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– Gracias, sargento -soltó Kate-. Me has ayudado mucho.

Caminó hasta la ventana y se quedó observando el tránsito de la gente por los pasillos. Al mirar a Robbins, notó que su rostro estaba pálido y crispado en un gesto de forzada entereza. Creyó atisbar el brillo de una lágrima en uno de sus ojos y se apresuró a desviar la vista. «Estas cosas ya no se me dan tan bien como hace dos años -se dijo-. ¿Qué me está pasando? Dalgliesh tiene razón. Si soy incapaz de dedicar a mi trabajo lo que me exige, y eso incluye cierta humanidad, tal vez sería mejor que lo dejase.» Al pensar en Dalgliesh, el súbito e imperioso deseo de que estuviese allí se apoderó de ella. Sonrió, recordando que en situaciones semejantes el comisario nunca se resistía al atractivo de las palabras. Kate a veces tenía la impresión de que era un maniático de la lectura. Aunque su honradez le habría impedido examinar los papeles que habían quedado sobre el escritorio, a menos que fuesen importantes para la investigación, sin duda habría leído las numerosas notas del tablón de corcho que tapaba una parte de la ventana.

Robbins y ella guardaron silencio y permanecieron de pie, tal como estaban desde que la señorita Whetstone se había levantado de su silla. No tuvieron que esperar mucho. Menos de un cuarto de hora después, la supervisora regresó con dos carpetas y ocupó de nuevo su puesto detrás del escritorio.

– Siéntense, por favor -los invitó.

Kate se sintió como una solicitante de empleo esperando la humillante exposición de unos antecedentes mediocres.

Evidentemente la señorita Whetstone había examinado los documentos antes de entrar.

– Me temo que aquí no hay nada de utilidad para ustedes. Margaret Munroe empezó a trabajar con nosotros el 1 de junio de 1988 y se marchó el 30 de abril de 1994. Padecía una enfermedad degenerativa de corazón y su médico le recomendó que consiguiese un empleo menos agotador. Como ya sabrán, la contrataron en Saint Anselm para que lavara la ropa blanca y se ocupara de tareas de enfermería poco importantes, las previsibles en una comunidad estudiantil pequeña e integrada mayormente por jóvenes sanos. En su expediente no figura mucho más que las habituales peticiones para las vacaciones, certificados médicos, y los informes anuales sobre su rendimiento en el trabajo, que son confidenciales. Yo llegué seis meses después de que ella se marchase, pero por lo que sé era una enfermera competente aunque con poca iniciativa, lo que podría considerarse una virtud; la falta de emotividad lo es sin duda alguna. El sentimentalismo no ayuda a nadie que trabaje en un sitio como éste.

– ¿Y la señorita Arbuthnot? -quiso saber Kate.

– Clara Arbuthnot murió un mes antes de que Margaret Munroe se incorporase a la plantilla. Por lo tanto, es imposible que la atendiera. Si se conocieron, no fue aquí.

– ¿La señorita Arbuthnot murió sola? -preguntó Kate.

– En esta clínica ningún paciente muere solo, inspectora. Aunque la señorita Arbuthnot no tenía parientes, antes de su muerte se mandó llamar a instancias suyas a un sacerdote, que fue el reverendo Hubert Johnson.

– ¿Sería posible hablar con él?

– Me temo que eso escapa del alcance incluso de la Policía Metropolitana. En aquel entonces él estaba ingresado en la clínica para recibir un tratamiento temporal y murió aquí mismo dos años después.

– Entonces ¿no queda nadie que mantuviese un trato personal con Margaret Munroe hace doce años?

– Shirley Legge es el miembro más antiguo de nuestra plantilla. Si bien no renovamos el personal con mucha frecuencia, este trabajo conlleva unas exigencias muy especiales y estimamos conveniente que las enfermeras se tomen un respiro de los casos terminales de cuando en cuando. Creo que la señora Legge es la única enfermera que queda de las que estaban aquí hace doce años, aunque tendría que mirar los archivos para confirmarlo. Y francamente, inspectora, no dispongo de tiempo. Por supuesto, si lo desea puede hablar con ella. Me parece que está de servicio.

– Lamento las molestias que le estamos ocasionando -se disculpó Kate-, pero me gustaría verla. Gracias.

La señorita Whetstone volvió a desaparecer, dejando los documentos sobre el escritorio. Aunque el primer impulso de Kate fue echarles una ojeada, se contuvo, en parte porque creía que la supervisora no había mentido al asegurarles que no había más información, pero también porque sabía que todos sus movimientos eran visibles a través de las mamparas de cristal.

