacho, donde las paredes eran en sus tres cuartas partes de cristal. Situado en el centro del hospital, daba a dos pasillos que se prolongaban hacia el norte y el sur. Desde la ventana este se abarcaba un jardín que a Kate le pareció más institucional que la propia clínica. Contempló el cuidado césped, los bancos de madera situados a intervalos regulares a lo largo de los senderos de piedra y unos arriates escrupulosamente espaciados, donde los prietos pimpollos de rosa ponían una nota de color entre los desnudos arbustos.