La señorita Whetstone regresó al cabo de cinco minutos con una mujer de mediana edad y rasgos angulosos a quien presentó como Shirley Legge. Esta fue directa al grano.

– La supervisora dice que preguntan por Margaret Munroe. Me temo que no podré ayudarles. La conocía, pero no muy bien. No era propensa a entablar amistades íntimas. Recuerdo que había enviudado y que a su hijo le habían concedido una beca en una universidad privada, no sé cuál. Quería alistarse en el ejército y creo que le pagaban los estudios para que luego entrase como oficial, o algo por el estilo. Lamento oír que la señora Munroe ha muerto. Creo que su único familiar era su hijo, así que me imagino que él estará muy afectado.

– El hijo murió antes que ella -explicó Kate-. Lo mataron en Irlanda del Norte.

– Debió de ser un duro golpe para ella. Supongo que después de eso no le habrá importado morir. Ese chico era toda su vida. Siento no serles más útil. Si a Margaret le ocurrió algo importante mientras estaba aquí, no me lo dijo. Les sugiero que hablen con Mildred Fawcett. -Se volvió hacia la supervisora-. ¿Recuerda a Mildred, señorita Whetstone? Se retiró poco después de que usted llegara. Ella conocía a Margaret Munroe. Me parece que realizaron las prácticas juntas en el antiguo hospital de Westminster. Quizá valdría la pena que hablaran con ella.

– ¿Consta su dirección en los archivos, señorita Whetstone? -preguntó Kate.

Fue Shirley Legge quien respondió:

– No es necesario. Ya se la daré yo. Todavía nos enviamos tarjetas de Navidad y su dirección es una de esas que se quedan grabadas en la memoria. Vive en una casa llamada Clippety-Clop, en las afueras de Medgrave, junto a la A146. Creo que antes había unas caballerizas muy cerca de allí.

Por fin un golpe de suerte. Mildred Fawcett podría haberse retirado a una casa en Cornualles o en el noreste; sin embargo, Clippety-Clop se encontraba justo en el camino de Saint Anselm. Kate agradeció su cooperación a la supervisora y a la señora Legge y les pidió una guía telefónica. La fortuna les sonrió de nuevo: el número de la señorita Fawcett figuraba en el listín.

Sobre el mostrador de recepción había una hucha de madera con la inscripción: «Ayuda para flores.» Kate plegó un billete de cinco libras y lo deslizó en el interior. Dudaba que éste fuese un gasto lícito de los fondos policiales y ni siquiera estaba segura de si constituía un gesto de generosidad o una pequeña ofrenda supersticiosa al destino.

3

Una vez en el coche y con el cinturón de seguridad abrochado, Kate marcó el número de Clippety-Clop. No obtuvo respuesta.

– Será mejor que informe de nuestros progresos -dijo-, o de la falta de ellos. -La conversación fue breve. Mientras guardaba el teléfono móvil se dirigió a Robbins-: Veremos a Mildred Fawcett, si es que la encontramos. Luego el jefe quiere que regresemos de inmediato. El forense acaba de marcharse.

– ¿Te ha explicado cómo ocurrió? ¿Fue un accidente?

– Es demasiado pronto para asegurarlo, pero lo parece. Y si no lo fue, ¿cómo demonios vamos a probarlo?

– La cuarta muerte -comentó Robbins.

– Muy bien, sargento, sé contar.

Salió con cuidado del aparcamiento, y ya en la carretera pisó el acelerador. La muerte de la señorita Betterton le había causado inquietud además de la sorpresa inicial. Kate necesitaba sentir que la policía controlaba los acontecimientos desde el momento en que se embarcaba en una misión. Con independencia de si la investigación marchaba bien o mal, eran ellos quienes interrogaban, sondeaban, analizaban, evaluaban, escogían las estrategias y manejaban los hilos de la situación. Sin embargo, en el caso Crampton había algo, una sutil e inefable ansiedad, que permanecía en el fondo de su mente prácticamente desde el principio pero que no había afrontado hasta ahora. Se trataba de la conciencia de que el poder quizá residiese en otro lado, de que a pesar de la inteligencia y la experiencia de Dalgliesh había otro cerebro trabajando, un cerebro igual de inteligente, aunque con una experiencia distinta. Temía que el control, que una vez perdido jamás se recuperaba, ya se les hubiese escapado de las manos. Estaba impaciente por regresar a Saint Anselm. Entretanto, de nada serviría especular. Hasta el momento, no habían extraído una conclusión nueva del viaje.